Tengo un amigo gorila. Lo quiero pese a que no charlamos muy a menudo. Vive a 500 kilómetros y nos vemos esporádicamente, pero nos acercan las redes. Es gracias a ellas que él accede a mis textos, generalmente críticos del modus operandi del actual presidente de la Nación. La última vez mi amigo se molestó bastante y preguntó: “¿Billy, vos pensás que con Massa y su banda hoy estaríamos mejor?”
Responderle implicaba el riesgo de la ucronía. Una hipótesis imposible frente al devenir temporal indetenible, con lo cual nadie puede saber qué hubiera hecho Sergio Massa en caso de haber ganado la segunda vuelta de 2023, pero aún así intenté contestar con ecuanimidad. No lo sé, le dije, pero no creo que hubiéramos estado mejor. Sin embargo, la representación contrafáctica de un desastroso desempeño massista no justifica lo actual.
El hecho de que lo anterior haya sido pésimo no determina que deban ser tolerados daños evitables como quedarse sin gas o dejar pudrir alimentos adquiridos por la gestión anterior cuando hay gente esperando esa ayuda para comer. Mi amigo objetó tales argumentos. Para él lo que hace y dice Milei está bien en tanto rompa los modelos culturales implantados por el peronismo, al que considera un aparato perverso que mantiene a las masas en estado de necesidad para alquilar sus votos a cambio de chapas, bolsones de fideos y planes sociales.
Preferí no rebatirlo con mi idea de que el Estado existe para equilibrar asimetrías socieconómicas mediante la imposición de límites regulatorios. Nos despedimos con la cordialidad de siempre, mientras confirmaba mi presunción de que el antiperonismo es la corriente de pensamiento más nutrida del ser nacional dada su amplia variedad de matices, pues en ese abanico de “antis” se inscriben desde moderados a fundamentalistas, unidos por un razonamiento troncal que rechaza la solidaridad como herramienta de desarrollo equitativo. Según esa perspectiva, si alguien ha de llegar a superar los obstáculos existenciales que por obra del destino aparezcan en su tránsito por la vida, lo hará por mérito propio, sin necesidad de apoyo estatal, sin educación pública, sin salud pública, sin programa de erradicación de ranchos y muchos otros “sin”.
Al principio la palabra gorila fue adoptada por los líderes militares de la autodenominada Revolución Libertadora con orgullo. Sentían que el apodo les caía justo para inspirar fortaleza, inflexibilidad y capacidad de aplicar la violencia cuando fuera necesario. El humorista Aldo Cammarota (guionista de Tato Bores) nunca imaginó que su broma inspirada en la película “Mogambo”, con Clarck Gable y Grace Kelly, llegaría tan lejos, al punto de convertirse en una muletilla popular con la que se remataban las charlas de café. En los años 50, cada vez que alguien preguntaba por la actualidad, otro le respondía con la frase extraída por Cammarota del film: “Deben ser los gorilas”.
Ser gorila en aquellos tiempos era una distinción, un motivo de orgullo que daba hasta para la publicidad proselitista, con afiches políticos en los que el corpulento simio presidía el diseño junto a la consigna “llene el Congreso de gorilas”. El objetivo era evitar el regreso del populismo peronista, desgastar a los sindicatos, limar derechos laborales que desde la óptica de las clases acomodadas no eran más que privilegios inmerecidos por los haraganes que concibieron Perón y Evita, cuyos nombres estaban terminantemente prohibidos.
En cierto punto la aristocracia nacional les estaba pagando a los “cabecitas negras” y a los “descamisados” con la misma moneda, en respuesta a una irrefrenable adicción del movimiento justicialista, cual era la de personalizar todo con nombres alusivos al General. Verticalizar el discurso mediante el control o el sojuzgamiento de los medios. Privar de la libertad a los díscolos como Cipriano Reyes, aquel sindicalista cárnico que osó pedir demasiado. Imprimir manuales escolares con la foto de Eva Duarte acompañada por la leyenda “Evita me ama”, reemplazando a la mamá.
Hubo un tiempo en la Argentina en que todo llevaba estampado el escudo justicialista, desde los aviones y los autos que se producían en la recordada IAME cordobesa hasta las rutas, los barrios, las escuelas y las provincias nuevas. Quien esto escribe simpatiza con el ideario de la justicia social y acepta con sentido crítico aquel vedetismo innecesario de un régimen que inoculó el germen de la rebeldía en las organizaciones obreras, a fuerza de aguinaldo, vacaciones pagas y voto femenino, pero la verdad es que ha de haber sido sofocante vivir en un país hegemonizado por quien -desde el prisma disidente- no era más que un déspota capaz de proteger elementos nazis con tal de incorporar tecnología.
