Por Emilio Zola
Especial
Para El Litoral
Los aficionados japoneses salieron a festejar el triunfo contra Alemania con la algarabía de cualquier hinchada, pero antes de dar rienda suelta a la alegría que les produjo la victoria de su seleccionado sobre la poderosa Alemania, recorrieron las gradas con bolsas y guantes para hacer lo que nunca nadie en este lado del mundo.
¿Qué hicieron? Lo que hacen en los estadios y las calles de su país. Aplicaron el sentido común de limpiar lo que habían ensuciado. Papeles, envoltorios de hamburguesas, botellas de bebidas. Todo fue prolijamente recogido por los fanáticos nipones antes de ganar las calles de Doha para celebrar un resultado histórico.
Desde la perspectiva occidental, más precisamente desde la mirada del argentino tipo, la conducta de los espectadores japoneses produjo la consabida conclusión de que solamente una cultura milenaria como la de aquel pueblo que atraviesa sufrimientos inenarrables es capaz de adquirir las costumbres, la disciplina y la fuerza de voluntad necesarias para desempeñarse con ejemplaridad en la vida cotidiana.
Es cierto que Japón, país del que muy poco sabemos en líneas generales, atravesó hambrunas, pestes y nada menos que dos bombas atómicas. Reducido a la indignidad de la desintegración física, a la evaporación de millares de los suyos, surgió con la resiliencia de las especies que no solamente viven, sino que sobreviven.
Charles Darwin trazó en el siglo XIX una teoría a la que definió como selección natural de las especies, según la cual frente a las adversidades sobrevive el más apto, de modo tal que determinada comunidad se perfecciona genética y orgánicamente a medida que algunos individuos van desarrollando capacidades como el camuflaje o el plumaje frondoso, mientras que otros perecen por carecer de tales herramientas.
Uno de los ejemplos más conocidos es el de unas polillas que habitaban las arboledas de la campiña británica hasta que comenzó la revolución industrial. Allá por 1770 las fábricas comenzaron a desarrollar la producción en serie en una auténtica explosión económica que desató profundos cambios sociales, como también ambientales. Entre tantas transformaciones, las polillas sufrieron un impacto inesperado: el hollín de las calderas tiñó de negro los árboles, su follaje y por supuesto los muros del cordón fabril, lo que las tornó más visibles a los depredadores naturales.
Las aves pudieron detectar con facilidad a las polillas, que hasta entonces habían mantenido una pigmentación clara, casi blanca, de sus alas y espalda. Pero algo hizo click en su mapa de ADN y, de pronto, algunas polillas comenzaron a nacer con tonos más oscuros. Al principio fueron sólo pecas, pero con el correr de las generaciones los especímenes descendientes de aquellas que lograron mimetizarse se volvieron completamente oscuras, virando del gris al negro, para no ser individualizadas por el enemigo. Es obvia la respuesta de cuáles fueron las polillas que lograron continuar con la estirpe a lo largo de los siglos.
De la misma forma las culturas milenarias de la humanidad han evolucionado. De la época de los mitos a la era del logos, con el pensamiento lógico naciente de la Antigua Grecia, la “Politeita” de Platón (luego rebautizada “República” por los romanos), el cisma religioso provocado por el protestantismo de Martín Lutero, la pérdida de poder de las monarquías, la irrupción de la burguesía, la conciencia de clase del proletariado y la consagración de la sociedad moderna, a la que el pensador Max Weber concibió como “científica, capitalista y constitucional”.
¿Cuántas generaciones han tenido que morir en medio de injusticias y suplicios para que la civilización humana alcanzara el sistema de gobierno democrático de carácter representativo? La reflexión viene a cuento de otra teoría de Weber, quien analizó los comportamientos sociales según cuatro patrones de conducta: el acto racional en relación a un fin, el acto racional en relación a un valor, el acto afectivo o emocional y el acto tradicional.
