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Esperanza joven

Por El Litoral

Domingo, 27 de marzo de 2022 a las 01:02

Por Emilio Zola
Especial Para El Litoral

Quiénes son esos jóvenes desconcertantes que juntan millones por las redes? Millones de pesos para ayudas solidarias, millones de seguidores ante los cuales exponen la matriz cultural de una sociedad segregacionista que escatima oportunidades a los pibes conurbanenses a partir del preconcepto según el cual constituyen una generación perdida en el paco y la cocaína esnifada con talco.
Emergentes de la crisis constante, cíclica y que con virulencia recrudecida hunde en la pobreza a sectores cada vez más numerosos de la argentinidad, Santiago Maratea y Elián Valenzuela representan una brecha para comprender la lógica de un pensamiento milenial que trasciende ideologías, teorías políticas y embanderamientos partidarios.
Fenómenos sociológicos que incitan a la indagación permanente, enigmas de una dimensión temporal donde la humanidad pareciera haber perdido su capacidad autoconsciente, en una nueva realidad configurada por la revolución digital que asciende a cúspides cenitales en la tercera década del siglo XXI, Santi Maratea y L-Gante son los rostros visibles de un futuro que llegó de golpe, sin que aquellos que lo habitamos hayamos podido aprehenderlo.
El influencer de 29 años que juntó casi 200 millones de pesos para combatir los incendios en Corrientes, lo hizo a través de posteos ocurrentes en las redes. Desde su cuenta de Instagram apareció hace siete años con un blooper en el que dejaba caer una tostada sobre su rostro. Con esa tontería espontánea escaló hasta las más ambiciosas campañas humanitarias, con el éxito conocido y un método basado en los nuevos lenguajes de las plataformas de streaming, en apariencia superficiales, pero en realidad críticas al punto de la incomodidad.
La eficacia instantánea de Maratea versus la burocracia elefantiásica del Estado se pusieron a prueba más de una vez en los últimos tiempos, al extremo de que los gobernantes de turno se sintieron sobrecogidos en sus atribuciones, reemplazados por un hippie veinteañero que resultó más creíble que cualquier otro referente social.
Pero a no desesperar estimados políticos: el propio influencer dejó en claro que su rol como aglutinador de masas en pos de objetivos altruistas no es supletorio del Estado sino complementario. Lo puso blanco sobre negro cuando el oportunismo libertario jugó a reclutarlo como un abanderado de las ideas antiestado conforme las cuales los impuestos no son más que saqueos descarados. La respuesta del joven fue contundente: “Yo pago impuestos, todos los que haya, y si te toca pagar mucho es porque estás ganando mucho”. Punto.
Para colmo, hace pocos días la conductora televisiva Viviana Canosa (portaestandarte del reaccionarismo nacional) confrontó al influencer con el apelativo “salame”, episodio a partir del cual Maratea reafirmó su posición equidistante de los extremos mediante una ácida comparación familiera. “Es la tía que buscás en Navidad con dos copas de más para debatir y matarte”, enunció al pasar en su cuenta de Twitter, con lo que volvió a afianzar su eje despojado de etiquetas, ecléctico, inesperadamente vinculado a figuras tan contrastantes como la del filántropo aviador Enrique Piñeyro y la del cantante L-Gante.
Nadie esperaba que Santi, el pibe rubio de ojos celestes oriundo de la coqueta San Isidro, bancara a Elián, el morocho tatuado del oeste profundo, nacido en las márgenes de General Rodríguez. Pero pasó. “¿Me lo pueden dejar en paz a L-Gante? ¿Qué les pasa? Déjenlo tranquilo que la está rompiendo”, reclamó desde sus historias de Instagram el influencer, en una reveladora demostración de la sintonía cósmica que conecta a estos dos Quijotes de la posmodernidad.
El creador de la cumbia 420 (género sorpresivamente nuevo que inunda con su irreverente estilo kitsch los principales escenarios de la porción más acomodada del orbe, como es el caso de la franquicia norteamericana Lollapalooza) hace las veces de Maratea en el terreno musical. Se desmarca de las convenciones, rompe las reglas de los buenos modos y se mofa de los escandalizados por su contracultura villera, esa que lo convierte en la voz de los adocenados en las periferias del capitalismo.
Si Maratea saca a relucir la ausencia de inteligencia emocional propia de los que objetan sus colectas desde el mosaico de la sospecha (eso de que algo raro tiene que haber detrás de este mocoso que la junta con pala en dos días), L-Gante desnuda el sectarismo de los más recoletos ámbitos urbanos, en los que reside la “gente bien” indignada por la invasión morochística de los grasitas que se declaran fanáticos del cumbiero. El problema para los ofendidos por el vibrato “Keloké” es que sus hijos adolescentes integran el coro de simpatizantes y consuman la más perfecta colonización cultural: desde la trinchera del oeste bonaerense, sin escalas, a los abonos premium de Spotify.
L-Gante se convirtió en un juglar de los despojados no solo de medios económicos, sino de futuro. Sus letras describen con nitidez escalofriante la realidad de los chicos malos que salen a jugarse la vida por un par de “altas shantas”. Estrujantes relatos de una verdad que nadie quiere ver, sus canciones elevan a la vidriera de los pacatos el submundo del hampa inorgánico y artesanal que agrupa a los herederos de las privatizaciones del menemismo, de los endeudamientos crónicos sembrados por el modelo económico que, a partir de la dictadura, acható para siempre el crecimiento de la Argentina. De esos huecos proviene Elián Valenzuela, un guacho literal, pues nunca conoció a su padre. No es casual el término. De “guachos” y “guachines” se tratan entre los traperos y DJ que interactúan en experimentos simbióticos de lo más exitosos (como por ejemplo los “Music Sessions” que lleva a cabo su colega Bizarrap en YouTube).
Es que musicalmente no son hijos de nadie. O de todos a la vez, pues se han tomado la más absoluta libertad de mezclar, fusionar y ensamblar todo tipo de ritmos hasta lograr lo impensado: erigirse en intérpretes del cambio de paradigmas que late en el corazón de las nuevas generaciones, escépticas, impermeables al discurso clásico de que para triunfar en la vida hay que tener un título, de que hacer carrera en un empleo público resolverá para siempre todos sus problemas.
Maratea y L-Gante vienen a ser, en sus respectivos andariveles, los frontmen de una corriente inclasificable para los cánones estandarizados del statu quo. 
Lo demuestran al coincidir en la utopía de hacer una vaca para pagar la deuda externa y rescatar al país del torniquete impuesto por el Fondo Monetario, con un sentido social digno de la envidia del más legitimado de los candidatos. Dicho de otro modo, son esperanza en estado puro.
Los diferencia el hecho de que no son candidatos. No pretenden serlo ni utilizan la impostada rebeldía de personajes como Javier Milei para encaramarse a los estamentos que cuestionan. Simplemente hacen lo suyo. Son, nada más y nada menos, que los raros peinados nuevos que alguna vez cantó Charly García, asertivamente explicados en la estrofa que dice: “Y si vas a la derecha y cambiás hacia la izquierda, adelante. Es mejor que estarse quieto, es mejor que ser un vigilante”.

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