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Las imágenes de lo distante en su proximidad misma

Lucía Sbardella pertenece a un  grupo de artistas jóvenes que no sólo realiza obras, sino que reflexiona sobre ella. Por lo tanto obra y pensamiento se nutren una de otra.

Por Carlos Lezcano

Especial para El Litoral

El tema que recorre la obra y reflexión de Lucía Sbardella es la memoria, individual y colectiva, la pervivencia, persistencia e insistencia de las imágenes en la historia individual como social.

Georges Didi-Huberman abre su libro de “Historia del arte y anacronismo de las imágenes” afirmando que “siempre ante las imágenes, estamos ante el tiempo como una puerta abierta”, sin duda una referencia kafkiana. Esa es la sensación que tengo cuando veo la hondura de la obra Lucía.

La obra como un umbral desde donde vemos presencias pero también recogimiento, en algunos casos, pasos hacia atrás, distancias. Su trabajo es insistir, no ceder en el intento de  ver lo lejano que a veces resulta relampagueante, otras veces inalcanzable. Se trata de descifrar un lenguaje de símbolos y rastros donde lo inmediato no siempre es lo cercano.

En síntesis, el trabajo y las cavilaciones de Lucía dan cuenta que el “don de visibilidad quedará bajo la autoridad de la lejanía, que no se muestra allí más que para mostrarse distante, todavía y siempre, no importa cuán próxima esté su aparición. Cercano y distante a la vez, pero distante en su proximidad misma”. (Didi-Huberman).

—¿Cuándo y cómo comenzaste o necesitaste empezar a expresarte artísticamente?

—Creo que la cuestión sobre cómo transitar una pasión siempre me ocupó el pensamiento. Claro, recién lo digo con estas palabras, pero desde mi adolescencia había intuido que existía algo del orden de hacer que era necesario cuidar como quien cultiva en ese gesto de cuidado, de contemplación y rodeo, algo que es frágil en un comienzo. Me estoy refiriendo a cierta ternura, inocencia o experimentación que después forma parte del proceso creativo propio de una obra. Entonces… me preguntabas por la necesidad. Para responder al “cuándo” diría que la práctica artística fue un ejercicio de mi cotidianidad desde pequeña. Pero para responder al “cómo” diría que ese ejercicio se volvió pensado sólo a partir de ciertas experiencias de formación como clínicas, residencias o encuentros con personas estimulantes para la práctica.

En simultáneo, durante mi adolescencia, la muerte de mi padre fue muy traumática no sólo por su prontitud sino también por lo que la rodeó. En ese momento, se trató de una experiencia desbordante, por inentendible que era. Hace poco le decía a alguien que la imagen que encontraba para ilustrar esa etapa era la de alguien que intenta remendar con cinta de papel las grietas de una pecera con agua. Mi dolor era el agua rebosante, y mi capacidad de comprensión, el gesto de quien intenta sostener el derrumbe. Con todo esto, esa experiencia significó un tajo en algunas certezas que había construido de mí; sobre qué estudiar y cómo enlazar el hacer poético con la experiencia (y sobre todo, darle un sentido propio). Así también conocí personas muy generosas conmigo que entendieron cuáles eran mis necesidades, al menos en ese momento, y me sentí cuidada como para explorar en lugares novedosos para mí. 

Hoy podría decir que este modesto bagaje experiencial puntualiza una manera de trabajo y que es la del hacer desde los intersticios de las cosas. Me interesa que exista una comunicación entre dimensiones del hacer aparentemente distintos. Haber capitalizado esas experiencias me sirvieron para diferenciar cuestiones bastante específicas que me interesan del estudio de las artes. En este sentido tengo algunos proyectos pendientes. Me refiero tanto a mis indagaciones, investigaciones o a la práctica poética. Pero en general y en ese camino de complicidades fui conociendo compañeros que trabajan desde distintos campos teóricos los bordes con otras disciplinas, como por ejemplo la estética del derecho, las artes y las matemáticas, etcétera. De hecho en la Facultad de Derecho, Ciencias Sociales y Políticas venimos trabajando en el espacio de arte con este tipo de propuestas de talleres, cursos. 

—“Borde”, del 2016, es una serie de pinturas. ¿Querés contarnos cómo surgió “Borde”?

—Borde es un proyecto en el que trabajo, a través de la pintura y el dibujo, la hibridación de los cuerpos -y formas- humanas y animales. Se trata de componer en esas escenas un imaginario de cuerpos y objetos in-clasificados, fugados de cualquier tipo de nomenclatura. Esas pinturas son exploraciones en torno al nombre como enigma. Enigma que clausura un cuerpo y su potencia por fuera de la denominación. Algo de lo que dice Agamben sobre la relación del lenguaje con las cosas como presagio de la tristeza.

—En el 2017 haces “el frágil retrato de mi padre”. ¿Contame cómo fue el proceso de esa obra?

