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¿San Martín o Bolívar?

Por Juan Carlos Raffo

Especial para El Litoral

Bolívar pretendió sustituir el personalismo monárquico español por un nuevo personalismo solo aparentemente republicano. Por eso nuestro Juan Bautista Alberdi, al advertir que la independencia “externa” de España podría no equivaler a la libertad “interna” de los latinoamericanos, se preguntó angustiado: “Ahora que nos hemos liberado de España, ¿quién nos libertará de nuestros libertadores?”.

Esta reflexión que hacía hace unos años el doctor Mariano Grondona, es oportuna que la rescatemos en estos tiempos en que nuestras democracias corren el riesgo de que sean reemplazadas por autoritarismo que nada tienen que ver con la República y la civilización

¿Qué somos, bolivarianos o sanmartinianos?

Cuando Simón Bolívar y José de San Martín se reunieron en Guayaquil en 1822, no se sentaron frente a frente sólo dos generales victoriosos unidos por el mismo ideal de la independencia americana, sino también los portadores de dos concepciones opuestas del poder.

Bolívar y San Martín fueron dos personalidades tan extraordinarias que Plutarco no habría vacilado en incluirlos en sus famosas Vidas paralelas. Cuando América se emancipó, el nuevo continente tuvo que llenar el vacío de poder que le dejaba el tumultuoso alejamiento de sus tutores europeos. Para remediar esta carencia, surgieron dos modelos políticos. Uno personalista, el de Bolívar. Otro institucional y Republicano, el de San Martín. 

Como hizo notar Natalio Botana en “La semana internacional”, Bolívar aspiraba a lo que se dio en llamar la presidencia perpetua. Luego del retiro de San Martín en Guayaquil, el gran venezolano pudo ejercer la presidencia simultánea de Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia. Una presidencia que era, en su intención, “perpetua”. El proyecto “bolivariano” finalmente fracasó, pero su diseño apuntaba a reemplazar el mando de una persona, el rey español, por el de otra persona, el caudillo latinoamericano que aspiraba a ser Bolívar, de modo tal que el vacío de poder generado por el alejamiento de un mando unipersonal situado en Europa fuera cubierto por un nuevo mando unipersonal de origen criollo, cambiando de este modo la titularidad pero no la sustancia del poder. 

Botana incluía esta cita de Bolívar, que avaló su proyecto con las siguientes palabras: “El presidente de la República viene a ser en nuestra Constitución como el sol que, firme en su centro, da vida al Universo”.

 Si bien el libertador venezolano confesaba su fe republicana, el hecho es que quiso demorar la creación de una auténtica república en América latina.

Bolívar pretendió sustituir el personalismo monárquico español por un nuevo personalismo solo aparentemente republicano. Por eso nuestro Alberdi, al advertir que la independencia “externa” de España podría no equivaler a la libertad “interna” de los latinoamericanos, se preguntó angustiado: “Ahora que nos hemos liberado de España, ¿quién nos libertará de nuestros libertadores?”. 

El renunciamiento 

Hay dos maneras de fundar un régimen político. Una es prolongar sin plazos el poder del que ha liberado al país de su antigua dependencia. Este fue el método de Bolívar. La otra es abrir el juego del poder a nuevos actores para que, entre todos, habiliten la “libertad interna” de los ciudadanos. Este fue el método de San Martín. Un método que, en vez de exaltar al libertador de la antigua dependencia, lo llevó en dirección del renunciamiento. 

Este es el método que no inaugura la pasajera exaltación de un hombre, sino la larga vigencia de un sistema. Es que los fundadores de un sistema solo lo son cuando se van. Tenemos altos ejemplos de ello en América. George Washington, el primer presidente de la democracia norteamericana, sólo la fundó de verdad cuando, después de haber ejercido el poder por dos períodos sucesivos de cuatro años, entre 1789 y 1797, decidió irse a su granja como el héroe romano Cincinato. Fue a partir de ahí que los Estados Unidos iniciaron su larga travesía republicana, que lleva más de dos siglos de ininterrumpida vigencia.

