Este 11 de septiembre de 2011 fue una de esas fechas que conviene registrar, sobre todo para servirse de ella como puerta de entrada a reflexiones imprescindibles. Hace diez años que un feroz acto de guerra, en realidad un crimen masivo, marcó el pináculo de la ambición terrorista en su guerra santa contra Occidente.
Fue una matanza empapada de valores simbólicos. El ataque de Al Qaeda contra Nueva York y Washington congeló de manera irreversible la larga década de celebración del triunfo de la democracia liberal sobre los regímenes totalitarios, algo que muchos vieron como la supremacía final del capitalismo sobre el comunismo.
Ese 11 de septiembre de 2001 faltaban menos de tres meses para que la Argentina se desplomara a su manera, sin atentados terroristas y con un puñado de muertos. Pero aquellas jornadas tenebrosas del 19 y 20 de diciembre no pueden escindirse hoy de las consecuencias sísmicas del ataque de Al Qaeda.
Para quienes ese año ingresaban a la adultez, el mundo y la Argentina “cayeron” de manera casi sincronizada. En aquella Argentina escéptica y enojada consigo misma, lo que había abortado era el experimento ultracapitalista descerrajado por el gobierno peronista de Carlos Menem a partir de 1989. Fue una convergencia casi perfecta.
Menem embarcó a la Argentina en un alineamiento fervoroso tras el mundo teóricamente unipolar surgido del fracaso total del comunismo. Si la caída de la Unión Soviética y el de-rrumbe del muro de Berlin consagraban la dominación incuestionable de las fuerzas del mercado, una década más tarde el derrumbe nacional fue vivido como el fracaso del capitalismo.
Mientras los argentinos rumiaban la hiel de sus fondos confiscados en el corralito, un asesino serial hacía es-trellar jets de compañías aero-comerciales norteamericanas contra los iconos más deslumbrantes de la supuesta omnipotencia “imperial”, las Torres Gemelas del World Trade Center y los muros externos del Pentágono, en Washington DC.
Para una rudimentaria lógica criolla, ambos fenómenos fueron uno solo y vastas legiones del nacionalismo zaherido por Menem y del progresismo de izquierda que aún mascullaba la derrota del régimen comunista, vieron en Osama Bin Laden a un oportuno justiciero.
Si se recorren páginas de la prensa argentina de aquellas semanas fatídicas se puede advertir una enorme cantidad de opiniones repletas de odio y resentimiento para con los Estados Unidos y una tácita y hasta explícita admiración por el “coraje” de los asesinos sauditas que acababan de violar impunemente el “sancta sanctorum” de la mayor potencia del mundo.
Esa reflexión nacional-populista se encarnaría en la agria digestión de los meses siguientes: Bin Laden era al capitalismo imperial lo que los caceroleros y piqueteros serían al neoliberalismo argentino aupado en la década menemista.
Esa matanza consumada por los kamikazes de Al Qaeda fue recibida con regocijo por variados sectores criollos, que entonaban un truculento “por algo será”, regurgitado de los años horribles de la violencia armada y la represión ilegal. La turbulencia que dominó a la Argentina ya desde fines de 2000 se habría de entretejer con el estupor suscitado por el 11 de septiembre, una fecha traducida por las falanges antioccidentales que proliferan en la Argentina como sinónimo de debilidad de la democracia liberal y la economía de mercado.
Mientras que en todos los países de la alianza occidental hubo fuerte solidaridad con los agredidos Estados Unidos, la Argentina, ya atacada en 1992 y 1994 por el terrorismo fundamentalista de cuño “islamista”, presenció una reacción entre irónica y cí-nica, como si hubiera atenuantes para que aquella matanza de 3.000 personas fuese una victoria justificable.
Aquellos días se conocieron las ideas que el ataque terrorista había suscitado en la jefa de las Madres de Plaza de Mayo. Hebe Bonafini se regocijó del ataque y expresó así su dicha ante el zarpazo de Al Qaeda. Pero las ambigüedades de la Argentina para con el terrorismo ya eran notorias an-tes del 11/9 de 2001.
La demolición de la embajada de Israel por un comando terrorista en marzo de 1992 fue subestimada en am-plios círculos argentinos como mero remezón de una guerra extranjera.
Intelectuales respetables barruntaron que ese ataque era la comprensible reacción del mundo árabe contra la decisión argentina de alinearse con las Naciones Unidas en el bloqueo a Irak tras su invasión de Kuwait en 1991. Ya en ese entonces, la Argentina jugueteó con la teoría de las justificaciones. La decisión argentina de apoyar a la ONU en aquella operación internacional fue valiente y pésimamente digerida por el mundo político doméstico.
Sin embargo, Saddam Hussein había invadido y anexado un país árabe, Kuwait, ¿Qué tenía que ver ese gesto, puramente simbólico, porque las dos fragatas argentinas echaron anclas a centenares de millas del teatro de operaciones, con que los terroristas de Hizbolá trajeran su guerra a Buenos Aires? Es oportuno rescatar que el 16 de septiembre de 2001, este columnista escribía en una columna para Noticias Argentinas lo siguiente:
“Con muy pálidas excepciones, la Argentina reaccionó po-bre y neuróticamente ante la ferocidad sin límites de lo que sucedió ese martes 11 de septiembre, en un arco de matices donde desde el progresismo caviar hasta el más rancio nacionalismo derechista se preocuparon en advertir que los millares de asesinados en los Estados Unidos no podían ni debían empañar una condena a las supuestas causas que “explica-rían” el descomunal ataque de Nueva York y Washington.
Con la salvedad del gobierno y algunas voces aisladas y tibias que se pertrecharon en una condena sin reservas ni condiciones a los autores materiales e intelectuales de la tragedia, el país político y sobre todo la sociedad civil revivieron los mismos argumentos aislacionistas y primitivos que se escucharon después del ataque contra la embajada de Israel en marzo de 1992 y contra la sede central de la comunidad judía argentina, en julio de 1994.
En aquellos momentos, una importante corriente de opinión explícita y otra igualmente importante pero tácita, primero manifestó unas condolencias protocolares y de forma ante las pérdidas humanas por esas tragedias, pero enseguida, en apego fiel a la argentinísima doctrina del “por algo será”, advirtieron que este país había sido retribuido de ese modo por haberse involucrado en “lo que no le correspondía”. Hay razones y posturas que merecen ser revividos diez años después. Corresponde ratificar lo dicho, con puntos y comas.