En el primero de los casos el ejemplo sería el de un trabajador que, racionalmente, decide madrugar para llegar temprano a su puesto de trabajo, con el fin de cumplir con la exigencia laboral. En el segundo tipo, Weber habla de un acto racional en relación a un valor, con lo cual tenemos el ejemplo del capitán de un barco que, al zozobrar, decide hundirse con la nave antes que salvarse. Su decisión fue racional, asumiendo el hecho fatal de su propia muerte, con tal de salvaguardar el valor honor. Es lo que se denomina conducta “axiorracional”.
Luego el sociólogo inglés plantea el tipo de acto afectivo, en el que una persona ataca irracionalmente a quien ha herido a su hijo, sin pensar en las consecuencias; y por último puntualiza el tipo tradicional, según el cual las personas llevan a cabo distintas acciones por efecto de la costumbre, porque así ha sido establecido por los usos sociales.
La decisión racional de la afición japonesa que aseó el estadio después del partido con Alemania se podría enmarcar en el primer tipo de conducta de Weber, ya que los hinchas aplicaron la razón para colegir que era apropiado recoger sus propios desperdicios. Pero también podría tratarse de un acto racional en relación a un valor, pues obraron conforme las enseñanzas ancestrales que bregan por el cuidado del medio ambiente o el decoro de custodiar lo ajeno como si fuera propio.
Racionales, axiológicamente correctos, los japoneses han sabido sobreponerse a vejámenes y tormentos como pocos pueblos lo han logrado. Desde el prisma del observador argentino son admirados, pero no imitados. Basta con mirar en las calles a cualquier adulto mientras arroja el paquete de cigarrillos vacío, o la colilla (muchas veces sin apagar) a una supuesta tierra de nadie que en realidad es la de todos.
Basta con observar a las familias rodantes que, en motocicletas de toda laya, se hacen a las calles diariamente para cumplir con sus labores mientras portan hijos de corta edad cual si fueran bolsos, apiñados en el asiento sin alcanzar los posapies, sin nada más que los proteja que la aprensión de terceros piadosos dispuestos a frenar ante cualquier maniobra intempestiva de ese padre que zigzaguea entre autos para llegar a donde sea que vaya.
¿Sabe ese motociclista que un pequeño error de cálculo puede terminar con una caída en el pavimento? ¿Es consciente de que ese niño de 4 o 5 años al que dice amar y cuidar corre serio riesgo de ser, literalmente, arrollado por un colectivo? Seguro que sabe todo eso. Seguro que es consciente de la peligrosidad de sus actos tanto para sí, como para sus hijos.
Entonces… ¿Dónde se encuadra el accionar del desaprensivo que carga 3 o 4 criaturas en una moto para llevarlas por calles atestadas, muchas veces contra reloj? Es racional en relación a un fin (el fin de llegar a tiempo a la escuela), dirían los más lógicos. Es racional en relación a un valor (el valor del ahorro económico) dirían los más pragmáticos. De hecho que no es un acto del tipo afectivo. Más bien podría encuadrarse en el cuarto tipo: la tradición, la costumbre, porque todos lo hacen. Es decir, el consuelo del tonto, del mal de muchos.
Pero con la insolencia del que se atreve a discernir desde la ignorancia supina, pues nadie está más lejos de ser sociólogo que quien esto escribe, podríamos arriesgar un quinto tipo de conducta al razonamiento weberiano. Una tipología que surge de la mezcla de todas las otras categorías a la que vendría a sumársele la desesperanza que produce la ausencia de expectativas.
El padre que día tras día carga a sus hijos en la moto para cumplir con una rutina semisuicida carece de esperanza. En un país alienado por la dialéctica estéril de la política, atravesado por una crisis económica que asfixia al laburante de forma tal que no ya no queda luz al final del túnel, cada vez más personas aceptan su destino como parte de un azar desalmado y anómico, en el que da lo mismo morir bajo las ruedas de un camión que vivir con el corazón en la boca, sin certezas de si mañana tendrán para la nafta, para el libro de matemáticas o para comer. En esas condiciones, vivir no es vivir, sino morir lentamente. Hiroshima y Nagasaki, en slow motion, ante la indolencia de todos los demás.