Por Emilio Zola
Especial
Para El Litoral
El fantasma de las internas parasitarias no es un fantasma. Es tan real como el hecho de que perdura desde el principio de la civilización humana, larvado en el fuero íntimo de las personas y, por consiguiente, en el núcleo de cualquier órgano institucional, a la espera de que una falla del sistema debilite los tejidos inmunitarios de su anfitrión.
Hablamos, sino de una entidad autónoma, de una característica ineluctable que se traduce como cierta fascinación seductora que el poder inocula para siempre a cualquier ser humano con aptitud para mandar a otros, de forma tal que el bacilo de la grieta que hoy corroe a la alianza Frente de Todos no es más que un protagonista constante e inescindible del universo político.
Si la interna siempre está, ¿qué hace que eclosione? La astucia de los sujetos que interactúan en una misma dimensión temporoespacial (cualquiera sea) es determinante para que las diferencias que puedan existir entre ellos no pasen de ser matices enriquecedores de una misma idea troncal.
Y vamos a los hechos: el acicateo del diputado Máximo Kirchner a las masas piqueteras para que persistan en el corte de rutas y avenidas con el argumento del hambre y de la inflación que el gobierno ejercido por su propio espacio político no logra atenuar, ni mucho menos resolver. El secretario de Comercio, Eduardo Feletti, pronosticando que si no se toman decisiones económicas de fondo el panorama social “se va a poner feo”.
El libro que le regaló la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner a su compañero de fórmula como una forma (ni siquiera sutil) de anticipar su fracaso.
Esos episodios recientes de la relación quebrada entre aliados que se comportan como enemigos son parte de una constante histórica que aluden a finales traumáticos, desde la muerte sospechosa del hegemón griego Alejandro Magno, presuntamente envenenado, hasta las todavía desconocidas razones que desencadenaron el deceso del patriota liberal Mariano Moreno en alta mar, enviado por los conservadores de Cornelio Saavedra a una supuesta misión diplomática a Inglaterra.
De allí que el periodista Ernesto Tenenbaum haya definido el libro “Una temporada en el quinto piso” (de Juan Carlos Torre) como un regalo envenenado de la vice a su compañero de fórmula, mientras que la vocera Gabriela Cerruti trató infructuosamente de pintar tan ácida ironía como “un chiste”. Algo que nadie cree.
El veneno de Cristina se esparce por las arterias de un gobierno jaqueado por la interna, que en el caso de la coalición oficialista salió del estado de latencia para comportarse como el ébola: corroe todos los estamentos del poder institucional, pulveriza la credibilidad presidencial y hace dulce con el ridículo metafórico de Alberto, cuyas desdichadas frases sobre la “guerra a la inflación” y “los demonios que suben los precios” no hacen más que desnudar la desorientación de una gestión fallida.
¿Hacia dónde vamos? En Buenos Aires se habla de un renunciamiento anticipado de Alberto Fernández, pero es más una expresión de deseo de los K que una posibilidad cierta, por el simple hecho de que no están dadas las condiciones. La paciencia social impera a pesar de todo y los índices macroeconómicos muestran una recuperación sostenida que —a no dudarlo— será capitalizada por el gobierno que asuma en 2023.
Si el kirchnerismo juega al caos, la oposición mueve sus jugadores con pelota desinflada, en la convicción de que no hay mejor escenario para un cambio de signo político que el traspaso del mando en condiciones de prolijidad cívica, sin represiones violentas, sin errores como el que cometió Eduardo Duhalde en la masacre del puente Pueyrredón, cuya consecuencia ulterior fue la llegada del entonces desconocido Néstor Kirchner al poder.
¿Por qué los índices macro muestran crecimiento y en lo micro la economía hace agua con familias sometidas a elegir entre pan y leche? Hay muchas explicaciones pero todas se resumen en una sola: la canibalización entre popes del frente oficialista elimina el factor confiabilidad. Y si la gente ya no le creía Alberto después de la fiesta clandestina de Fabiola Yáñez (en plena cuarentena pandémica), ahora no solamente toma sus declaraciones como simples anécdotas de un desmoronamiento político anunciado, sino que las anota en la columna del debe, en un balance que difícilmente pueda torcer el destino derrotista de aquel presidente que se llenó la boca con la frase “volvimos y vamos a ser mejores”.
El jefe de Estado da pábulo a los que teorizan sobre su condición de incapaz para ejercer las atribuciones conferidas por la Constitución. Procrastina con promesas bolivianas de gas barato que todos sabemos resultan incumplibles, sostiene en el gabinete a los elementos más obstinados de La Cámpora mientras su líder tira a matar desde las gradas, deja transcurrir el tiempo con la esperanza de que su ministro de Economía, pase mágico mediante, ponga en práctica un plan antiinflacionario que no existe y así, tumbo tras tumbo, deja que su imagen descienda a las catacumbas.
En los pensamientos comunitarios se respira posalbertismo, desde los trabajadores a los jubilados, desde los jóvenes al empresariado, desde los propios hasta los ajenos. Sin construcción política, aquiescente y peligrosamente ignorante de su frontera de posibilidades, permitió que la interna se convierta en el monstruo que tanta gente decidió pasar por alto cuando Cristina lo postuló en aquella estrategia de mezclar el vino con la sandía para ganarle a Juntos por el Cambio.
En Corrientes, como ocurre desde hace 20 años, podrían darle una lección de convivencia entre elementos íntimamente competitivos que se las ingeniaron para extender la supremacía de la alianza gobernante hasta el récord de votos cosechado en las elecciones del año pasado, concatenado al presente mediante el ranking de mejores gobernadores del país entre los que Gustavo Valdés aparece en el lote de los más reconocidos.
Si Ricardo Colombi fue en 2017 el homólogo de Cristina, el actual mandatario decidió no ser Alberto. Por el contrario, generó las condiciones para que su liderazgo fuera asimilado como la continuidad natural de la predominancia anterior y estableció nuevos canales tanto de gestión como de comunicación, desde un puente de mando que buscó el punto de equilibrio: asumir sus atribuciones en plenitud sin restar pergaminos al emérito, que mantuvo su cuota de autoridad tanto en el Senado como en la conducción del radicalismo provincial.
Nunca, como ahora, el organigrama político de Encuentro por Corrientes estuvo tan equilibrado entre sus dos figuras excluyentes. Y esa realidad de coexistencia de ambos generales se explica en el reparto de responsabilidades. Uno (Valdés) tiene el desafío de conducir a la provincia hacia el crecimiento pese a una crisis comparable a la de 2001, el otro (Colombi) enfrenta el cometido de consolidar la unidad partidaria como plataforma de lanzamiento para posicionar a la UCR de cara al advenimiento de una nueva administración central.
Las diferencias internas son inmanentes a la condición humana, pero los popes correntinos se las ingeniaron para mantenerlas en estado de criogenia. Allí reside el secreto de sus respectivos éxitos.