Con el declamado propósito de que en la Argentina haya cada vez más universidades públicas, de cercanía y gratuitas (aunque, en rigor, ninguna lo es), legisladores nacionales del oficialismo y algunos sectores minoritarios de la oposición impulsan la creación de ocho nuevas universidades nacionales. Se trata de iniciativas que, en la mayoría de los casos, han despertado suspicacias por no estar basadas en un planeamiento estratégico de la educación superior, sino en razones meramente políticas.
Existen en nuestro país 58 universidades nacionales, una tan elevada como inhabitual cantidad para la mayor parte del mundo. Pensar en seguir alimentando su desmedido crecimiento resulta otro grave despropósito cuando no hemos podido resolver los severos problemas de los niveles inicial, primario y secundario, agravado todo esto por un contexto económico signado por un gigantesco déficit fiscal. En opinión de no pocos especialistas, una de las mejores maneras de apuntar a reducir la marginalidad y la desigualdad es invertir en las personas durante sus primeros cinco años de vida. Sin embargo, en la Argentina, menos de la mitad de los niños de tres años recibe educación formal, al tiempo que nueve de cada diez alumnos del nivel primario concurren a las escuelas durante apenas cuatro horas diarias. Y, por si eso fuera poco, solo termina la educación secundaria alrededor de la mitad de la población en condiciones de recibirla. Este triste escenario se completa con una muy baja calidad educativa, como se advierte en las distintas pruebas de evaluación del aprendizaje, y con una creciente brecha entre el nivel de los alumnos de escuelas privadas y públicas, sumado a preocupantes índices de repitencia y deserción.
Pese a la necesidad de reforzar estas prioridades, asistimos a una insólita carrera por sumar más y más universidades nacionales, que se agregarían a las 17 creadas durante las gestiones kirchneristas, muchas de las cuales provocaron fuertes controversias. Hacia fines de 2022, el oficialismo intentó sin éxito aprobar en la Cámara de Diputados de la Nación la creación de ocho nuevas universidades. Cinco de ellas estarían en la provincia de Buenos Aires: Delta (Tigre, San Fernando y Escobar), Pilar, Saladillo, Cuenca del Salado (Cañuelas) y Ezeiza. Otras dos se ubicarían en Río Tercero, Córdoba, y en Paraná, Entre Ríos. La última sería la de las Madres de Plaza de Mayo, en la Capital Federal, que se constituiría a partir de la transformación del actual instituto universitario de dicho nombre, dependiente del Ministerio de Justicia de la Nación, en universidad nacional.
Al igual que este último proyecto universitario, derivado de una fundación que protagonizó recordados escándalos, como denuncias de estafas con fondos públicos destinados a la construcción de viviendas sociales, otras iniciativas han sido objeto de justificadas críticas.
La proyectada Universidad Nacional de Ezeiza, por ejemplo, surgiría a partir de la nacionalización de la actual Universidad Provincial de Ezeiza, dependiente de la provincia de Buenos Aires. Se trata de un proyecto, impulsado por Victoria Tolosa Paz y Daniel Gollán, entre otros conspicuos dirigentes del Frente de Todos, que provocó airadas quejas en la oposición, por cuanto su paso a la Nación es parte de una lucha por el poder impulsada por el intendente Alejandro Granados. El traspaso a la órbita nacional no incluiría a las actuales autoridades de la casa de estudios, lo cual constituiría otro avasallamiento a la autonomía universitaria y a la ley de educación superior. El propiciado crecimiento de los proyectos universitarios nacionales, más que a genuinas necesidades de formación profesional, obedece a criterios políticos que buscan favorecer a determinados dirigentes o punteros partidarios. Una vez más, recurrirán al erario público para ubicar convenientemente y financiar a los propios en distintos puestos de las nuevas estructuras. El peligro es evidente: que las supuestas casas de altos estudios se conviertan súbitamente en nuevas herramientas para el proselitismo y en flamantes y suculentas cajas para la política. No es cuestión de crear más instituciones, sino de planificar adecuadamente los objetivos en materia educativa, apuntando a optimizar la asignación de los recursos presupuestarios para mejorar la calidad académica en todos los órdenes, mucho más en los niveles obligatorios de enseñanza, cuyos beneficiarios son más numerosos y cualitativamente más importantes. Continuaremos comprometiendo el futuro de un país que, en lugar de atender sus verdaderas prioridades educativas, prefiere seguir transitando la senda del populismo universitario al ritmo de inescrupulosos funcionarios.