n Alimentada por años de cimiente española mezclada con los habitantes autóctonos y amoríos oscuros con los esclavos, los habitantes de la ciudad colonial de Corrientes se
formaron en los moldes cerrados de las antiguas leyes españolas.
Mamotretos de hojas de hilo escritos a mano, con ilustraciones coloridas también realizadas por artesanos, o escritos en las primeras imprentas de la Península Hispania, contenían todas las reglas de sociabilidad y juridicidad por las cuales debían regir sus vidas. La mayoría de las leyes eran más canónicas que frutos de la razón. Primaba la cruz sobre el ser humano, bajo la amenaza constante de la espada que representaba la justicia del rey. Un ser imaginado tan distante que el solo pensar diluía su forma y contextura.
Muy pocos libros había en esta aldea de analfabetos e ignorantes, frutos de la política de Estado que los mantenía así para lograr más fácilmente la dominación.
Pocos sabían leer, éstos eran los privilegiados elegidos de antemano para mandar. Generalmente clérigos y sus más cercanos sectarios, encargados en los actos religiosos únicos medios de relación social ampliada, de interpelar con el discurso a los obligados concurrentes; metiéndoles el miedo a las tinieblas, infiernos, demonios horribles, generando el terror necesario, para que la sopa de la obediencia sea bien condimentada.
La señora Dolores venía de una familia antigua de Asunción, probablemente criptojudía, ingresada a las colonias burlando el cerco del terrible tribunal de la Santa Inquisición. Aunque de santa no tenía nada y de tribunal menos.
Los padres de Dolores allá por el sigo XVI oficiaban en la ciudad de Martínez de Irala, la Asunción de boticarios, conocedores de plantas medicinales, minerales y otras artes contenidas en los libros permitidos por la autoridad del Rey y la Inquisición. Se defendían económicamente para subsistir. La niña fue aprendiendo el oficio como se llamaba en esa época de las manos de sus padres, quienes le enseñaron a leer y escribir. Si bien eran devotos fervientes como todo converso, nunca olvidaron sus raíces del pueblo del libro, el judío. En la pequeña biblioteca familiar lucían orgullosos cuatro o cinco libros de medicina, sin que faltara tampoco el Fuero Juzgo y las Partidas del rey Alfonso el Sabio. Ocultos, muy bien ocultos en el doble fondo del baúl acondicionado, se encontraban dos libros de medicina más avanzada escritos por sabios judíos y árabes.
Durante las largas noches coloniales, en una habitación pequeña aislada en el medio de la modesta casa, se hallaba el laboratorio. Equipado con cuatro sillas hechas a mano, de madera dura, asientos de cuero entrelazado, una pequeña mesa, candil de aceite que iluminaba la estancia lo suficiente para permitir la lectura silenciosa. Rodeaban este escenario botellones de cerámica que contenían sales, hierbas y otros elementos que los boticarios utilizaban en su farmacopea.
Granada y guayaba para la diarrea; ñangapirí para la presión; tilo, naranjo, amapola para tranquilizante o dolores. La lista seguía como la lavanda apreciada como exquisito perfume y desinfectante.
En las puertas del exterior de la casa, una al frente y otra al fondo, que llevaba al patio y a los retretes, colgaban campanillas de tipos cascabeles. Con la finalidad de advertir a los moradores si tocaban la puerta o pretendían forzarla para entrar, dándoles tiempo a urdir el cambio de libro en caso de urgencia. En noches de lectura con Dolores, hija única de los emigrados de las tierras lejanas de Sefará (España), sabían que en caso de urgencia la lectura del libro prohibido continuaba con cualquiera de los autorizados; marcado y acordado de antemano, en cuanto al tema todos sabían que hablarían del mismo, antes repasado. El otro volvía urgente a su lugar secreto y la escena aparecía como normal ante cualquier presencia extraña.
Pero el tiempo pasa, los padres de Dolores envejecieron sin hacer fortuna alguna, vivían al día.
Dolores no era una muchacha atractiva, si vivaz y pulcra, elegante y discreta, pero no bella. Por lo que era raro que algún pretendiente la cortejara, otros huían de su sabiduría y conocimientos. Sucesos encadenados dejaron a la pobre mujer para vestir santos como se decía en esa época.
En una de las tantas pestes que azotó a Asunción, Dolores cayó por efecto del contagio contraído por servir a los demás. Los padres seguían luchando contra la peste ayudando y atendiendo a su hija, pero los años conspiraban cola supervivencia de los ancianos. Poco a poco la peste se apoderó de ellos y los consumió, uno tras otro, rápidamente.