Pero el ejemplo de Washington no ha sido el único en América. En 1994, después de haber ejercido por cuatro años la presidencia de Chile tras la dictadura de Pinochet, Patricio Aylwin resistió a pie firme las presiones que lo incitaban a promover el cambio de la Constitución para ser reelecto. La república estable que es hoy Chile nació en ese momento de renunciamiento, porque, desde su gran ejemplo inaugural, ninguno de los sucesores de Aylwin ha pretendido la reelección inmediata. El Chile de hoy es una auténtica república porque no prevaleció en sus inicios ningún “bolivariano”. 

Pero no habría que irse demasiado lejos de nuestras playas para encontrar otros presidentes “sanmartinianos”. La fórmula del renunciamiento no pudo aplicarse entre nosotros en vida del Libertador porque la “dictadura perpetua” de Rosas duró de 1829 a 1852. No bien aprobada la Constitución de Alberdi que todavía nos rige, empero, Urquiza, el primer presidente constitucional, no buscó ser reelecto. 

Después vino la serie de los grandes presidentes, de los Mitre, Sarmiento, Avellaneda y Roca, ninguno de los cuales aspiró a ser reelecto de inmediato y sólo uno de los cuales, Roca, fue reelecto después de dos períodos de seis años, en cuyo transcurso otro presidente de la talla de Pellegrini pudo gobernarnos. La Argentina del impar crecimiento económico de fines del siglo XIX y de principios del siglo XX, en suma, no fue bolivariana sino sanmartiniana. 

¿Bolívar vuelve? 

¿La Argentina de hoy sigue siendo sanmartiniana? Es lícito dudarlo. El proyecto de elegir a uno de los Kirchner en lugar del otro, ¿se pareció más en cambio a la pretensión de fundar una “copresidencia perpetua”, de signo bolivariano? 

¿A qué se debe en todo caso el eclipse de nuestra tradición sanmartiniana? Podrían encontrarse dos causas de esta regresión institucional. Una, la hostilidad de piel de los Kirchner contra las Fuerzas Armadas, que implica retirar de escena al más grande de los generales de nuestra historia. La otra, la influencia confesadamente bolivariana del dictador venezolano, Hugo Chávez, que mucho daño le causó a nuestras instituciones. 

Cuando Chávez se confesaba bolivariano, quería hacer dos cosas. Una, homenajear con justicia a uno de los dos grandes libertadores latinoamericanos. La otra, replicar el modelo bolivariano de la “presidencia perpetua”. La ambición del poder ilimitado que tuvo en Chávez su máxima expresión en nuestra América viene a coincidir por otra parte con nuestra historia reciente porque, de Perón en adelante, la idea de la presidencia perpetua se expandió entre nosotros.

A poco de ser elegido presidente en 1946, en efecto, Perón promovió con éxito una reforma constitucional que incluía la reelección indefinida del presidente. Su ejemplo fue seguido después por dos gobiernos militares que, con diversos métodos, pretendieron un poder sin plazos: el de Onganía en 1966 y el de Videla en 1976. Pero la Constitución de 1853 volvió con la democracia en 1983 hasta que Menem quiso y obtuvo, con el respaldo de Alfonsín, el regreso de las reelecciones inmediatas. 

Estamos en un tiempo de dudas y peligrosas asechanzas donde lo “bolivariano” del presidente perpetuo se arropa con atuendos democráticos y republicano, pero esconde el empecinamiento no desechado del autoritarismo que a nuestra argentina le costó mucha sangre y atraso, principalmente en la época de Juan Manuel de Rosas, quien se constituyó en el primer populista de nuestra historia. Con ese modelo inicial obtuvimos decadencia, pobreza y apartamiento del mundo.  

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