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La libertad que ahoga

Por El Litoral

Domingo, 06 de marzo de 2022 a las 01:46

Por Emilio Zola
Especial para El Litoral

Santiago Maratea es un exponente de lo hermosa que puede ser la herramienta digital cuando es utilizada en el sentido correcto. Para muchos inentendible, al carecer el influencer de motivaciones políticas, el pibe no es más que lo que muestra en las redes sociales, simplemente un filántropo de la posmodernidad que con su irreverencia y sus defectos aglutina multitudes hasta direccionarlas en pos de un objetivo altruista.
De allí a canonizarlo como apóstol de las corrientes libertarias que reniegan del Estado y arrojan dardos contra el cliché de la “casta política” sin admitir que hay otra casta llamada establishment donde los destinos de millones de personas se definen en penumbras, hay una gran distancia que el propio Maratea puso en evidencia cuando habló de los impuestos.
Entrevistado por el programa “Nadie dice nada”, en el canal de YouTube Luzu TV, el influencer reveló que su consigna es “pagar todos los impuestos que se puedan pagar”, y reforzó: “Es casi una filosofía de vida, porque cuando los números son grandes, los impuestos también son grandes. Si tenés que pagar mucho es porque estás ganando un montón”.
Dicho lo dicho, la cadena de elogios promarateístas que los predicadores del anarquismo de mercado habían echado a rodar por el mass media se interrumpió. El chico que recaudó 180 millones de pesos para apagar los incendios correntinos había logrado desmarcarse de quienes lo presentaban como un fenómeno supletorio del Estado.
Es que el muchacho la tiene clara. Nunca se arrogó honores, como tampoco tuvo la tentación de autoungirse mecenas de los desvalidos. Sólo actuó en función de una necesidad comunitaria no para competir con la maquinaria estatal, sino para complementarse con ella en una emergencia que en muchos casos superó la capacidad de respuesta coyuntural de las instituciones, a las que les hubiera resultado prácticamente imposible comprar 16 autobombas en un abrir y cerrar de ojos.
Maratea, como otros influencers que también se enfocaron en la tragedia ígnea, ayudó desde la inmediatez, algo que el Estado no puede hacer debido al enmarañado proceso burocrático de las licitaciones, los concursos de precios y las partidas presupuestarias.
Con su magnetismo, un don que sólo unos pocos elegidos aquilatan para alcanzar la masividad en el universo virtual, este sanisidrense de 29 años demostró que la sociedad está dispuesta a respaldar con algo más que rezos las buenas causas siempre que la convocatoria goce de ese patrimonio inmaterial tan escaso en los tiempos que corren: la credibilidad.
Ese es el quid de la cuestión en todo esto. La atribución de resultar fiable ante las multitudes que depositan 1.000 pesos por cabeza en un CBU desconocido, conducta que dio lugar a conclusiones de lo más superficiales, basadas todas ellas en la idea ramplona de que la gente confía en un veinteañero en vez de en los políticos, en un mar de generalización exasperante.
Así como no todos los políticos son seres execrables obsesionados por sacar provecho del erario, tampoco todos los instagramers son benefactores de la humanidad. De hecho, muchos de ellos venden fruta sin que les importe un pomo el credibilómetro, concentrados en fomentar el maniqueísmo mediante noticias falsas que un ejército de jibarizados viraliza sin saber de dónde diablos vino ese meme injuriante que comparten por acto reflejo entre parientes y amigos, grupos de chat mediante.
De esos instrumentos perdularios se vale Javier Milei para pronunciarse en contra de las instituciones que al país le costaron 200 años de lucha, a las que define como un lastre inútil. Según su punto de vista, el Estado no tiene razón de ser y los impuestos no son más que un robo institucionalizado en perjuicio de quienes han tenido el mérito de ganar dinero por obra y gracia de un sinnúmero de factores entre los que no menciona uno crucial: la explotación del hombre por el hombre.
Hacia allí transita la ideología del autogobierno propugnada por el despeinado legislador que podrá rifar dos o tres sueldos, pero nunca se desprenderá de los privilegios que se traducen en dividendos superlativos por fuera del haber parlamentario y que le permiten, al decir de su colega Leandro Santoro, solventar los costos de una permanente escolta de seguridad privada con al menos dos guardaespaldas armados.
Su doctrina podría ser comparada con el apotegma del “camión de sandías”, en el que las frutas se acomodan andando. El problema es que los ultraliberales no miden las consecuencias de sus métodos en el entramado social, pues valoran a los emprendedores que han tenido la dicha de encontrarle el agujero al mate sin posar la mirada en los de abajo, en aquellos que no tuvieron la chance de escalar posiciones en un acoplado donde las sandías de abajo, en cada bache, son aplastadas por las de arriba.
Toda esta corriente anti Estado se construye, además, en nombre de la libertad. El asunto sería algo así: el hombre (o la mujer) es libre de decidir no pagar impuestos, es libre de decidir no tener un Estado que demarque límites en aspectos presuntamente prescindibles como la seguridad, la educación y la salud, y como consecuencia de todas esas toneladas de libertad, es libre de contratar en negro, pagar sueldos famélicos y despedir sin resarcir, hasta acumular riqueza suficiente para hacer de su libertad un instrumento de inequidad.
Cuando Santi Maratea logró batir todos los récords con su colecta millonaria, el ejemplo les venía al pelo a los libertarios, hasta que el influencer tuvo el buen tino de defender el sistema de impuestos como instrumento equilibrador de la balanza social. 
Es que la buena acción de uno, 100 o 1.000 influencers no alcanzaría para garantizar los servicios esenciales que el sistema estatal proporciona al universo de ciudadanos tanto en la habitualidad de la mecánica previsional como en la excepcionalidad de la pandemia. En ambos casos, si de financiar los remedios de los jubilados o el tratamiento de las víctimas del covid-19 se tratara, las justas solidarias de Maratea no serían más que una gota en el océano.
El Estado, pues, es una organización trascendental en la civilización humana y si bien es cierto que muchos de sus administradores han quebrado el vínculo de confianza con la ciudadanía, la institución representativa y democrática que rige la vida en comunidad mediante un plexo normativo determinado sigue siendo el recurso imperecedero de los débiles, el gajo del cual asirse en medio de la desazón.
Javier Patiño Camarena, autor y pensador consagrado al estudio de la evolución del derecho, ofrece en su obra argumentos devastadores para la rebeldía capilar de Milei y sus seguidores, cuando al hablar de la revolución alemana de 1848 (el año en que el proletariado se levantó contra la burguesía europea para formar las primeras expresiones sindicales), advierte: “El contrato no es tal cuando las partes no poseen la misma fuerza negociadora.
 Cuando el trabajador no cuenta con recursos suficientes se ve obligado a enajenar su libertad y con ello se imposibilita el nacimiento de una verdadera relación contractual”.
Y completa Patiño Camarena con una frase que pareciera diseñada para desbaratar el minarquismo de los reducidores seriales del gasto público: cuando beneficia solamente a los dueños, “la libertad ahoga y la ley libera”.

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