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/Ellitoral.com.ar/ Especiales

Ese demonio llamado carnaval

La atrocidad de los incendios y el lujo de los trajes carnestolendos. El contraste de tragedia y comedia caía de maduro, así como el cliché de los informes televisivos que partieron en dos las pantallas con la salida de Ará Berá y la huida de los yacarés, al unísono, para azuzar a la jauría de indignados con el pecaminoso acto de bailar mientras los demás se queman.

¿Está bien o está mal que el carnaval continúe en un momento catastrófico? Lo primero que le sale de las tripas a cualquier persona que enfrente esta disyuntiva es lo que se multiplicó a escala viral en las redes sociales: “¡No estamos para joda!”. Pero esa toma de posición tan rotunda, reactiva y binaria se agota en la coyuntura de una fotografía. En el repentismo de lo visceral.

Cuando el observador se atreve a mover su punto de vista y abandona la perspectiva estática de la primera imagen, una vez que su mirada es nutrida por ejemplos comparativos, por antecedentes históricos y por la lógica de su propio razonamiento, lo que prima facie se pudo haber presentado como un dogma “anticarnaval” se torna un pronunciamiento menos tajante, más abierto y maleable. Ya no se está ante la foto sino frente a la película, con las complejidades analíticas que ello implica.

Veamos: lo primero que cabe preguntarse es si la realización del carnaval contribuye a avivar las llamas que ya han devorado más de 800.000 hectáreas de bosques y campos correntinos. Y luego, si suprimir el show de comparsas ayudaría a derrotar al enemigo flamígero. Ni lo uno ni lo otro. La celebración del Rey Momo no enciende ni apaga fuegos, simplemente transcurre en otro plano de la realidad, como un acontecimiento cultural y turístico identitario.

No obstante esta verdad irrefutable acerca de la inocuidad de los corsos frente al drama de las hogueras, la gente ha salido a pedir que los bailarines no bailen, que las luces del corsódromo no brillen y que la fiesta de las máscaras se apague como gesto de condolencia para quienes lo han perdido todo en las superficies arrasadas. Es cierto que lo gestual es importante. Las banderas a media asta, los brazaletes negros, la camiseta de los All Blacks con el nombre de Maradona, tendida en el césped por el capitán Sam Cane, en aquel match con los Pumas.

Lo que no han sopesado los críticos de ambos bandos en esta nueva grieta que separa a defensores y vilipendiadores del carnaval es que lo gestual se puede compaginar con lo fáctico. Que se pueden expresar sentimientos de empatía, congoja y conmiseración sin dejar de cumplir con la misión para la que cada uno se comprometió. ¿O los All Blacks dejaron la camiseta en homenaje a Diego y se fueron de la cancha?

En la conciencia de los pueblos, un gesto acompañado por un hecho pesa inmensamente más que miles de mensajes tipeados desde la cómoda fugacidad de un teléfono celular, en las tribunas de repudio al colectivo carnavalero por eso que la turba digital definió (desde la injusticia preconceptual) como una jarana frívola y deshumanizada de las escuelas de samba.

El error de las comparsas fue adoptar la actitud de los Pumas en dicho homenaje al mejor futbolista de todos los tiempos. Los albicelestes no se sumaron ni siquiera con un apretón de manos al haka del seleccionado neozelandés. Y perdieron la legitimidad que de las masas emana en instancias de sentimientos encontrados como los de aquellos días, cuando el entusiasmo previo a un partido de alta competencia se medía con el duelo por la muerte del diez.

¿Sabían ustedes que los comparseros donaron sangre para los bomberos heridos? ¿Conocían que las comparsas, como el caso específico de Sapucay, llevan adelante colectas en las redes sociales y que tales donaciones ya se entregaron a los bomberos voluntarios? Es probable que no. Hubo un claro error de comunicación en todo este menjunje, porque los protagonistas del carnaval, sus autoridades, dirigentes y pasistas, se enfocaron en su pasión por recuperar un evento que se había postergado durante dos años de pandemia sin colgar en las redes mensajes de gratitud a los gladiadores bomberiles.

“Salimos a bailar con la tristeza que a todos nos provocan los incendios, pero con la obligación de cumplir con aquello para lo cual nos hemos preparado durante tres años. Y para demostrar que, a pesar de las llamas, no todo está perdido en Corrientes”, resumió un dirigente comparsero en diálogo con este cronista.

Lo que les faltó es decirlo a los cuatro vientos. Algo que la Municipalidad de Corrientes comenzó a corregir en las últimas horas para incorporar el paradigma de la solidaridad a los corsos oficiales. Mediante un acuerdo por el cual la empresa organizadora donará un porcentaje de sus dividendos a la lucha contra el fuego, además de otras medidas que incluyen puntos de recepción de donativos para los bomberos, damnificados y animales rescatados.

Los admonitores más inflamados seguirán, no obstante, con sus brulotes. Como el pensador que apeló a las crónicas de Rodolfo Walsh para desacreditar al corso desde el prisma clasista según el cual las agrupaciones que desfilan por el Nolo Alías no son más que un grupo de ricachones indolentes, capaces de gastar fortunas con la sola finalidad de exhibirse entre plumas y coleros.

Puede que así sea en algún caso, pero las comparsas son mucho más que ese puñado de palabras prosélitas. Están llenas de jóvenes pertenecientes a familias trabajadoras que ahorran todo el año para confeccionarse sus propios trajes, al tiempo que ensayan durante meses, en horario de trasnoche, hasta el momento de salir al ruedo para alegrar a otros sin cobrar un peso.

La habilidad para enhebrar conceptos engolados en detrimento de un fenómeno de masas puede edificar el peor de los prejuicios. Usar la circunspección de Winston Churchill y el coraje de Manuel Belgrano para endemoniar una tradición ancestral que nació en la pobreza de la cueva de negros, no resiste el menor análisis cuando tales ejemplos son cotejados con otros precedentes a saber: el show de Marilyn Monroe para los miles de soldados que mataban y morían en la guerra de Corea; o el concierto de los rockstars argentinos que en 1982 se pusieron a cantar en respaldo de la recuperación malvinera.

Se dijo también que los carnavales no constituyen atractivo turístico. Las plazas hoteleras agotadas de Corrientes contradicen esa falsa premisa. Desde el portal Cambiretá, teatro de operaciones del combate antiincendios, la presidenta de la Cámara de Turismo, Alejandra Boloqui, lo dijo claramente en una entrevista con TN: “Los correntinos somos resilientes, vamos a recuperarnos, ahora está empezando la fiesta del carnaval y es algo que tenemos que apoyar entre todos”.

En resumen, la provincia tiene tres grandes fortalezas turísticas que son los esteros del Iberá, el chamamé y el carnaval. En cada feria internacional este trío de atractivos correntinos son presentados en un mismo plano para atraer visitantes, por lo que cabe una deducción final: si uno de estos tres pilares peligra, como es el caso de nuestros humedales, ¿qué deberían hacer los otros dos? ¿Declararse en estado de clausura y llorar sobre las cenizas? ¿O mantenerse en acción para que la industria sin chimeneas no se detenga y siga generando recursos que, después de todo, irán en auxilio del sector herido? Respuesta obvia.

 

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