Como sea que fuere, Perón desarrolló la industria pesada desde el Estado, atrajo inversión privada, impulsó la educación técnica y creó la compañía Gas del Estado como política pública para transportar el fluido energético que por estos días escaseó en el país, producto de una equivocación garrafal de timing. Nadie calculó que el frío se anticipaba al mismo tiempo que el ajuste de la motosierra paralizó la construcción de plantas compresoras que hubieran permitido duplicar el abastecimiento del gasoducto “Néstor Kirchner” a fin de evitar una hocicada histórica: por primera vez desde que Alfonsín (nótese que fue un presidente radical socialdemocráta que continuó con el plan de acción del peronismo) fomentó la instalación de expendedoras de GNC en 1984, todas las estaciones de servicio del país se quedaron sin gas, con el inconmensurable costo económico que implicó la paralización de industrias y transportes.
¿Cómo se llama el gasoducto? Néstor. ¿Cómo se llama el centro cultural del ex correo? Néstor. ¿Cómo se llaman centenares de plazas, rutas y calles a lo largo del país? Néstor. No aprendieron nada los K. Simplemente cayeron en la misma provocación de antaño y los gorilas vinieron por lo suyo a caballo de una administración lastimosa, paralizante y dubitativa como fue la de Alberto Fernández, cuya foto en la fiesta clandestina de Fabiola lo condenó para la eternidad al ostracismo.
El problema amigos gorilas (utilizando el apelativo con todo respeto y con el sentido enjundioso que le imprimieran el almirante Rojas y sus conmilitones) es que Milei también se va a los extremos. Con las medidas recesivas que bajaron la inflación a cambio de una caída de la actividad económica impensada, con industrias, empresas de colectivos, textiles y comercios sumidos en una crisis que amenaza con pulverizarlos.
Javier Milei es un personaje inclasificable, capaz de lavarse las manos frente al hambre de miles de argentinos empobrecidos por sus decisiones, con lo cual desata y alimenta los mismos rencores que acumularon por años los antiperonistas, pero al revés: crea un “antiantiperonismo”. La famosa grieta ideológica deja de ser teórica y pasa al terreno fáctico mediante movilizaciones como la que tuvo lugar frente a la Quinta de Olivos hace pocos días, cuando un grupo de padres de niños discapacitados acudió hasta el portón verde para anticiparse a un posible decreto que dejaría sin cobertura médica a personas (mayores y menores) electrodependientes o con patologías invalidantes.
La última frase provocativa, despiadada, de Milei fue su respuesta a la consulta de un cronista de exteriores que inquirió sobre qué haría el gobierno para atender la estrepitosa caída del poder adquisitivo de los sectores medios y bajos. “La gente no llega a fin de mes”, argumentó el periodista. Y el presidente, sin despeinarse (porque ya lo está desde su posición originaria) disparó con su dogma puro y duro: “Si no llegaran a fin de mes ya se hubieran muerto”. Acto seguido, insistió con la especulación de que “la gente no es tonta y algo va a hacer” para evitar el óbito. Ese hacer algo no incluye al Estado. Los pobres tienen que arreglarse por su cuenta, sin ayuda y -como en otro momento aseveró- con la libertad de morirse.
Mi amigo gorila nada dice acerca de estas insensibilidades de un jefe de Estado que mira al hemisferio norte como las moscas al dulce de leche. Aunque ya pasaron seis meses de gestión, él sigue convencido de que todo lo malo es achacable a la administración anterior. A los “k-k”, como escatológicamente tachan al espacio encabezado por Cristina Fernández de Kirchner sus detractores, convencidos de que si no hubiera habido peronismo la Argentina sería una potencia mundial.
Tienen razón en algo los gorilas. La herencia recibida por el gobierno libertario fue caótica y algo había que hacer para frenar la sangría de una economía desastrada por la demagogia de Massa y Alberto. Milei lo hizo a su modo, sin atender que siempre hay otros caminos para no infligir sufrimientos excesivos.
Ahora que el presidente se codea con los inversores potenciales más potentes de Estados Unidos, que se mantiene alineado como nunca antes con el modelo Trump (sin observar la condena que recibió por sobornar a una actriz porno), es momento de sacar provecho de lo positivo que representa el contacto directo con Elon Musk y Mark Zuckerberg. Que en vez de llevarse litio en bruto de las tierras ancestrales de la Puna, instalen una planta de procesamiento de ese mineral para agregarle valor y general empleo.
Pero pareciera que no sucederá. A Milei también le gustan los extremos, se vanagloria de sus modales irredentos con los que profundiza el sesgo divisionista de una sociedad que en 2023 lo votó por descarte, pero que en poco tiempo puede cambiar su punto de vista. Solamente hay que mirar a la historia, con Perón encarcelado en Martín García y luego vivado por multitudes en los 40, posteriormente refugiado en la cañonera paraguaya en el 55 y finalmente retornado en su senectud allá por los 70, con el maligno López Rega detrás. Que no se repita.