Su pintura es intensa en color y luz. “Busco el alma en ca-da uno de los espacios que me rodean y es mi deseo mantenerlos tal cual se presentan, me ubico en la luminosidad que emana del color y escojo los personajes, los elementos que viven en ese ambiente y los devuelvo a su espacio”, dice gesticulando con los dos brazos en un envolvente círculo que se arremolina hasta volver a ella. El grado de pertenencia espacio-tiempo, revierte el aislamiento que prefiere en su atelier, para integrarse al público que la requiere en la sala.
Son en total 45 las obras exhibidas y todas recientes, del año 2009 y la mitad del 2010 que se va cumpliendo. Oleos y acuarelas, mucho paisaje y el estilo particular de “Chela” que apuesta a los camalotales y humedales, a los animales y las flores pero también a las personas. “Pinto a la mañana con la luz natural del día y a la siesta; me encanta la siesta y su silencio, algún duende se debe acercar a mis pinceles para entonces, porque es la hora de mayor concentración. Un poco de música clásica o algo de jazz, la música del chamamé me apasiona pero para disfrutarla en vivo”, agrega.
En esa soledad acompañada, la mística describe el infinito hacia lo terreno y la obra se revela. “La casa del lapacho”; “El molino”; “Cruzando el camalotal”, son algunas visiones de la artista, que posiciona el paisaje en primer plano.
“Viajo mucho y miro más. Saco apuntes mentales y después los recreo. Aunque están todos visualizados, hago una composición previa, sin recurrir a la fotografía. La foto te condiciona a un enfoque diferente, nada como el ojo humano”, señala.
“Amo la naturaleza y quiero que se enamoren de ella a través de mi obra; la fuerza que está en ella, es el mensaje que extiendo junto con mi más genuina expresión”. Diplomada en el Instituto Superior de Bellas Artes e Idiomas “Josefina Contte”, Elsa Elena Gómez Morilla lleva realizadas más de doscientas exposiciones individuales y colectivas. Fue premiada en seis décadas y sus obras aparecen en registros de arte de todo el mundo. Su nombre se lee en libros y su transferencia cultural la ha dado como docente, colega y alumna. “Uno nunca termina de aprender y la continuidad hace a la magia”, agrega.
“La acuarela requiere más aislamiento, es como entrar a un templo de cristal sabiendo que todo es frágil; la misma técnica impone esa eteridad y la concentración con mayor exigencia; el óleo me concede más libertad, una devolución diferente hacia la tela que también tiene sus reclamos, pero ambos me dan felicidad, me completan”, tal define.
Con el abrigo sobre los hombros, Chelita despide a las visitas que desfilan por la sala interesadas en su colección. Afuera es otoño y tras las puertas entornadas, queda agazapada la primavera del color.