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Por Juan Carlos Raffo
Especial para El Litoral

Al atardecer del día 7 de noviembre de 1810 comenzó a anunciarse en la Villa de Curuzú que el ejército del general Manuel Belgrano se aproximaba.
Quien lo estaba esperando con numerosa caballada de refresco fue el comandante Casco y Mendoza, incluso para que monten los infantes. Le ofrece a Belgrano un carricoche debido a que estaba enterado de su escasa salud. 
Los estaban esperando en las afueras de la Villa, por el camino al Entre Ríos, un grupo de jinetes del escuadrón de Frontera Sur. Belgrano bajó del carricoche y decidió ingresar al caserío montando un corcel que le arrimó el comandante Casco y Mendoza.
En la plaza de la población “con veinte o treinta ranchos diseminados” (según deja constancia Belgrano en sus “Memorias”), frente a la Comandancia (actual Comisaría) lo esperaban el juez comisionado por Corrientes, Don José Ignacio Ledesma, que sustituyera al fallecido don José Zambrana; el señor cura vicario de San Roque, que se venía desempeñando como párroco local, Don Manuel Antonio Maciel; el capitán retirado don Ángel Escobar y Córdoba; el capitán reformado Don Mateo Bermúdez; los caracterizados vecinos Pedro Marote y Mariano Cáceres (padre del futuro general Nicanor Cáceres); Antonio Insaurralde y sus once hijos; Don José Gabriel Casco (hijo del comandante y su futuro sucesor en el cargo) y la mayoría de los propietarios de las 64 viviendas levantadas a pedido del finado Zambrana. Todos acompañados de sus esposas, sus criados y esclavos.
Las damas (entre ellas la viuda del comandante Don Tomás Castillo) y demás mujeres con sus gurises, sus criadas y esclavas, y las indias mansas bautizadas estaban  ubicadas delante de la capilla. El sol ya se ocultaba, el calor aún se hacía sentir y las chinitas apantallaban a las damas de buena posición con abanicos trenzados de caranday tejidos por los pagueros de la otra banda del río Corriente. Apagaban la sed con limonada.
En la formación de la tropa local frente a la Comandancia figuraban el alférez Laureano Acuña (de una familia que daría una larga lista de militares y funcionarios distinguidos), el teniente Tomás Orué, los sargentos Juan Florencio Soler, Juan Ignacio Cristaldo y Andrés Benítez. 
Un mocetón aindiado, bajo, delgado y muy ágil, logró despertar la curiosidad del general Belgrano en un redomón y blandir una lanza con gran destreza. Se trataba de Manuel Vicente Ramírez, al que apodaban Ramírez Chico. Este lugareño ya fogueado en luchas integraría la expedición al Paraguay.
La tropa fue a levantar campamento en donde sesenta años después sería la plaza Alvear. La tradición de la familia Contreras cuenta que la bisabuela Beatriz Amarilla les cebaba mates a los sargentos en su casita que aún existe en el ángulo S-O de Belgrano y Don Bosco.
Es seguro que Belgrano, buen católico, habría penetrado a la humilde capilla acompañado por sus oficiales y las autoridades lugareñas. ¿Habrá sido invitado a hospedarse en alguna casa de las más espaciosas y mejor ubicadas? 
A tanta distancia del centro del poder político y militar, la capital del Virreinato, aún no estaban todos convencidos de que ya no existía una autoridad real venida desde la península ibérica y que los criollos eran los nuevos mandatarios. El accionar de este personaje en nuestro medio rural sería lo que los convencería de la nueva realidad.
En las noches era costumbre de Belgrano recorrer el campamento, por su poco sueño. Encontró que el centinela abandonó servicio bélico, guardia y campamento. Avisa al Sargento de cuarto quien tomaba mate junto al fogón y éste constata que también se había fugado otro soldado de la Caballería de la Patria. Se habían escurrido como anguilas en la oscuridad, con sendos matungos ensillados. La partida perseguidora los encontró en un montecito al amanecer.
