A poco más de 40 años de democracia en la Argentina, como ocurre aproximadamente cada 10 años, se nos propone un cambio de reglas electorales. La modificación al sistema de boleta para utilizar el de Boleta Única Papel es la puerta de entrada.
Uno de los pilares que sostienen estas cuatro décadas fue el consenso en el valor dirimente de las elecciones, y en su regularidad formal y material, representada por normas electorales estables y órganos electorales autónomos.
Una fórmula internacionalmente aceptada respecto de las elecciones es que, para ser “justas, limpias y transparentes”, resultan fundamentales las normas electorales, las instituciones que las aplican y la aceptación de partidos y ciudadanos de jugar dentro de las mismas. La legitimidad de las instituciones, la libertad de los ciudadanos y el funcionamiento de los partidos políticos son fruto de una virtuosa interacción que determina la legitimidad del proceso político.
Un equilibrio fundamental.
Las normas electorales son las reglas del juego electoral y su reforma requiere condiciones de calidad que exceden la mera posibilidad legal, aritmética y constitucional de modificarlas. Las normas electorales exigen un plus de legitimidad en función de la delicada materia que regulan, nada menos que la libertad de disputar el poder a quienes detentan el poder.
Para encarar una reforma electoral hay que apelar más al conocimiento que a la creatividad. Para ello, aunque no sea suficiente ni infalible.
Para que sea legítima, los promotores de una reforma deben hacer explícita su intención, ya que las reformas modifican las condiciones de la competencia o de la administración de la misma, y ello beneficia y perjudica a algunos jugadores. Ello no está bien ni mal si es transparente, y siempre que los cambios no sean arbitrarios, ocultos, carentes de fundamentos, o sea ilegítimos.
Como todo, la virtud se encuentra en las proporciones y para ello se debe garantizar el cumplimiento de condiciones coherentes con el fin que se declama.