—Hace un tiempo estoy trabajando en una serie de piezas en torno a la memoria personal tomando como material el archivo familiar. Si bien esas obras recorren la misma pregunta sobre el ejercicio de la memoria, creo que en el fondo está la preocupación que luego traslado al trabajo sobre las cautivas; es decir, el problema de la representación. 

En esta serie de obras, la insistencia está sobre imágenes que no cesan de perderse como condición primera del recuerdo. Es ahí justamente, en el corrimiento de la imagen, de la voz y de la figuración el lugar en el que me interesa situar.  Por un lado está “El frágil retrato” donde a partir de un video casero familiar exploro los vestigios de la imagen por la obsolescencia del dispositivo que registra. En “Ejercicio contra olvido” repaso la memoria del movimiento en la escritura; en “Cuando” se trata de fragmentos hilados de un recuerdo. Ambos toman a la palabra como gesto que escribe la resonancia de la memoria.

—¿Cómo trabajás la narración? ¿Tiene un tiempo lineal? ¿Cómo se trabaja eso desde el video? ¿Cómo se cuenta? ¿Tiene un guión? 

—No me parece que exista una linealidad del tiempo. De hecho considero que esa causalidad es una impostura que va desde nuestro sistema educativo en general hasta las producciones cinematográficas estándar en particular. Lo que me entusiasma del video no es precisamente esa inercia de causas y efectos, sino el encuentro con un modo más tangible y periférico de trabajar el tiempo. Creo que en el video, el tiempo adquiere esa textura. Entonces, antes que hablar de instancias narrativas elegiría decir que existe un gesto guionado por la intuición y al mismo tiempo con una necesidad afectiva. 

Además es importante para mi decir que actualmente me interesa pensar en proyectos, no tanto en obras. Me parece que de esta manera se plantea que cada pieza, cada trabajo, forme parte de un esquema de investigación que excede a la individualidad del objeto.

—Esto está manifestado así en tu obra, porque podría considerarse casi una continuación la obra “Cuándo” del 2018. ¿Podemos verlo como una totalidad? ¿Es una continuación, casi? 

—Sí, claro. Como te comentaba recién, cada trabajo va conformando un imaginario de piezas. Si lo pienso bien creo que todas tienen búsquedas bastante dialogadas entre sí.

—Me parece que ahí hay un trabajo interesantísimo: trabajar los fragmentos que buscan constituir un orden, un relato. ¿Así lo pensás?

—Sí, son fragmentos. Pero no buscan constituir un orden. Más bien diría que son parte de una misma cartografía poética. En una cartografía hay trazos, líneas, dimensiones. Un tejido de búsquedas. 

—Hay algo que muere, digamos, pero de algún modo hay algo que permanece, que deja una huella, que está allí y de algún modo regresa, ¿o no?

—Hubo un tiempo en el que me ocupaba de registrar obsesivamente a las personas que quería. Supongo que era una acción derivada de la desconfianza hacia los dispositivos, puesto que las imágenes que añoraba tener se habían perdido o dañado a causa de la misma cámara, del videograbadora o la computadora. O la desconfianza con lo digital puesto que de mi padre tengo sólo los registros analógicos durante mi infancia. Entonces registré y almacené por doquier muchas imágenes caseras. La persona que más registré fue mi abuela. Ella siempre me generó curiosidad porque creo que daba con un esquema de femineidad correntina que también me interesa trabajar a través del proyecto de “Cautivas”. 

Acerca de ella estuve haciendo algunos ejercicios para una obra en torno a las cartas que se hacía con sus compañeras de secundaria durante 1950, sus fotografías o sus notas. Obviamente, entre Cautivas y mi abuela hay una gran distancia de época pero a la vez intuyo que hay una conexión. 

Pero sí, considero que hay algo que permanece. Podrían llamarse huellas como decís. Huellas que suturan en la mirada, en nuestros modos de ver. El otro día leí que Agota Kristof decía que el paisaje es la historia de la mirada. Ahora bien, ¿cómo se hace una mirada, la mirada que mira el paisaje?

—Hay un gesto tuyo en el primer trabajo, en el 17 creo que es, que con un lápiz recorres el subrayado de tu padre. Es un gesto increíble, absolutamente poético, que tiene una hondura increíble. Estás diciendo: es eso, volver a recorrer eso ¿De eso se trata?

—Sí, sí. Se trata de eso. Pero también de la imposibilidad de recorrerlo de la misma manera. El trazo no es el mismo. No tiene el mismo peso. Las letras no tienen la misma curvatura ni el mismo dibujo. Eso dice mucho. 

—Contame de qué se trata el proyecto de “Cautivas”. 

