Segunda y última parte.
Primera parte disponible aquí.
Dolores sin sospechar la maldad oculta de su paciente, le recomendó una crema que ella fabricaba de hierbas medicinales aprendida de los indios. No podía decir que lo tenía en un libro de medicina prohibido. Además, le recomendó a la mujer que se esmerara en la limpieza de su casa, con los
desinfectantes de la época, porque podría tratarse más de higiene que de enfermedad; agregando que debía higienizarse más seguido.
Esa fue la gota que colmó el vaso, que una golfa descastada la ofendiera de esa manera, no podía aceptarlo. Se quedó mirando a su alrededor, no había santos, pero un libro sobre la mesa de la casa de la curandera le llamó la atención. Cuando Dolores fue a traer del fondo unas hierbas para la infusión que le recomendaba, la mujer abrió el libro: era el prohibido, el secreto que Mauricio había olvidado.
Contempló las imágenes diabólicas para la época, era cosa del diablo.
Cuando Dolores volvió para entregarle los yuyos, advirtió el libro sobre la mesa abierto, ella lo había dejado cerrado. Mauricio no estaba, la mujer posiblemente había hurgado pensó, estaba en peligro, sabía del fanatismo y la irrespetuosidad de las personas cerradas.
Cuando la señora se marchó corrió a ocultar el libro en el arcón, en el lugar secreto y sacó un libro del Fuero Juzgo y lo dejó abierto como vio el anterior.
La paciente de distinguida procedencia, según ella, con maldad en el alma, embrutecida por las figuras extrañas, entendía que era un libro prohibido, hasta allí llegaba su inteligencia. Corrió hasta la Iglesia Mayor y habló con un sacerdote, de esos ortodoxos que ven diablos hasta en el aire y vaya a saber en qué otras cosas producto de su hipocresía, esclavista y mentirosa, porque era conocida sus relaciones sexuales con las esclavas negras y otras no tanto, de las rancherías cercanas.
Inmediatamente puso en conocimiento del Cabildo la existencia presunta de una bruja en la ciudad, notificando a la vez a los dominicos, franciscanos y mercedarios, casi sus vecinos. Se sumaba a ello la circunstancia que la manga de langostas reciente había arruinado los cultivos de los pobladores de la ciudad. Prometía hambruna, provocando tristeza y desesperanza en el pueblo, que pedía a gritos, procesiones mediante protección divina. Para colmo, en el derrotero del enjambre de langostas no estaba la casa de Dolores, que por casualidad quedó exenta de la depredación, como algunas otras.
No faltó que el grito de brujería del fraile alentara una pueblada exigiendo castigo divino y humano. Porque necesitaban un chivo emisario para frenar la ola de desesperación que invadía al poblado. Brujería gritaban y el bramido se contagiaba con una locura veloz.
La víctima de la imputación era una mujer que vivía en ilegítimo concubinato con un negro, no podía ser menos y poseía un libro para lograr sus hechizos.
El Cabildo, integrado por excelentes ignorantes y fantoches, atizado por los curas endemoniados, encontró al emisario que llevaría los pecados fuera de la ciudad. Acompañados por la fuerza armada, los Alcaldes, regidores y populacho se dirigieron prestos a la casa de Dolores la curandera, procedieron con violencia a buscar el libro endiablado.
No se calmaron con la explicación de la infeliz mujer, ni con la exhibición del Fuero Juzgo. Rompieron el arcón a los hachazos, hallaron los libros de medicina y como no sabían leer ni escribir en su mayoría, las figuras eran diabólicas, de cuerpos humanos, músculos, circulación de la sangre y otras. A ello se sumaban los milagros de curaciones, que no eran otra cosa que ciencia, que ayudó a nacer a la mayoría de los hijos de los que hoy pedían a gritos su eliminación.
La pobre Dolores fue sometida a la Inquisición, un dominico presidía el terrible y nefasto tribunal.
Sumado a esto que tenía un perro, un gato negro y blanco, un plantel de gallinas y dos gallos, uno rojo y el otro negro. Todas pruebas de la existencia del diablo en la pobre mujer, según afirmaban los clérigos del oscurantismo más profundo. Sus mentes en la psicosis estaban pobladas de duendes, fantasmas, diablos de todos los colores y formas.
