El atentado contra la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner conmocionó al país y al mundo ante el peligro de las nefastas consecuencias que tal acto pudo haber desatado en perjuicio del sistema representativo. Tanto que motivó una corriente de pensamiento según la cual deberían replantearse los métodos de la política como antídoto frente un probable empinamiento de la violencia que, en un efecto dominó, termine por descomponer la matriz democrática restaurada en 1983.
Es cierto que los escarceos entre bandos antagonistas siempre existieron en un país que alguna vez creció bajo el modelo agroexportador de una democracia ficticia, indiferente a la cuestión social de proletarios condenados a la miseria intergeneracional. Pero aquellas instancias fueron superadas a partir de Yrigoyen, a medida que los más postergados adquirieron derechos que inyectaron dignidad a la base de la pirámide distributiva.
Hubo violencia y mucha, por supuesto, pero circunscripta a grupos sociales enrolados en la utopía de la lucha armada. Y sus trágicas derivaciones generaron un aprendizaje que sirvió como la capa fértil sobre la cual renació el imperio de la voluntad popular en la añorada primavera alfonsinista.
El problema de la violencia política en el tercer mileno es que se expandió hasta los últimos conductores nerviosos del corpus nacional. No hay ciudadano permeable a los chismorreos de la política superficial, siempre inexacta, mentirosa incorregible. No existe internauta que no haya sido alcanzado por las constantes ráfagas de “fake news” con las que distintas facciones combaten en la arena digital para sacar ventajas desde la injuria institucionalizada como verdad. Como posverdad, mejor dicho.
Es lo que llevó a gestar agrupaciones fundamentalistas de bisutería como el mentado grupúsculo “Revolución Federal”, un rejunte de indignados a sueldo cuya finalidad principal era exacerbar los ánimos mediante el batifondo de las cacerolas, las guillotinas de utilería y las teas arrojadas contra la cerca perimetral de la Casa Rosada. Todo con un objetivo claro: instalar la idea de que las masas enardecidas en la irrealidad de las redes habían decidido pasar a la acción revolucionaria para derribar al mefistofélico gobierno albertista.
Mefistofélico para los que se dan manija. ¿O acaso no tomaron cabal conciencia de que a Alberto Fernández no le da el carácter ni para ser acólito de Paker, el jurado malo de “Canta Conmigo Ahora”? Por cómo están las cosas, no es necesario que nadie salga a las calles para pedir la cabeza de tal o de cual. Basta con dejar que el jefe de Estado persista en su melancolía procrastinante para que el próximo turno electoral (a sólo 10 meses de distancia) le marque el boleto de regreso a su departamento prestado de Puerto Madero.
Sostener financieramente a un apiñamiento de “revolús” resulta un exceso que puede volverse en contra del objetivo buscado, si es que solamente se persigue una victoria electoral. Lo grave sería que salirse del plano dialéctico de la verbalidad para producir hechos de barbarie derive en tragedias sin retorno como la que se hubiera desencadenado si la bala de la pistola Bersa empuñada por Sabag Montiel salía de su recámara aquella noche del 1 de septiembre.
Esta violencia histérica, espasmódica y de fundamentos superficiales que sobrecoge a las distintas sociedades de esta, la era digital, no surge del pensamiento crítico reflexivo de sus militantes, sino de tres líneas escritas por algunos pocos habilidosos que, bajo el formato “meme”, venden cualquier verdura a grupos sociales sofocados por una economía en crisis pero incapaces de vislumbrar el origen de esa crisis.
Si Belgrano se inspiró en Francois Quesnay para producir sus proyectos económicos, si San Martín se inspiró en Napoleón para emancipar un continente, si los anarquistas se inspiraron en Trotsky para izar las consignas de la lucha de clases, estamos ante una lastimosa disminución cualitativa del razonamiento deductivo: antes para iniciar una revolución era necesario leer, estudiar, adiestrar el intelecto y consolidar un proyecto superador. Ahora basta con el autoconvencimiento de que esas tres líneas de información falsa son verdaderas para producir lo que el filósofo coreano Byung Chul Hang define literalmente como “shitstorm”.
Sembrar las melgas de Facebook, Twitter y WhatsApp con una “shitstorm” (“tormenta de caca”) es la manera más simple de exacerbar la histórica rivalidad entre bandos pro y anti K que comenzó a crecer desde la famosa resolución 125, cuando estalló la guerra Gobierno-campo allá por 2008. Entregar a multitudes de desinformados datos cambiados, parciales o tergiversados puede contagiar odio con la potencia del ébola. Se explica así el crecimiento en la intención de voto de Javier Milei, el libertario que se erige en opción sobrepujante para las generaciones más jóvenes, desencantadas frente a la insolvencia gubernamental y escépticas por un motivo insoslayable: la destrucción de los valores esenciales de la política en tanto instrumento de cambio social.
¿Quién se acerca a un comité hoy, noviembre de 2022, para conocer las ideas de un precandidato? Nadie. Como demostró en su momento Jaime Durán Barba, la gente (ese colectivo amorfo en el que caben todos los estamentos, estratos y agregados estadísticos) vota por sensaciones, convencida de que sus intereses personales serán atendidos por el que mejor habla, el que mejor ríe y el que mejor destrata.
La sociedad digital fue inoculada a través de las redes sociales con mensajes extremos y así las facciones en pugna se tornan reduccionistas. Funcionan con una lógica estalinista en la que no hay matices. En ese sentido se entiende que después del atentado la vicepresidenta reaparezca montada sobre el triunfo de Lula para utilizar con descaro el ataque del que fue víctima. ¿De qué manera? Implicando sin pruebas al diputado Gerardo Milman (de Cambiemos) en la supuesta maquinación ideológica de su asesinato fallido.
Milman no es un nene de pecho. Tiene una posición polémica en torno de la criminalización de la protesta social, pero lo cierto es que por el solo hecho de que un dirigente peronista dijo haberlo escuchado en un bar decir “después de que la maten yo me voy a la costa”, una dignataria dos veces presidente no debería caer en la tentación de embarrar la cancha con una sospecha traída de los pelos. La victimización profundiza el rechazo. Así de simple.
Hernán Cappiello, prestigioso analista especializado en temas judiciales del diario La Nación, publicó hace pocas horas no una sino 10 razones por las cuales la acusación contra Milman fue elucubrada sobre pies de barro. Una de ellas es que el supuesto testigo que alega haberlo escuchado estaba sentado mesa de por medio, en un salón gastronómico donde el barullo ambiente hace imposible descifrar lo que otros comensales pueden estar comentando a pocos metros.
Por fortuna el fronterizo Sabag Montiel falló en el intento. Por fortuna en la oposición existen cuadros políticos que persiguen con estoicismo el equilibrio aun cuando otros de su mismo espacio amenazan con romperles la cara ante la vista pública. Se avecina un momento culminante para la democracia argentina y la institucionalidad de un país que estragado por los desatinos económicos, pero generoso como pocos en el mundo, podría salir fortalecida o diezmada. De la capacidad de discernimiento de los 30 millones de habilitados para votar dependemos.