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Juan Meneguín, el astrónomo de la palabra

El asaltante inicia hoy un recorrido por las voces vivas de la poesía argentina. Cada poeta nos acercará, además de poemas, su visión de la poesía.

Domingo, 15 de octubre de 2023 a las 01:00

Por Rodrigo Galarza

Juan Meneguín nació en Concordia, Entre Ríos, en 1958. Es profesor de Castellano, Literatura y Latín y aficionado a la astronomía. Ha publicado entre otros libros: “Cantos apocalípticos y otros poemas” (1987), “Ragas en la niebla” (1991) “Papel España” (Pliego, 1993), “Religión de Misterios” (Premio Fray Mocho, Editorial de Entre Ríos, 1999).Recientemente el sello El Suri Porfiado, ha publicado una selección de su obra inédita en libro pero escrita en los años 1997 al 2023, bajo el título “Astronomías para nictálopes”.

 

Alguna idea sobre poética

Más allá de las consabidas definiciones –que sólo estrechan el pensamiento- es harto difícil hablar de qué es la poesía, porque es como hablar qué es bosón de Higgs y por qué es lo que es. Como hablar de la felicidad y por qué es lo que es. Sin dudas de todas las expresiones artísticas, la poesía es la más elusiva, la más tenue, en cuanto a su conceptualización, pero una cosa es certísima: la poesía rehúye de la mera expresión de sentimientos, de vulgares manifestaciones sentimentales, de “pulsaciones momentáneas del corazón o de efluvios del alma.” La Poesía grande, se entiende, así con mayúsculas. Como dijo el poeta Víctor Redondo, hace muchos años: “Me tienen podrido los versitos.” (…)

 

Las influencias sin angustia

Sin embargo, el arte no produce nada por generación espontánea. Mi “poética”, si es lícito hablar de ello, se remonta a las más lejanas voces y las escrituras, desde los poetas chinos de la dinastía T’ang, Whitman, Trakl, Rilke, la generación beatnik... Después los latinoamericanos, no muchos; después los románticos alemanes, los poetas errantes del trobar clus de los siglos XII y XIII; y los entrerrianos con Alfonso Sola González, Juan Alberto Ruiz, Marta Zamarripa y Ema de Cartosio, aparte de Juanele por supuesto y Mastronardi, la gran poesía de la Generación del 40. Y los poetas del “Dolce stil novo” y los helénicos como Ritzos y Elytis, Seferis y Cavafis, y también Pound y Eliot… tanto de tantos! Y he sobrevivido a los grandes Neruda y Darío, grandes de nuestra lengua pero fácilmente adictivos. (…)

 

Mirar al centro, mirar desde el centro, mirar desde todas partes

La miopía regional y la universalidad estrábica. Porque el centro está en uno mismo, como un espacio cuyo eje cósmico es la palabra. Cada poeta debe ser un centro de gravedad y no un asteroide desbrujulado en busca de un satélite llamado Buenos Aires o la capital de la provincia donde asirse para sentirse seguro o protagonista. Cada gran poeta que fue, fue su propio centro de gravedad. Además, como dijo alguna vez Francisco Madariaga, “ya es muy tarde para ser de una sola provincia”.

El regionalismo es miope: se mire desde donde se mire, Buenos Aires es furiosamente regionalista con sus capillas y sus academias y sus cánones al modo de los Harold Bloom para quienes sólo pueden hablar de una sola poesía escrita en una sola lengua, siempre central.

En la angustia por ser moderno, se termina siendo anacrónico. Y en la testarudez por ser tradicional también se termina siendo anacrónico. Y se termina siendo costumbrista-regionalista. ¿Qué más regionalista que Gianuzzi, para citar un solo ejemplo?

Debemos escribir o componer sin pensar en esas cuestiones, que cada día resultan más y más estorbo para la imaginación. La vanguardia es retardataria. Todo lo más nuevo ya lo inventaron otros (y quizás con resultados más felices. Al menos sigo prefiriendo el futurismo de un Khlebnikov puteando en ruso que al conservadurismo de un pibe puteando un slam).

Una noche, hace alrededor de 20 milenios, un ser humano salió de la caverna y contempló el cielo estrellado, único como sólo entonces pudo ser, con la Vía Láctea de polo a polo en todo su esplendor. Vio la Vía Láctea y la llamó “Camino de la noche”. Nunca sabremos si aquel desconocido homo sapiens sapiens (macho o hembra es irrelevante) estaba haciendo poesía, estaba haciendo astronomía, o estaba haciendo las dos cosas. Ese misterio es el caracú de la poesía, hasta nuestros días. Y lo será siempre

 

Escuchando el otoño en las campanas de viento

El cielo gira entre las cuerdas del llamador de ángeles.

