Al igual que con el otro extremo de la escala económica, ejemplificar situaciones de la vida real con personas y sus circunstancias, sin más, es estigmatizar, volcar el peso de la carga que se intenta mostrar, sobre esos sujetos de derechos y que también asumen obligaciones.
La demostración de absoluto desinterés por la paz social que hizo Malena Galmarini al referirse a la inentendible segmentación tarifaria ejemplificando sobre los subsidios con edificios de la Ciudad de Buenos Aires, no hizo más que echar nafta al fuego de la realidad.
En momentos críticos del país y aún a la espera de propuestas del ministro de Economía, incluido el nombramiento de quien lo acompañará en una función clave, habida cuenta de su insuficiente formación económica, su esposa se subió al estrado en su condición de presidenta de AySA para encabezar la presentación de los detalles del nuevo esquema tarifario para los principales servicios públicos. No puso el foco en el basamento técnico o la utilidad de la segmentación propuesta, de tan dudoso diseño e implementación. Quedó claro que su principal interés va palmariamente en línea con los objetivos de gestión de un gobierno decidido a sembrar división y resentimiento entre los argentinos.
Frentes de distintos edificios de la ciudad y de una vivienda de la localidad de San Isidro, que ella describió como “emblemáticos” puesto que pueden asociarse con un alto nivel adquisitivo, ilustraron su explicación junto con datos de las facturas de consumo promedio de agua de esas unidades. Dio ejemplos de las distorsiones de valores que se cobran hoy para anunciar el paso a “segmentar de verdad, para que quienes más tienen y más pueden acompañen a quienes menos tienen y menos pueden”. Distrajo para no hablar de aumentos.
Transitó un camino teñido del populismo más rancio. Apuntar una vez más “contra los ricos” con niveles históricos de pobreza e indigencia es seguir equivocando el rumbo, máxime cuando quienes dan cátedra no son precisamente carenciados, sino quienes, también desde suntuosas propiedades, se valen de ellos con fines electorales. Deberían alentar los afanes de superación y desarrollo de sus votantes, pues nada es más deseable que vivir dignamente del trabajo, accediendo por mérito y esfuerzo a la valiosa movilidad social que nuestros abuelos bien conocieron.
Galmarini demoró casi tres años la implementación de los cambios. Basta recordar el nivel de oposición evidenciado por el Frente de Todos ante la quita de subsidios y “el tarifazo”, en palabras de Galmarini y su marido, que introdujo la gestión anterior. Incluso cómo el actual gobierno retrotrajo aquellos valores al asumir. Una estupidez más teniendo en cuenta el costo político ya pagado por el macrismo. Solo se explica desde la demagogia que prima en las decisiones de gestión, cuando no de no gestión, de quienes hoy nos gobiernan.
Señaló Galmarini que un usuario paga apenas el 30 % de lo que cuesta producir un litro de agua, mientras de manera homogénea se subsidia para todos la diferencia. Estimó que el aumento debería alcanzar el 400 % para acompañar la realidad; no profundizó para evitar irritar, seguramente. Reconoció que aquí el servicio de agua es libre, cuando no lo es en otros países que, con buen criterio, racionalizan y tarifan su consumo.
Al respecto, solo como al pasar, adelantó que AySA planea avanzar en la medición del consumo hogareño. Esa mención debió haber sido medular en su alocución. No es algo que pueda concretarse rápidamente y convendría acelerar la colocación de medidores en el área metropolitana.
Apenas un 15 % de los hogares hoy los tienen. La OMS estima que el gasto promedio de agua por habitante debe estar entre 50 y 100 litros diarios. En la ciudad de Buenos Aires se consumen unos 275, más de lo estipulado, en una fiesta de irresponsable derroche.
Se trata de una tarifa que debe considerarse en rigor un nuevo impuesto, por tomar metros cuadrados y ubicación, alejado de un valor por consumo estricto. Zonificarlo y dar ejemplos desde el resentimiento solo empeora las cosas.