Creo recordar (o inventar) que un cuento de imprescindible Horacio Quiroga empieza así: “Siesta en Misiones”. Esta expresión no tiene nada de particular para un habitante del norte argentino ya que todos sabemos que “la siesta” no solo significa echarse a dormir tras el almuerzo sino que también puede referirse a un período de tiempo vivo, muy vivo, sobre todo para los niños y adolescentes que deciden salir de exploración ante la ausencia de sus padres. Traigo a colación esta expresión porque más de una vez he tenido que explicar a los amigos españoles el alcance de la misma debido a que aquí la siesta significa estrictamente dormir.
Fue bajo el influjo de Defoe, Verne, Twin, Stevenson, Cané, que me señalé a mí mismo como un explorador audaz, lleno de imaginación y capaz de resolver cualquier situación adversa que la selva del patio de mi casa o el riacho de atrás me deparaba en esas comarcas tan lejanas como inhóspitas; al menos era eso lo que pensaba con diez u once años: imaginación tenía (aunque prestada), lo que no tengo claro es que supiera acometer esas grandes aventuras, al menos no sin correr riesgos que me ponían en peligro como cuando intentaba atravesar los embalsados de la laguna arrastrando una pequeña balsa hecha de tacuaras para luego intentar navegar por el espejo de agua o internarme en pastizales a cazar apereá donde justamente existen otras cazadoras más eficientes: las yararás.
A veces las aventuras en el fondo de la casa no eran suficientes y uno tenía que inventarse otros destinos para los cuales necesitaba compañeros de ruta. Recuerdo que con el primero que fui a pescar a Carandaity, un paraje que media entre Caá Catí y San Miguel, fue con mi primo Javier Carreras, varios años mayor que yo. Con él aprendí cómo se armaba una caña de pescar o una “liña” (línea); aprendí a nadar en un tajamar; y algunos secretos de dónde debía tirar la caña para según qué pez. Lo cierto es que con un poco de experiencia adquirida comprendí que era tiempo ya de emprender aventuras con amigos de mi edad. Por supuesto no fue difícil encontrarlos, todos ellos tenían la misma avidez y disposición. Pronto se hicieron costumbre nuestras escapadas en bicicleta bajo el sol inclemente de las dos de la tarde, sin gorras ni protección alguna. Movidos quizá por el impulso inconsciente de protagonizar el magistral cuento de Horacio Quiroga “La insolación”. Hasta el día de hoy no he logrado comprender cómo resistíamos los diez kilómetros por trayecto que cubríamos en bicicleta sin ninguna consecuencia grave.
Pero los niños siempre quieren ir más allá, en poco tiempo nos quedó “chico” eso de ir a pescar toda la tarde y luego volver con los pescados ya limpios, listos para llenar de olor las casas y recibir reprimendas de nuestros padres.
No sé de quién fue la idea pero decidimos ir de campamento, es decir pasar el día en algún lugar de Carandaity, muy cerca de la estancia San Cirilo, famosa por sus fiestas de chamamé. Recuerdo la excitación del día anterior cuando nos reunimos para ver qué llevaríamos, además de nuestras líneas, anzuelos y carnada. Cada uno se comprometió a sustraer a su madre lo necesario: sartén, aceite, sal, harina, limón, agua, sobres de jugo de naranja, fósforos. Por fin emprenderíamos la aventura de vivir de la pesca como Tom Sawyer y Huckleberry Finn cuando se mudaron a una isla.
Aquella noche anterior a la expedición no pude conciliar el sueño. Recuerdo que mi hermano Ramiro y yo mirábamos el reloj a cada rato, ávidos de que amaneciese de una vez por todas.
Y el día llegó aunque un tanto nublado, circunstancia que por un lado aliviaba el trayecto en bicicleta, pero por otro, mermaba la intensidad de pique sobre todo de las tarariras; de igual modo iniciamos la expedición. En el trayecto, los enseres colgados en las bicicletas marcaban un ritmo de chamarileros.
En el convoy iba Cristian Pont con la sartén; Fabián Brizuela con el estreve (fabricado por su papá); mi hermano Ramiro con los ingredientes de cocina y yo con un termolar de jugo de naranja.
Antes de la curva donde se inician los palmerales, de esos que volvió hermosamente loco al gran Francisco Madariaga (el poeta emponchado en cuero de jaguar), ya habíamos consumido medio termolar de jugo, pero todo estaba por hacerse todavía, nos aguardaba la elección de sitio donde acamparíamos, acaso donde un chiflón levantó pesadamente su vuelo no sin antes quejarse con su graznido-cuchillada.
Armado el campamento nos dispusimos a pescar; cada uno buscó un lugar que consideraba apropiado. Cada tanto una brisa traía los gritos de los carau que parecían brotar de las entrañas de los esteros. Lo cierto es que las capturas se hacían esperar, al parecer el nublado y el viento habían puesto de huelga a los peces. Las horas fueron pasando y el hambre empezó a picar no en la carnada sino en el estómago. La resolana hacía lo suyo con la sed así que las malas noticias se fueron encadenando: quedaba muy poco jugo.
Alguien propuso racionar la bebida y se inició la primera desavenencia entre los exploradores en el control exhaustivo de los tragos que dábamos: todos coincidimos en que Cristian Pont tenía más capacidad para llenar de líquido su boca por lo que de pronto se convirtió en un pequeño enemigo; cada vez que le tocaba beber a él nos acercábamos para observarlo de cerca y evitar, si hacía falta, que tomara de más.
Una de la tarde: ninguna captura. La resolana giraba sobre sí indiferente mientras alguna garza levantaba vuelo con dificultad debido a que el viento soplaba que cada vez con mayor fuerza.
Dos de la tarde: ninguna captura. Poco jugo. Unos minutos después picó una tararira pequeña que se me escapó cuando ya casi la tenía. Recuerdo que me miraron de forma dramática, incluso alguien dijo que me había apurado en tirar de la “liña”.
Hacia las tres de la tarde, la débil esperanza que nos había dado el pique de la tararira terminó por desvanecerse cuando Fabián Brizuela sentenció refiriéndose al juego: “No hay más”. Los cuatro, famélicos, nos miramos completamente vencidos. Y fue entonces cuando Cristian Pont que, por un buen rato, había sido nuestro “enemigo” debido a su envergadura física, dijo: “Tengo unos chorizos que me puso mamá en la mochila”
Incrédulos corrimos hacia él que sacó la ristra de embutidos y la levantó como un trofeo.
No está demás decir que comimos los chorizos medio crudos porque no logramos encender bien el fuego (la humedad impone su aura).
Muchos años después todos coincidimos en señalar que fueron los chorizos más ricos que comimos, o al menos eso nos pareció, no así el agua de estero que bebimos y que Ramiro, al probarla, se apuró en decir frunciendo el ceño: “Está buena, es medio dulce”.