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Congregación de los lectores nocturnos

Moglia Ediciones

Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”

Caminando en la mañana por la ciudad, observando las antiguas casas dentro de las cuatro avenidas, sobre la calle Córdoba advierto con tristeza la caída de una vivienda antigua con un frente histórico y magnífico, que sobrevive parcialmente y no pudo resistir la piqueta ni la ambición avariciosa de algunos. 

Quedan como respetables tutores del tiempo muchas casas, que nos recuerdan más de cuatrocientos años de historia, como todas las ciudades de América y Europa. Su conservación es necesaria para indicarnos de dónde venimos y hacia dónde vamos. Nuestra estela está allí, sus sombras, caminantes extraños con sus secretos, maravillas, tragedias y tristezas. 

No sé si sabrán, estudiaron o escucharon que en ciertos tiempos lejanos y no tan lejanos, en el que los libros se dividían en los permitidos y los prohibidos, según la voluntad de inquisidores de antaño de cualquier calaña, para luego convertirse en censuradores modernos, quienes eran los custodios de la moral, buenas costumbres y decencia, según su criterio antojadizo y timorato, hacía que quien los tuviera en su poder se situara en peligro para su vida. 

Por eso trato de imaginarme a alguno sentado en rincones ocultos de las casas, galerías, recovecos, sótanos y lugares secretos leyendo estos textos que el diablo dictaba a algunos escritores malditos, según los religiosos de turno de cada época. 

Me atreví a indagar dónde escondían sus libros los lectores emparentados con los demonios atroces y fulgurantes, según los clérigos de todos los credos, y las respuestas fueron varias. Me informaron que en el Escorial de San Lorenzo, un lector empedernido de libros esotéricos, por ende, prohibidos a ultranza, era Felipe II, rey de España, quien escondía sus libros, que ascendían a unos ciento cincuenta, en una cueva dentro del Escorial, sólo conocida por el círculo del Escorial, que eran pocos seres humanos. El descubrimiento de este tesoro se produjo muchos siglos después. Me preguntarán qué nos importa lo que pasaba en España. Bajo el reinado de Felipe II se fundó la ciudad de Corrientes un 3 de abril de 1588, vaya pues si tenemos vinculación. 

Conversando con un señor mayor, pero bien mayor, me narraba su experiencia con su abuelo, a quien le tocó levantar las tumbas de quienes tenían parientes en el cementerio antiguo de la Cruz de los Milagros, manzana donde hoy se halla el templo, que se extendía mucho más al Sur de lo que la gente piensa, y al oeste, hasta hoy aparecen vestigios de su antigua existencia, es decir restos humanos y otros objetos. Él apuntó su mayor calibre informativo a los dientes de oro, anillos y otras joyas que los cadáveres portaban innecesariamente en la tumba, que conformaron al final kilos de oro venidos del más allá, repartidos entre los desenterradores, según sus propias reglas. 

Lo que nadie quería contar, porque no les interesaba o por ignorancia supina, era el hallazgo de libros en algunas tumbas, cúpulas, bóvedas y otras construcciones, sótanos envueltos en lonas enceradas que el tiempo se encargaba de horadar, los tiraban luego de una revisión, por si había algún dinero escondido u otro valor. 

El único que los acopiaba, porque eran muchos, resultó ser mi interlocutor. Explicaba que llevaba una bolsa para joyas y otra para la basura, como le decían sus compañeros de trabajo con chacota, que por rara casualidad la mayoría no sabía leer ni escribir por voluntad propia, como aseveraba el dicente. Revisaban las páginas a lo guaso, para ver si había algo de valor, sin entender que el valor era el libro en sí. “Lo que natura no da, Salamanca no presta”, frase antigua como el Lazarillo de Tormes. 

Una noche que se habían quedado hasta tarde, como siempre el narrador fue el último en retirarse para recoger la basura ante la burla de sus compañeros. Se le acercó una señora que vivía enfrente, anciana de más de cien años, que todos los días desde la vereda observaba la tarea desde un sillón hamaca, desde la visión de nuestro testigo. Con voz pausada y respetuosa le interrogó: “¿Por qué junta los libros antiguos y no los abandona como lo hacen los otros?”. Ni lerdo ni perezoso, eludiendo el bulto, desconfiando de las intenciones de la buena mujer contestó: “Es basura, señora”. La mujer lo miró con infinita misericordia y expresó: “Cuídelos, porque pertenecen a los lectores nocturnos de las bóvedas, criptas y sótanos de este cementerio, hoy casi todos muertos. Yo soy un espíritu de ellos, ya no puedo leer por eso le pido por piedad los conserve. Son valiosos, más de lo que usted imagina”. La mujer tal como apareció volvió a su casa, despacio como si el tiempo no pasara. Lo que le llamó la atención al narrador era que no reflejaba ninguna sombra, mientras la luna se insinuaba sobre el antiguo camposanto, elegido por los habitantes por su credo para enterrar a sus muertos, separando lo sagrado de lo profano. 