En cambio Dolores se recuperó, con dolor enterró a sus padres en el fondo de su casa. Ella cavó la tumba profunda para evitar a los carroñeros y que los cuerpos fueran tirados a la fosa común. Colocó una piedra con ayuda de un esclavo que sobrevivió gracias al auxilio de los boticarios. Grabó en ella a puro cincel los nombres de sus padres, fecha de nacimiento y fallecimiento. Dejaba un hito para la historia.
Con los pocos ahorros que tenía compró al esclavo Mauricio, ya entrado en años el que la ayudaba en sus tareas.
El bando de poblamiento de la nueva ciudad permitió a Dolores formar parte de esa empresa, trataría de adquirir un nuevo linaje a fuerza de sacrificio y trabajo.
Vendió su humilde morada con su mobiliario, se quedó con el arcón, los libros y los elementos de la botica y marchó con Mauricio, detrás de la columna lenta en una carreta tirada por un buey hacia la nueva esperanza. Detrás del Tupí Vera y de Hernando Arias de Saavedra, alias Hernandarias.
Fueron muchos los días de viaje, largos, cálidos y fríos.
Sin embargo, no se arredraban. Mauricio, hábil cazador siempre traía para la comida pájaros y otros animales que el camino brindaba a los peregrinos hacia la tierra prometida, que ofrecía dureza y mucho sacrificio.
Estuvieron en el acta fundacional de la ciudad un tres de abril de 1588. Observaron como el Adelantado realizaba la caminata en lo que es hoy la Plaza Mayo; cortaba pasto,
arrancaba hojas de los árboles, tomaba tierra con la mano y colocó un palo en el centro con un rollo símbolo de la autoridad real y la justicia.
Con su leal esclavo al cual enseñó a leer y a escribir, además de las artes básicas de la medicina, construyeron una choza de barro. En una estructura de madera, ayudados por otros pobladores, algunos de los cuales conocía y los había atendido.
Armado su rancho Mauricio, hábil artesano, construyó mesa y sillas precarias, atadas con cuero. El candil de bronce que vino con ellos volvió a brillar en el menesteroso rancho.
La primera noche a la hora de la cena, Dolores sobre la mesa redactó con pulcritud la carta de libertad de Mauricio.
Al día siguiente lo acompañó hasta el domicilio del Alcalde de primer voto y con intervención del escribano del Cabildo dejaron asentado la libertad de Mauricio.
Pasaron los días y Dolores comenzó con su tarea de atender enfermos, empachos, heridas de todo tipo, partos y otros desafíos. Mauricio quedó a vivir con ella negándose a abandonarla, poco a poco entre ambos la amistad se convirtió en amor. Así comenzó la convivencia de la blancura leche de Dolores con el color azabache de Mauricio. Sabían que por la edad de ella especialmente no le podría dar hijos, a lo que se respondía para qué, para que lo desprecien como mulato, no.
Mauricio recorría los alrededores buscando hierbas para su mujer; pescaba y recolectaba caracoles, cangrejos y otras especies del río y lagunas del alrededor, con los cuales experimentaban remedios nuevos. Consiguieron guayaba abundante cerca del arroyo hoy llamado Poncho Verde. Era lejos del centro, pero Mauricio cargó con la planta y creció bien en el patio del rancho. Las semillas de granada dieron su fruto, de muchas una dio una planta que se desarrolló briosa. Plantaron ñangapirí, guapurú, palo borracho y otras hierbas, la que costaba arrancar era la lavanda, se secaba, hasta que lo lograron. Formaron así una huerta bastante importante, a la que agregaban otras plantas que los indios amigos le proporcionaban a Mauricio.
La gente acudía a la botica, autorizada por el Cabildo, pagaban con moneda de la tierra, gallinas, patos, un trozo de carne.
La pareja acudía a los oficios religiosos frente a la Plaza Mayor, él siempre detrás conservando un lugar que no preocupara a su amor Dolores.
Sin embargo, no faltó el aciago día en que una mujer joven del centro, enferma, apareció por la casa de la sanadora. El pueblo sabía que Dolores tenía manos para curar enfermedades raras. Esta mujer, cubierta de granos, solicitó los servicios de la boticaria. Observó el lugar, encontró una cruz colgada de la pared de madera rústica, pero no vio ninguna imagen de santos, eso la enfureció.
* Próxima y última entrega, domingo 3 de septiembre.