Un día antes de que Fernando de la Rúa renunciara como presidente de la Nación, la Iglesia convocó a numerosos actores sociales para buscar soluciones a los problemas más acuciantes del país. Luego del derrotero de cinco presidentes sucedidos en diez días y frente al reclamo social del “Que se vayan todos”, el clero, junto con el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (Pnud) impulsaron la Mesa del Diálogo Argentino, un encuentro multidisciplinario y multipartidario dirigido a hallar consensos básicos para buscar salidas a la profunda crisis tras el estallido de 2001.
A principios de 2002, durante el gobierno de Eduardo Duhalde, vio la luz el primer documento de aquella convocatoria, que se llamó “Construir la transición”. Desde estas columnas, celebrábamos para entonces –hace ya 20 años– que empezáramos a trabajar los argentinos en valores comunes tendientes a recuperar la confianza, reconocer al prójimo, respetar las reglas de juego y recobrar la credibilidad moral ligada a la honestidad y a la transparencia. Resaltábamos la imperiosa necesidad de poner en práctica una mayor justicia distributiva y una austeridad compartida, y a rescatar la identidad nacional como la justa valoración del pasado en aras de construir un proyecto de país del que todos fuéramos parte.
Sabíamos que no iba a ser fácil revertir el sentimiento de una sociedad cargada de desconfianzas, por lo cual resultaban imprescindibles actos concretos de renunciamientos, aboliendo toda clase de privilegios y prebendas.
En aquel primer documento de la Mesa del Diálogo se expresaba, con acierto, que existía en el país una tendencia a no asumir las propias responsabilidades, que llevaba a culpar al otro sin una paralela consideración de las propias fallas.
El periodista José Ignacio López, exvocero de aquel espacio de encuentro multisectorial, lamentó que todo ese esfuerzo se haya diluido. “Fue una experiencia enorme. Hicimos todo lo que pudimos, pero han pasado 20 años y está claro que el carácter de la crisis argentina sigue siendo moral. Seguimos echando la culpa al otro cuando todos tenemos algo por lo que responsabilizarnos”, dijo a La Nación sin perder la esperanza de que, de una vez por todas, se depongan odios y egoísmos y se hallen puntos de encuentro para salir adelante como sociedad y como país.
Pasaron más de 12 años y no tenemos defensor del Pueblo; llevamos casi 26 sin ley de coparticipación federal de impuestos; no hay acuerdo para completar la Corte con su actual composición pero, a cambio, se pretende ampliarla con el solo objetivo de lograr impunidad para la vicepresidenta y sus cómplices, y muchas otras leyes de fondo no se sancionan por intereses mezquinos
Resulta en extremo doloroso que durante estas dos últimas décadas hayamos profundizado esos desencuentros. Sin dudas, la dirigencia política tiene mucho que ver. No ha podido ponerse de acuerdo para buscar soluciones a temas urgentes de la agenda diaria de los ciudadanos: la inflación que carcome los ingresos, afectando siempre más a los que menos tienen; el crecimiento tan desmesurado como vergonzoso de la pobreza en el país mientras crecen injustificadamente los patrimonios de numerosos funcionarios, el narcotráfico, la inseguridad, la decadencia educativa y tantos otros asuntos invisibilizados por sectores políticos más ocupados en defender parcelas de poder personal que en atender al bien común.
Hoy, como en 2001 y como también ocurrió en 1993 –previamente a la reforma de la Constitución nacional– vuelve a llamarse al diálogo. Pero resulta sumamente grave que se lo convoque desde el insulto, la arenga facciosa, la provocación, el escrache y la mentira. No puede esperarse una respuesta rápida ni satisfactoria frente a un llamado en el que no se puede disimular la mala fe del Gobierno.
Muchos de los actores que dicen impulsar esos encuentros son los mismos que durante largos años impidieron avanzar en acuerdos en la propia casa por excelencia del diálogo político: el Congreso de la Nación.
Para abrir el diálogo se necesita mucha humildad y trabajar muy duro, anteponiendo el interés del conjunto de la sociedad al individual. La clave es ponerse en los zapatos del otro. Todos tienen algo de razón, merecen hablar y ser escuchados. Es necesario saber resignar para poder avanzar. Consensuar es más que un verbo: es una construcción colectiva, que requiere respeto y buena fe si se quieren obtener compromisos duraderos.