El jardín ha sido invadido los tacos de reina,

sus hojas levitan en la mañana temprana

y parecen como de una especie venida del espacio,

su clorofila extraterrestre, sus campanitas de flores

habitan el aire, no la tierra que los nutre.

Tan ingrávidos en el sonido de la mañana,

tan resueltos a permanecer flotantes

como delicadas naves espaciales y detenidas en puertos de escala;

el rocío en ellas se condensa con grandes gotas

cuyo reflejo es un jardín convexo

donde las monarcas curvan sus alas

a una mirada de múltiples mundos

y en todos ellos vibra una hojita circular

con una gota diamantina y atrapada en su capilaridad.

Es otoño reciénvenido. Hay un viento bonancible

en las campanas circulares, y en las formas de las piedras

de otro resonador, que cuelgan simétricas

y descomponen la luz del ágata en todas direcciones.

El viento se enreda en las cuerdas de las piedras y de los tubos,

se detiene un apenas en los sonidos bajos

como si la mañana exhalara los últimos aires de la noche.

El viento del sur atraviesa la mirada, ahora plena de nubes en fuga

y no hay otra imagen en el espacio luminoso

que sólo un vuelo de garzas mudando geografías.

Hoy he visto el amanecer en una gota de rocío

y el trabajo de los seres mínimos por renovar la vida.

La brisa del río llegaba hasta el jardín

y allí quedaba en el vuelo de los pájaros tempranos.

Llegaba hasta las campanas tubulares y las piedras resonantes

y se descomponía en tonos y microtonos como una antigua melodía,

inmóvil de cadencias, ingrávida de ritmo.

Al mediodía he sentido el olor de la cocina,

como nunca antes, pero almorcé solamente cuando tuve hambre,

y sólo lo necesario antes que el mundo se detuviera con la siesta.

Y la copa de vino fue una sola copa de vino. Y el cigarro

que encendí quizá fuese el último tabaco que encendiera.

Pero a media tarde dejaron de sonar las campanas y las piedras

con el movimiento de la ciudad que nos invadía.

A media tarde terminaba yo la lectura de viejos poetas

de viejos libros que no volvería a abrir a tocar a leer.

Y llegó el ocaso y el gran silencio nos envolvió,

llegó el crepúsculo vespertino y ese gran silencio

fue pánico en el vuelo de las criaturas del aire.

El rito del té se recrea sin pretenderlo sin exotismo sin frivolidad

— el mejor té rojo en la mejor porcelana

para que se aquieten y descansen sus hebras finas

y su vapor nos recuerden otros atardeceres, por un momento,

otros otoños cuando los días venideros no importaban

y el tiempo era la cuerda tensada de un arco

cuya flecha nunca llegará a cruzar el cielo ni encontrar su blanco—

 

Cuando mi padre comía flores

La visita del alma fue entre dos pinos,

rendidos de tormentas y calandrias...

Yo supe colgar allí un pizarrón

donde escribía haikus al modo de Matsuo Basho

pero el rocío de las noches insistía en desteñirlos

o corregirlos, que es casi lo mismo,

y la noche en que madre olvidó descolgar el pizarrón

llovió más que nunca esa noche;

el mejor de los versos se perdió entre las agujas de los árboles

y a la mañana padre miraba con sonrisa en sus ojos

y le daba al martillo enderezando fierros

que después serían antenas de TV o cabreadas.

Pero eso fue antes de que empezara a comer flores.

Para cuando empezó a comer flores

elegía la más sabrosa de los gladiolos,

y como quien no quiere al pasar robaba un pétalo;

las rosas, decía, son todo un bocatto di cardinale,

aunque las preferidas eran las más humildes,

el jazmín del cielo, la flor del trébol.

Eso fue antes del cáncer y los intestinos revueltos

cuando se complacía en cambiar,

desterrar o regalar los mejores helechos

creando odios interminables entre suegras y nueras

a causa de un culantrillo y algunas margaritas

comidas como lechuga en ensalada.

Ahora me visita, con una blusa azul de ferroviario del ’50,

con su gastado pantalón de sarga y una varita de hinojo en la mano.

Se sienta en el viejo banco bajo los pinos,

se rasca la cabeza y me pregunta qué,

el Chicho me pregunta con el gesto qué hice con la vida:

no la dejes a tu madre, me dice,

acordate de cambiarle el aceite a la cupé.

Distraídamente deja caer una mano de costado

arranca una florcita blanca y la mira atento,

estudia la corola cuatro pétalos el estambre rubio,

y la lleva a su boca, la mastica despacito.

En sus ojos pasan las nubes que pasan,

brillan como relojes andando para atrás.

El alma de mi padre sonríe por algo que no entiendo.

Todavía no entiendo. Sólo lo veo a él,

comiendo flores como en sus mejores días

 

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