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Grietas argentinas

Por El Litoral

Lunes, 15 de mayo de 2017 a las 01:00

Si se define la grieta como un enfrentamiento profundo por razones ideológicas, la evidencia de la investigación muestra que ese fenómeno no es mayoritario en la sociedad argentina, sino que incumbe a minorías influyentes, debido a su compromiso militante y a la repercusión que alcanzan en los medios y las redes. Lo que se observa es una disparidad de opiniones respecto del Gobierno, condicionada por el nivel socioeconómico de las familias. Eso divide por la mitad al electorado, retrotrayendo la situación al resultado del balotaje de 2015.
No se pelea por razones políticas, tramitándose los desacuerdos de un modo relativamente tranquilo. Para los argentinos la grieta es otra cosa, más concreta, que se expresa como una brecha entre aspiraciones y logros: llegar a fin de mes, conservar el trabajo, progresar económicamente, educar a los hijos, librarse de los delitos, y poder adquirir lo necesario y lo superfluo, como sucede en una sociedad de consumo.
A diferencia de la grieta ideológica, la disonancia entre aspiraciones y logros adquiere relevancia en las encuestas. Según el último sondeo nacional de Poliarquía, el 46% de los argentinos teme perder su trabajo, el 32% afirma que su familia tiene dificultades para llegar a fin de mes, el 40% dice que su situación económica empeoró el último año y apenas el 23% cree que el país atraviesa un buen momento. No obstante, para la mayoría las penurias del presente se revertirán en el futuro: el 53% considera que el país mejorará en los próximos meses y el 55% que la economía se recuperará en los próximos tres años.
En medio de esta compleja trama estalló el caso del “dos por uno”, que reabre heridas y habilita otras lecturas de la grieta. Esta vez la sociedad no se dividió: la gran mayoría repudia el “dos por uno” por razones pragmáticas, propias del sentido común: la gente no quiere que a los criminales le aligeren las penas. No le interesa que la Justicia prevea atenuantes; cree que el que delinquió debe pagar con la mayor severidad. Esa premisa popular vale lo mismo para los genocidas de hace 40 años que para los que asesinan hoy en robos o secuestros. Por eso la impresionante marcha del pasado miércoles contó con la simpatía del conjunto de la sociedad, aunque fuera protagonizada por ciudadanos y militantes de los derechos humanos. En esta ocasión, las víctimas del pasado y del presente coincidieron en el repudio.
Detrás de estos consensos, que podrían ser virtuosos, no hay sin embargo una intención orgánica de la sociedad y sus organizaciones. Ocurren de manera confusa y desordenada. Estallan al compás de instituciones públicas cuyo comportamiento luce espasmódico e indescifrable. Se advierte aquí otra fisura: la de los poderes del Estado, carentes de coordinación y visión de conjunto. La sociedad desconoce por qué la Corte Suprema falló justo en este momento sobre un tema tan controvertido. Muy pocos entienden los nexos que vinculan a los representantes de los tres poderes. ¿Convirtieron la tan mentada independencia en incomunicación? ¿Comparten alguna mirada común sobre el destino del país o se limitan a defender intereses sectoriales desatendiendo los del conjunto? ¿Sus internas son tan severas que impiden mediaciones o arbitrajes?
La sociedad, que atraviesa con esperanza las dificultades económicas sin ahorrarse sufrimiento, necesita que las instituciones le provean liderazgo, ejemplo y visión. Si ellas renuncian a esos atributos, el país podrá tener una mejora temporaria, pero seguirá navegando entre el desconcierto y la irrelevancia, sin sentar las bases de un desarrollo humano y económico duradero.

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