—La operación que me interesa en un principio es la de trasladar el problema de la representación a ese suceso, evocando la memoria colectiva. Elegí esa historia porque además de ser local es fundamentalmente un hecho simbólico para pensar la construcción de una identidad femenina situada. Es un trabajo que inicié hace un año a partir de una residencia de artista y que forma parte del proyecto “Matria”, una línea de trabajo tejida entre indagaciones sobre la memoria, sus modos de presentación y la problemática del Estado como productor de sentido. Si bien como neologismo es bastante conocido por ser trabajado por autoras como Virginia Woolf o Julia Kristeva, para mí es sugerente por dos razones que identifican al proyecto. Por un lado, porque traza el lugar desde el que elijo la lectura, un posicionamiento por fuera del macrorrelato ordenador del Estado. Justamente es ese corrimiento el que sugiere el uso de un neologismo. Un neologismo habilita nuevos andamiajes de sentido. Y no es nada menos cambiar la palabra “patria” por la “matria” porque dicha lectura está dada entre feminidades.

—Por lo tanto, surge de una duda, de poner en cuestión una historia oficial. 

—Claro. Sí. Va por ahí. Poner en tensión dos o más sensibilidades. Cuento una anécdota que viene al caso. Una vez un historiador que visitó la muestra del work in progress me hizo un comentario alegando que yo había tomado una versión de la historia -para él algo errónea- para trabajar en el proyecto. Le respondí que si alguien me preguntara, no me sentiría incómoda de tomar partido de cierto posicionamiento contrahegemónico para investigar la historia de Cautivas pero que no es lo que me interesaba evidenciar en el proyecto. Es decir, no se trata de una tesis de historia para rebatir los puntos de un autor u otro. A mi me interesa el choque entre dos o más lecturas en la que sólo una de ellas parece ser la visible y las otras solapadas. 

—Señalás que se trata de buscar algo en esa representación estética de ese momento de hechos traumáticos de Corrientes. El monumento expresa un momento político y social, expresa una sociedad. ¿Qué leés del monumento, qué ves? 

—Claro, el proyecto en sí o la historia de las cautivas tiene varias aristas para pensar aunque originariamente tomo las ideas del contramonumento para discutir la función y el concepto tradicional de monumento. Noción que se sostiene sobre la lógica del prócer, del ídolo o la preservación de valores de una época. Sobre todo sostiene al Estado en su rol de narrador de la historia. 

Otra de las aristas en el relato histórico de Cautivas es el peso del silencio. Si el silencio sacralizado se consagra en el monumento de Perlotti, es interesante pensar cómo tensiona lo no dicho con las intervenciones públicas o las palabras pintadas y “vandálicas” sobre la escultura.

En cualquier monumento los rasgos típicos de ese concepto, es decir, la verticalidad del pedestal, la posición jerárquica entre cómo es mirado el monumento y cómo éste mira; o el material con el que está construido y su sugerencia de perdurabilidad en el tiempo. El contramonumento, en cambio, avanza desde lo antifigurativo, lo vacío o de lo negativo. 

—Pensaba, Lucía, que el silencio puede ser una decisión pero puede ser una obligación, ¿no? Puede ser una clausura obligada.

—Sí, claro, sí. Depende desde qué lugar se erige el silencio. En la historia de cautivas el silencio es la condición de una clausura colectiva. De la complicidad del Estado y de la comunidad. Había algo muy interesante que estaba leyendo de un libro de Susana Rotker a quien descubrí hace poquísimo. Escribía que el olvido y memoria no son opuestos porque ambos contribuyen al tejido de la representación.  

A partir de esta dinámica de memoria y olvido pienso que ese tejido también es el de todo un imaginario femenino correntino que existe, aún, como eco pero que el feminismo fue interpelando. 

—La imagen construye un relato. ¿También reconstruye?

—Sí, creo que eso es lo más interesante. El tema es dar con el modo de esa reconstrucción. Se me viene a la mente algo que dice María Negroni sobre el recuerdo; que la infancia miniaturiza y cuanto más pequeño más poder de resonancia existe porque la imaginación repone. Me gustaría decir que mi trabajo está en el linde de la imaginación y la imagen del recuerdo. 

—En tu búsqueda de tu historia personal o colectiva, ¿hay algo que se pierde o no se puede atrapar?

—Sí. Hay algo que se pierde porque no se puede tomar. Pero pienso en general que si bien es diferente hablar de la historia personal que de la colectiva, en ambas quizá coincida el reclamo por una distancia justa con eso que afecta. 

Es decir, en la búsqueda de las obras en torno a mi experiencia personal, hay dilemas éticos y políticos que no insisten tanto como en las indagaciones que trastocan lo colectivo. 

En lo personal, esa distancia se vuelve necesaria para pensar el dolor. En lo colectivo, la distancia además tendría que ser pensada en un juego de proximidades mutuamente encarnadas. No desde la validación de la jerarquía sujeto (“que escribe y que habla por” o “filma a”) y objeto (filmado o hecho hablar). 

Creo que correrse de esa verticalidad es saber que me sitúo desde una distancia que implicó e implica la pérdida de mi lugar para vaciarlo y dar con uno en que otro es el que habla. Es eso lo que yo no puedo tomar.

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