Era imposible que superaran la nefasta ignorancia que los embargaba.
Ante el Inquisidor dominico compareció el cura exaltado, héroe de carnaval, fantoche de la chirigota, junto a la denunciante y otros que sumaron relatos fantásticos. Algunos la vieron volar en una escoba, otros bailar con el negro que se convertía en macho cabrío, y tantas sandeces que es mejor abreviar.
El perito médico, ilustre ignaro sangrador el barbero del pueblo con los regidores, procedieron a comprobar en el cuerpo de la infeliz Dolores las marcas del diablo; según el libro del martillo de las brujas. Los lunares, verrugas y todas las estupideces que las mentes enfermas conciben en sus enloquecidas fantasías, eran pruebas irrefutables de la culpa. Dolores las tenía como casi todas las mujeres de cierta edad, verrugas o lunares. Pero el determinante fue uno debajo de la axila. La marca del diablo, afirmó el barbero iletrado, mugriento borracho conocido de la ciudad. No tomaba el agua de la zanja inmunda, porque era agua.
Trasladada al calabozo del Cabildo, la encartada fue sometida a torturas inimaginables: hierros candentes, estiramientos, inmersión en el agua, latigazos, rotura de dedos
y cuanta locura se imaginen.
El escribano tomaba nota de los ruegos, gritos y pedidos de piedad. Nada resultaba, el horror no paraba, le pedían los nombres de sus cómplices y de hecho Mauricio, sin que lo nombrara, apareció como cómplice del diablo.
Dolores en sus últimos esfuerzos pensó, a pesar de los terribles sufrimientos impuestos, por qué no se llevaba conmigo a la que la denunció. No fue un comportamiento
correcto, ella lo sabía, pero su flaqueza que sí la condenaba permitía cierta dulzura de venganza. Balbuceante pronunció el nombre de la mala mujer que la denunció. Expresó que estaban estudiando el libro juntas para curar los males que la llevó a su casa.
Todos quedaron estupefactos. Agregó después que el marido de la denunciante también era del grupo, que todos ellos participaban en orgías con el demonio, en la huerta de su casa. Cuando la locura se encuentra desatada no hay quien la frene. Inmediatamente los trastornados corrieron a detener a la mujer y a su marido, que gritaban su inocencia, pero estaban condenados de antemano. La brujería los había salpicado. Encontraron en la casa la crema y las hierbas de la pobre sanadora y un gato color gris; al efecto servía, no importaba ya el color, puestos a tortura confesaron todo, es decir lo que le decían que dijeran.
Con la presencia del pueblo en la Plaza Mayor, se construyó una pira de troncos y ramas, alrededor de un palo al cual se encadenarían a los rematados.
Dolores, Mauricio, la denunciante y su marido, molidos a palos y torturas, abucheados y escupidos durante el trayecto al centro de la plaza. En el trayecto uno de los sacerdotes franciscano le acercó a Dolores una hostia con un poderoso narcótico, que la dejó sin sentido. Era un buen hombre, pero debía representar su papel, la mujer se vio arrastrada hasta el lugar del suplicio y encadenada. Comenzaron las llamas, la única que no gritaba era la sanadora, mientras ardían los otros ensordecían con sus desaforados lamentos.
El buen franciscano había sido curado en Asunción por los padres de Dolores, y nunca olvidó el hecho. Sin embargo, en sus memorias reconoció que no ayudó a limpiar el
honor de la mujer, sino que acrecentó la creencia que era bruja porque no gritó. Él sabía que estaba totalmente drogada.
Triunfaron el fanatismo y la ignorancia en la ciudad de Vera, males que perdurarán por el tiempo hasta la actualidad.
De los libros nada se sabe, su destino es incierto, fueron entregados al sacerdote dominico que con los otros clérigos debían estudiarlos para aplicar el martillo de las brujas con eficiencia.
En abundantes noches el espíritu de Dolores deambula por su antigua morada, pasando el templo de San Francisco, acompañada de su leal compañero y amor Mauricio. No asustan a nadie y solo cuando se comunican con los vivos, piden justicia. Caminan por la iglesia de San Francisco, la que daba al río, en agradecimiento al sacerdote, que en ciertas noches aparece. Los tres espíritus conversan bajo la luz de la luna.