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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Aprender

Por Adalberto Balduino

Especial para El Litoral

Qué cosa maravillosa es comprender que el conocimiento nos conecta. Que nos une al todo. A ese engranaje perfecto en que los días pasan por estaciones que, viajando en el tiempo, cada una se diferencia cada cuatro meses, con su temperatura en particular, con sus colores que las distinguen, con soles intensos, suaves, que inciden en nuestra propia manera de ser. En esto de la lectura que constituye un fenómeno para leerlos uno por uno, enterarnos y a la vez enriquecernos, llegó a mis manos un texto de esos que al igual que a otros tantos navegan en las redes hasta que alguien lo detuvo, porque felizmente interesa, suma. Y al leerlo me sentí millonario. Era como mirarme al espejo y coincidir en plenitud con lo dicho por alguien llamada María Morello; claro, son dos páginas, cuyo texto está perfectamente diagramado y que llama la atención su depurado estilo que invita a leerlo, muchas veces leerlo. Ella dice —extraje algunas líneas para que den una idea de qué se trata— verdades cuántas veces gritadas para ser escuchadas: “Mi nombre es María Morello. Crecí en Arroyo Ceibal, un pueblo de algo más de 2.000 habitantes ubicado al norte de la provincia de Santa Fe…”. “Mi padre era peón rural, tractorista, arriero, cosechero, lo que fuera…”. “Flaco, alto, desgarbado, con un pucho entre los dedos y los brazos curtidos de tanto dar vuelta la tierra bajo los rayos del sol. Mi madre aún vive, es ama de casa y cuando era niña limpiaba casas de familias, lavaba ropa ajena, planchaba y hasta llegó a limpiar la ex escuelita de campo que hoy ya no existe porque se quedó sin alumnos. Viví mucho tiempo en un ranchito de barro y paja en el campo de los Pividori…”. “Éramos muy pobres pero fui educada en la cultura del trabajo y del esfuerzo…”. “Ese hombre casi analfabeto, que solo cursó tercer grado y que aprendió a firmar en el servicio militar, me dijo una frase que se convirtió en un mantra para mí y que por siempre retumbará en mis oídos: ‘Estudie m’hija, porque el estudio es la única forma de salir de pobre’. Hoy, a la distancia, ya convertida en una profesional de la educación, profesión que abracé, quizás no por casualidad, tal vez como una manera de hacer realidad en otros aquello que profetizaba mi padre, estoy más que convencida de que la educación es uno, sino el único, de los factores de movilidad social ascendente. Pero no la educación que pretenden vendernos ahora, sino una educación de calidad que les permita a las nuevas generaciones aspirar a ingresar a la Universidad o a cursar estudios superiores mediante cuyo ejercicio puedan el día de mañana mejorar sus condiciones socioeconómicas. Me preguntaba estos días, ¿qué habría sido de mi vida si no hubiese estudiado, si no hubiese seguido el consejo de mi padre?”. Y concluye enfatizando: “Yo, al igual que mi padre, sigo creyendo que estudiando se puede salir de la pobreza, no solo económica. Creo que estudiando se puede salir de la pobreza intelectual y de valores que hoy nos azota como sociedad. Me resisto a creer que es imposible, por eso me niego a ser cómplice de este despropósito”.

Vemos en todos los niveles cómo se ha aflojado, pensar es una “tarea ciclópea” que nos obliga a ponernos en movimiento, que rompe el ocio desmedido mucho más cómodo y menos complicado. Ya lo dijeron Les Luthiers: “El que piensa, pierde”, en tono de broma pero tan cerca de la verdad dura y cruel. El educador, docente, investigador, amén de ser médico, especialista en neurobiología y profesor titular de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, y haber sido decano, Guillermo Jaim Etcheverry, autor del libro “La tragedia educativa”, tema que le preocupa profundamente,  asevera: “Solo si logramos convencernos de que pensar no es un signo de espíritus débiles o de nostálgicos habitantes de un pasado superado, se dispersará la bruma agobiante del deterioro que nos envuelve”. Retomando la develación de la lectura, ese libre ejercicio de permitirnos acceder a la naturaleza de las cosas y así enriquecernos, porque con ella caen las dudas, y la imaginación cobra prodigio y certezas, uno se remonta cuando niños. Tenía la maldita costumbre de hacer lo que no se debe, en el lugar equivocado y en el momento menos propicio, porque la manía de leer cualquier cosa me llevaba a que, estando en la mesa con mis padres, en vez de comer me pusiera a deletrear las leyendas que tenía a mano: el nombre de la sodería que ostentaba (entonces) el sifón, la marca del aceite, y hasta la botella de vino, mirando el contenido neto, la bodega de origen, etc. Por supuesto, esta “inspección ocular” terminaba por irme a la cama sin comer, ya que el “arbitraje” era inapelable y dictaminaba “roja”, y entonces no había VAR que valiera. Simplemente para ilustrar la necesidad de saber por medio de la lectura, cualquier cosa era importante, justamente estábamos aprendiendo a dilucidar palabras, a repetirlas, justo cuando comenzábamos a ver las cosas de otra manera, es decir, comprendiendo, por eso todo era útil: revistas, folletos, carteles, figuritas, afiches, etc. La cosa comenzaba a aclararse, los impedimentos iban cayendo a medida que avanzábamos, era la escuela ejerciendo su poder de aprendizaje, ese mecanismo prodigioso que construye criterio y paralelamente desarrolla el sentido común. El saber es independencia, libertad, porque no necesitamos ser arrastrados, solitos sabemos de qué se trata y cómo debemos tratarlos. Es poseer armas válidas para nuestro mejor desempeño para edificar un país mucho mejor, inteligente, con resolución racional, donde se privilegie la capacidad y no la apariencia; es decir, tirando abajo el andamiaje deteriorado del imperio de las palabras y no de los hechos. Es decir, la archiconocida política de la nada, de la improvisación, cambiándola de cuajo por idoneidad que suplante a toda esa cultura de intereses personales que tanto daño hacen.

Acentuando lo que motiva la carta de María Morello, y su defensa acérrima de la educación como única forma de salida institucional, recuerdo una cita que formula Etcheverry en su libro y que pertenece a Neil Postman: “Tengo fe en que la escuela perdure porque nadie ha inventado una forma mejor de introducir a los jóvenes en el mundo del aprendizaje; que la escuela pública persista porque nadie ha inventado un modo mejor de crear un público, y que la infancia sobreviva porque, si desaparece, perderemos el sentido de lo que significa ser adulto”. Más profundas aún, las propias palabras de Etcheverry, cerrando “La tragedia educativa”: “Por eso nuestra última esperanza tal vez resida en conseguir que la escuela se transforme en ese singular baluarte de la resistencia cultural en el que se defienda lo humano. La escuela concebida como ámbito de exilio de los prejuicios y de la vulgaridad del presente. De lograrlo, estaríamos ante la posibilidad revolucionaria de evitar que la tragedia educativa, cuyos claros signos hoy percibimos, termine por convertirse en tragedia de la civilización”. Educarnos es liberarnos, pensar por nosotros mismos. Tener la absoluta certeza del todo. Estar calificados para separar lo bueno de lo malo. Volver a la decencia de gobernar. Erradicar el populismo por popular. Ratificando el convencimiento de que somos personas en uso de razón y no “animales para marcar”.

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