Intrigado, el trabajador apodado Beto, nuestro narrador inquieto, creyó necesario brindar una explicación a la anciana, por ello, al día siguiente después de la tarea se dirigió hacia la casa donde la vio entrar y preguntó por ella. La señora que lo atendió, mujer de edad, lo miró con extrañeza, le explicó que era la única de la casa con sus hijos. El asombrado joven miró el entorno del hogar y para su sorpresa observó algo: indicó con el dedo el retrato de una mujer dentro de un marco redondo, de los que se estilaban en otra época, mezcla de daguerrotipo y primeras fotografías coloreadas. 

La dueña de casa se dio vuelta con sorpresa y le contó que era su abuela, pero había fallecido hace muchos años, allá por 1884, época bravía de fiebres, pestes y guerra. 

Beto quedó atónito. Después de un profundo suspiro se refirió a lo ocurrido la noche anterior. Ante su asombro, la señora lo invitó a pasar y sentarse a tomar un cocido, lo que el visitante aceptó. Ya más tranquilo, la anfitriona le relató la historia de los lectores nocturnos del cementerio de La Cruz, dentro de las bóvedas, criptas, sótanos, etc., lo hacían para eludir el estricto control inquisitorial que perduró hasta entrado el siglo XX, con períodos de libertad y renacimiento de prohibiciones. 

Le explicó que la señora del cuadro era una de las rebeldes de la época, el padre le había hecho estudiar, le enseñó filosofía y como era médico, la formó en medicina fuera del sistema educativo. Resultó una gran profesional autodidacta que participaba con su esposo en el grupo de los lectores nocturnos, reuniones que se hacían en diferentes bóvedas o tumbas con la connivencia del sereno, hombre ilustrado que participaba de las reuniones. A ello se sumaba la complicidad del miedo, terror que las sombras de la noche generaban al posarse sobre el camposanto. En días concertados, los lectores se desperdigaban al caer la tarde antes del cierre del cementerio con gran cautela, se distribuían y uno siempre quedaba de vigía, por si acaso, con una campana de bronce que le exhibió, estaba debajo del cuadro. 

Continuó diciendo, “los libros se escondían en los cajones de los fallecidos más antiguos, puro cenizas y huesos, con todo respeto y decoro. Muchos eran familiares de la congregación a cuyas bóvedas tenían acceso. El cierre intempestivo del cementerio por la peste de 1870/71, más el estricto control de la fiebre amarilla, que mató a muchos lectores y la prohibición gubernamental de acceder al lugar y su clausura, dejó a los libros sin lectores, el cuidador también pereció en tan desigual combate con la fiebre”. Beto escuchaba con atención, tristeza y una profunda congoja. Agradeció a la señora su atención, prometió traerle algunos ejemplares con la señal que ella le había mostrado en otros libros que estaban en su poder, hecho que cumplió. 

El muchacho continuó con su tarea de salvar los libros de los lectores nocturnos, hoy cuenta con una hermosa biblioteca donde lucen libros de varios siglos atrás, con títulos extraños y autores que después conoció como Voltaire, Rousseau, Diderot, entre tantos otros. Algunos ejemplares los donó a la biblioteca popular. 

Afirma que en noches cálidas o frías, despejadas o nubladas, siempre ve sombras, luego de terminar su tarea en la habitación de la biblioteca, que se mueven con sigilo, libros que se hallan después acomodados en otro lugar. El mayor placer que tiene, a pesar del susto inicial, es escuchar desde el más allá una voz prístina leyendo un texto mientras otras voces comentan como una oración que se pierde en la noche, buscando la luna o el espacio eterno entre las estrellas. 

Me olvidaba: uno de los libros de los lectores nocturnos se encuentra en mi biblioteca. Una sombra a la noche lo visita. Mantenemos buena relación, nunca me molesta y yo tampoco. Somos buenos vecinos. 

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