El día 8 temprano envía Belgrano un oficio a la Junta de Gobierno donde relata la llegada a esta Villa con solamente dos desertores, que al capturarlos, los hizo fusilar delante de la tropa formada. La 4ª División llegaría el 9, por las carretillas tiradas por caballos que “no son a propósito para la guerra, y por lo tanto pienso llevar los más precisos, para lo que sea una marcha violenta y conducir algunas municiones; toda la demás carga intento que vaya en carros de bueyes. Me mueve también a esto, el que vamos a una provincia donde las carnes son escasas; y si por alguna casualidad los víveres no nos llegasen a tiempo, tendríamos un socorro en nuestros bueyes, que por otra parte son baratísimos aquí.”
“Aún no he decidido el camino que debo llevar con el Ejército, pues espero avisos y noticias oportunas; entre tanto, se están arreglando ruedas, y poniendo los útiles en estado de servicio, y a fin de evitar todo obstáculo que impidan las marchas. Dios guarde a V.E. Cuartel general de Curusuquatiá a 8 de noviembre de 1810.”
Para el día 9, reunidas su tropa y la del acantonamiento local, deja a cargo del 2° jefe, el sargento mayor don José Ildefonso Machain, el reclutamiento de nuevos reclutas voluntarios y el adiestramiento de toda la tropa.
Belgrano tuvo muestras del entusiasmo de los pobladores al recibir espontáneamente algunos auxilios, como el de doña Andrea Benítez, pobladora de un campo en la zona de la actual Parada Acuña que le dona un lote de vacunos. Esta desprendida dama falleció a los 123 años, el 11 de enero de 1921 en Parada Acuña.
En carta del 11 de noviembre al Gobernador Galván, le dice: “Quedo enterado por la lista que V. me acompaña en su oficio del 31 pasado, de los sujetos que han hecho donativos para el auxilio del Ejército de mi mando; deles gracias en mi nombre, mientras yo pueda manifestarles de otro modo mi gratitud.”
El 15 de noviembre vuelve a escribir desde Curuzú Cuatiá: “Celebro infinito el fuego que se ha apoderado de sus compatriotas; cébelos usted cuanto más pueda, y al efecto, desde ahora le manifiesto tome sus medidas para acompañarme con la gente que pueda, a lo que cuando no sea más que lanza y cuchillo...”. Otro gran auxilio se lo dio en Curuzú don Pedro Marote, cuyo nombre lleva un popular Arroyo en las cercanías de esta ciudad.
Belgrano limpio de vanidad, solo quiso dejar tras de sí el fulgor de la buena fama. Su pobreza heroica fue permanente. Y amó la verdad y quiso representarla en todos los senderos que recorrió con andar de heraldo y de misionero. No se apoyó en el mal para crecer ni empequeñeció a quienes se cruzaban en su camino. 
Sobre sus deseos personales puso siempre la necesidad de la patria y la voluntad de Dios, seguro de no equivocarse. No desdeñó nada que fuera útil para la felicidad de su pueblo. 
La escuela, el periodismo, las instituciones, la simple cátedra del quehacer cotidiano. Humildemente aprendió lo que no sabía, y con humildad sembró su ciencia, no por vanagloria ni buscando retribuciones materiales, sino con la generosa entrega de quien sirve un ideal redentor.
Por eso en todos sus trabajos, en todos sus afanes, en sus triunfos y en sus fracasos, brilla siempre la llama de una fortaleza moral incorruptible y ejemplar. 
Por eso Belgrano vive, tremolando libre, sobre la esperanza argentina. Y por eso, también, se ganó el honor de ser un Padre de la Patria, junto con José de San Martín.
Podremos construir verdaderamente una Nación cuando también valoremos a las personas no solo por sus hechos, no solo por los resultados, sino por las conductas, por el esfuerzo. 
Gracias por todo, general Manuel Belgrano.

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