Por Enrique Eduardo Galiana
Moglia Ediciones
Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”
— Escuche don Juan -dijo Ramiro que andaba dando vueltas por el barrio, cerca de las calles Rivadavia y Brasil en lo que se conoce como Villa Basura- ¿En aquella casa que conserva su antigua fachada de humildad vivía don Negro, el sastre?
— Sí -contestó don Juan-. Cómo no lo voy a conocer, si era la salvación de casi toda la vecindad en cuanto a caída de botones, arreglo de sacos, pantalones, ampliaciones,
planchado, hasta de sombreros… Los dejaba como nuevos, tenía una plancha eléctrica, de hierro, que pesaba una barbaridad. Con ella los sombreros volvían a adquirir su forma.
— Sí -afirmó Ramiro- el paño parecía obedecerle. Primero lo mojaba con una especie de pincel fabricado de trapos, usaba de contenedor de agua un viejo frasco marrón de Nescafé. Pacientemente limpiaba la superficie de manchas con bencina, luego humedecía el sombrero con el pincel, para luego plancharlo con una tela blanca limpia colocada entre el paño y la plancha. ¡Qué paciencia, quedaba como nuevo!
A lo que acotó Juan:- “Hasta cambiaba la seda del forro interno del sombrero, era un artista”.
A su lado su esposa cebándole mate, eran inseparables.
Conversaban, se reían, leían el diario juntos y a la tarde-noche se sentaban en la vereda a seguir la charla, saludando a los transeúntes. Especialmente mantenían coloquio con los vecinos que arrimando sus sillas formaban un nutrido grupo.
Ramiro, después de un suspiro como evocando viejos tiempos, manifestó: “Eran una pareja muy unida, se amaban. Pero los años llegan para todos y los achaques comenzaron por minar la salud de ambos. Se internaba uno, volvía, se internaba el otro y el ciclo continuaba. Don Negro era mayor, superaba los ochenta años; en cambio doña Matilde, su esposa, andaba por los setenta y tantos. Lo hermoso era observarlos tomados de la mano o cuando uno de ellos volvía del sanatorio. Esos abrazos mostraban sentimientos que se fueron perdiendo con el tiempo o poco se ven ahora”, remató.
Cuando la muerte se llevó a doña Matilde para que no sufra más en vida, sacándole el peso de tanto trajinar y luchar, el hombre quedó solo y sin consuelo.
Los que fueron al entierro de su esposa escucharon claramente decirle frente al nicho: “esperame Matilde, pronto iré con vos”, entre lágrimas contenidas, tocando el frío mármol de su desdicha.
Cuando volvió a su casa, en la calle Brasil, hizo un juramento de guardar silencio y dejarse morir. Salud tenía, vejez le sobraba. Determinación extraordinaria que respetó a ultranza. Solo a uno de sus hijos le hablaba, poco y nada; a
su nuera, esposa de ese hijo, le apretaba la mano, pero nada más.
No pasaron muchos meses cuando una mañana de sábado la muerte se apiadó y lo llevó al mundo oculto de los espíritus. Juntos están enterrados quienes vivieron desde 1945 hasta el año 2000, fatídico en la república.
Los que habitan la casa observan la poca gente del barrio que aún vive y que conocieron a Matilde y a Don Negro, en algunas noches suelen ver sentados a dos ancianos charlando animadamente en la vereda, tomados de la mano. Sus presencias son espectrales, difusas, tornadizas y sus conversaciones siguen alimentando el silencio de la vieja calle Brasil, hoy de movido tránsito.
Son espíritus benignos caminante, no te asustes.
Lo interesante del caso es que cada uno luchaba hasta lo indecible para no morir, para no dejar solo al otro. No pensaban en ellos sino en su amor, en su compañerismo, en
su amistad y deseaban que cuando cruzaran el umbral de la muerte lo hicieran juntos. No pudo ser, unos meses de diferencia se tomó la parca para llevarlos en la barca del infinito.
Lo dije en otra oportunidad y lo repito: amor como estos son ejemplos en la humanidad. Sacrificio, esfuerzo, trabajo fueron siempre su norte; solidaridad, amistad y bondad sus valores. Hoy, en el mundo de los espíritus, continúan
regando sus plantas que sobreviven floreciendo por ventura de los que quedamos en el viaje a lo eterno.
Los buenos espíritus rondan protegiendo sus frutos, no los abandonan nunca. Nada los amedrenta. Recuerda a tus padres y hónralos.