A principios del siglo XX el dramaturgo más provocador y enigmático de la era contemporánea concibió una ciencia-no-ciencia a la que bautizó “patafísica”. Se trataba de un término contradictorio utilizado para tomarles el pelo a los saberes clásicos y comprobados del mundo de la física, pero también para resignificar la dimensión de lo absurdo, por cuanto proponía la creación de un nuevo universo de excepciones en reemplazo de las normalidades y las reglas estandarizadas de la pacatería, la prolijidad y el conservadurismo.
El mentor de esta extraña corriente del antipensamiento se llamó Alfred Jarry, maestro del humor negro que con sus obras de teatro prefiguró una suerte de evolución involutiva de la humanidad. Y lo hizo a través de su otro yo, un personaje de ficción que acabaría por atravesar su personalidad hasta convertirlo en un loco premanicomial cuyas conductas de la vida real reproducían lo que primero era representado en las tablas por un ser tan despreciable como celebrado por las masas.
Ese energúmeno grosero, petiso y regordete al que supo dibujar con desinhibición adolescente, fue conocido como Ubú Rey, un monarca ególatra, ambicioso y destructivo que ejerció el poder para exclusivo provecho personal en una realidad paralela de Polonia, que para ese entonces era como decir los confines inasibles de Europa.
Ubú asesinó a su antecesor y tomó el poder para hacer de las suyas en circunstancias inéditas, al poner en práctica todo tipo de abusos y maniobras dislocadas que le valieron -al contrario de lo que pudo haberse pensado- un inesperado nivel de consenso, con súbditos convencidos de que atravesar por calvarios como la esclavitud y la inanición era el camino para alcanzar una libertad paroxística, tan subyugante e ilimitada como la licencia para destruir con la que había sido investido el viscoso y payasesco rey.
Desde las postrimerías del siglo XIX, Jarry pintó así, con una mirada futurista y cáustica, las sinrazones del siglo XX. Lo hizo con el escepticismo que carcomió su vida hasta demoler sus aptitudes para la cordura socialmente correcta. Crítico de formas y protocolos, se paseaba por las calles de París en bicicleta, sumido en vahos etílicos insuflados por una una bebida a la que llamó “Diosa Verde”, es decir el ajenjo, picante licor de los valles alpinos.
A la vez que pedaleaba, llevaba en sus costados dos pistolas: una de agua con la que mojaba transeúntes para divertirse y otra de verdad, pero sin balas, que era sistemáticamente comprada por su amigo Pablo Piccaso. El genio español podía predecir los bajones anímicos del talentoso escritor y en esos momentos se apersonaba en su tugurio para ofrecerle a Jarry una tentadora suma por el revólver. Al cabo de unos días se lo volvía a obsequiar tras comprobar que las motivaciones vitales habían regresado a su tísico cuerpo de 1,50 metros de estatura y 55 kilos de peso.
Ubú Rey se anticipó con asertividad documental a las dictaduras, los despotismos y las tiranías modernas que en nombre de promesas imposibles conquistaron a las mayorías. De la misma forma en que lo hicieron Hitler, Mao, Mussolini o Pol Pot, el alter ego teatral de Alfred Jarry se dedicó a desarticular las instituciones polacas hasta desatar una disputa individualista de todos contra todos, sin la perspectiva que al cabo de los años es proporcionada por las consecuencias.
La sátira deja al desnudo la propensión de los cuerpos sociales a dejarse llevar por los pregones triunfalistas de profetas y gurúes cuyos planes, aunque sanguinarios y vejaminosos, fueron aceptados y alentados por multitudes embelesadas con zanahorias inalcanzables. Una de ellas fue la lógica sectaria según la cual una parte del conglomerado social puede salvarse y crecer a expensas de otra parte que es sometida.
Esos regímenes despiadados pero plausibles, asesinos pero votables, inhumanos pero militados por las muchedumbres menos ilustradas se impusieron bajo conducciones seductoras y carismáticas, pero fallidas en un aspecto que las unifica y uniforma: la ausencia del valor solidaridad, reemplazado por un germen divisionista inoculado por líderes diestros en el arte de lo camaleónico.
Emperadores, dictadores y premieres que lograron instalar de sí mismos una imagen simpática, protectora y hasta revolucionaria cuando, en realidad, venían a corromper el entramado social gracias al cual los pueblos pueden desarrollarse en función de un principio básico de conexidad contractual. Esto es, si al de al lado le va bien, a mí también.
Como si tuvieran poderes hipnóticos, Ubú Rey y sus émulos tangibles engatusaron a miles para sojuzgar a otros miles en una estratagema que les permitió acumular poder avalados por una presunta legitimidad popular devenida de los vítores y aplausos con los que eran engordados sus mítines políticos. ¿Aclamaban por admiración o por miedo? Quizás haya sido por ambos motivos, tal como sucede en la Argentina del siglo XXI, cuya distópica realidad proporciona caldo de cultivo para que las predicciones de Alfred Jarry comprueben la sorprendente vigencia del género teatral nacido de su pluma en 1896: el absurdo.
La patafísica, o ciencia de las soluciones imaginarias que se expresan a través de teorías inútiles, resume la capacidad humana para explicar a través del arte fenómenos degradantes como la crueldad y la estulticia. Podemos encontrar allí las respuestas a preguntas como ¿por qué en un país con 55 por ciento de hambreados un Ministerio llamado pomposamente de “Capital Humano” deja pudrir 5.000 toneladas de alimentos? ¿Por qué los votantes de una Nación soberana, orgullosa de su historia de apertura e integración social, votan y ungen presidente a un personaje que admite ser el topo que viene a destruir el Estado desde adentro?
El presidente que se define a sí mismo como Terminator, llegado del futuro para salvar a la ciudadanía de un comunismo que no existe, promete destruir el Estado porque -según su particular mirada- no es más que un instrumento del mal concebido por los pensadores colectivistas para servirse de aquellos que producen bienes y riquezas. Pero al mismo tiempo espera que los productores sojeros liquiden sus cosechas exportándolas, a fin de obtener dólares tan indispensables como el gas que se cortó hace dos semanas para recuperar el equilibrio de una economía prendida con alfileres, atacada por indicadores dramáticos como son los de la pobreza, la brecha cambiaria, la creciente desocupación y el ascenso del riesgo país.
¿En qué quedamos? ¿Hacia dónde vamos? Ubú Rey puede darnos una pista en uno de los capítulos finales de su accidentada existencia, en el que Alfred Jarry, a poco de morir corroído por la tuberculosis cuando solo sumaba 37 años de vida, relata el ocaso del excéntrico monarca, ya depuesto y encadenado, autoconsolado con el placebo psicológico de que los verdaderos hombres libres alcanzan su realización existencial limpiando las botas de sus verdugos.