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El tesoro de los jesuitas

Del libro aparecidos, Tesoros y Leyendas de Corrientes, de Moglia Ediciones.

Sabado, 29 de julio de 2023 a las 17:17

Un señor de Nogoyá, Entre Ríos, se comunicó conmigo a fines del año 2019. Sonaba extraño y un poco cansado. 
El relato que recibí lo transmito lo mejor que puedo, para que mis querido lectores no pierdan la conexión del mismo. 
Aseguraba el buen hombre descender de uno de los jesuitas expulsados de estos reinos allá por 1767 aproximadamente, por Carlos III; luego de haber sido lanzados de todos los demás reinos europeos, a lo que se sumó la supresión de la orden por el Vaticano. Los ex sacerdotes se incorporaron a otras legiones a duras penas y otros se aventuraron a la vida civil. Muchos adoptaron, con ayuda de falsificadores, nuevas identidades. 
El mencionado por el narrador se llamaba Felipe. Estaba estacionado en la ciudad de Corrientes, en el colegio o convento donde hoy se halla el Colegio San Martin. Era el centro de la administración de todas las Misiones en la provincia de Corrientes, cuyos límites eran indeterminados. 
Continuó diciendo que mantenían contactos con sus antiguos cofrades, por lo que se le encomendó que volviera a la ciudad de Vera a verificar si el inmenso tesoro que habían escondido, no hubiera sido hallado. Añadió que los sacerdotes tenían conocimiento anticipado del secreto a voces de su expulsión, por lo que eligieron la ciudad como el punto de encuentro para ocultamiento de sus inmensas riquezas. 
Con sigilo y prudencia típica de gente muy inteligente, acostumbrada a la reserva en sus obrares, encontraron en lo que hoy sería el Bañado Norte una zona pedregosa. Dos de los clérigos fueron al lugar en calidad de ingenieros, acompañados de muchos indios de las misiones, especialmente de la zona de Mercedes y la costa del Iberá, hoy Colonia Carlos Pellegrini. 
El Bañado Norte era entonces un paisaje diferente del que hoy se puede observar. Estaba poblado de espinillos, cardos, plantas de tala. En dirección al Pasito los terrenos 
eran bajos, por el otro lado donde se ubicaría la Quinta de Ferré abundaban los lapachos. Cerca del lugar se levantaría, siglos después, un seminario de triste recuerdo. Siguiendo la zona se hallaban lomas altas y terraplenes de arena, cortada por profundos zanjones. El tiempo posterior vio pasar frente a la Escuela Regional sobre el lado oeste, al trencito Económico cuyo ramal al puerto Italia era su destino final. Ese es el actual escenario en que los curas jesuitas eligieron, entre quebrachos y curupay. Con la presteza de siempre comenzaron a ingresar al lugar directamente, sin entrar en el casco histórico de la vieja aldea de la ciudad de Vera, llena de ranchos pobres y calles infectas, carretones de distintos y lejanos puntos del territorio jesuítico. Incluyendo las que provenían del Paraguay, con sacerdotes que formaban un pequeño batallón En tiempo record digamos, menciona el relator, construyeron un gran pozo de material resistente. Custodiado con guardia armada de los propios frailes, duchos en el arte de la guerra y de la resistencia, para que nadie metiera las narices en sus actividades; incluyendo el patrullaje en el río Paraná cercano. 
En el lugar procedieron a esconder los tesoros consistentes en oro y plata, joyas y otros valores, según atestiguaba el informante. Habían descubierto minas de oro en Paraguay, costas del Brasil y otros lugares desconocidos. 
Terminado el soterramiento del tesoro, con los objetos de culto, plantaron árboles de variedades autóctonas. Determinaron latitud y longitud correcta del mismo. Volvieron las carretas al centro de la provincia donde fueron quemadas en su totalidad, con su horrible carga. 
Los indios que trabajaron en la obra y acompañaron la empresa, fueron invitados a comer festejando la culminación de las tareas. Luego de una gran comilona bebieron aguardiente a más no poder. Cuando llegó un límite razonable, los clérigos le proveyeron de más caña, pero esta vez envenenada. Acción muchas veces utilizada en tiempos remotos y actuales, como en el siglo XX, en varios genocidios. 
La mortandad empezó rápidamente. Los pobres infelices alcoholizados ni siquiera se dieron cuenta que la muerte los estaba esperando esa misma noche. Los curas recibieron todas las maldiciones imaginables. 
Cargaron los cuerpos cubiertos en las carretas, cada jesuita condujo una hasta llegar a la estancia del centro Rincón de Luna. Allí procedieron a bañar con caña cuerpos y vehículos, rodearon de leña el círculo y se dispusieron a quemar casi todo. Quedó solo una para el regreso. El fuego 
estuvo alimentado durante toda la noche con grande esfuerzo. Se vertía alcohol y leña para avivarlo cuando disminuía su potencia, los resultados fueron casi óptimos. Quedaban los herrajes de los carretones los que serían arrojados en lagunas circundantes, los restos o cenizas fueron enterrados en lugares anegadizos que el tiempo consumiría. 
Al volver, el cuerpo de sacerdotes reunidos decidió entregar a una persona de su entera confianza el mapa único del tesoro. Era el pariente correntino del sacerdote Felipe que volvería a estas tierras. El familiar tenía establecida una 
estancia cercana a las posesiones de los curas. El hombre, casado con la hermana de Felipe, no muy agraciada por cierto, pasadita en años, logró marido en este correntino mestizo influenciado por los clérigos. 
En realidad, el hombre no entendía que tenía entre manos, no sabía leer ni escribir como su esposa. Para ellos la cartera de cuero contenía un jeroglífico, solo tenían que conservarlo sin abrirlo bajo pena de excomunión. Como buen devoto temeroso de Dios, cristiano católico, juró solemnemente proteger el documento con su vida. 
Llegado el momento de la expulsión todos esperaban sentados en el Colegio Convento con su atadito de ropas, mostrando públicamente su conocimiento anterior de los hechos supuestamente secretos: la exclusión. 
Pasaron algunos años, volvió Felipe con otro nombre y de profesión comerciante. Se puso en contacto con su pariente y sobrinos, quienes lo reconocieron a pesar de las arrugas y canas adquiridas por el paso del tiempo. Le entregaron el sobre conservado como lo habían dejado. Se sentó y lo copió con esmero. Luego llamó a sus sobrinos, a quienes bajo juramento similar que tomara a sus padres, con la cruz de brillante oro en la mano, so pena de excomunión les hizo jurar que conservarían el documento original. 
Con tristeza y luego de varias jornadas con su hermana y su cuñado se despidió, advirtiéndoles que el pase del documento tenía que ser de generación en generación, con el mismo juramento. 
Felipe volvió después de diez años al lugar que ubicó con sus instrumentos científicos. Había cambiado, poblándose de algunos árboles que se erguían majestuosos en el sitio. 
De pronto al atardecer, Felipe se encontró rodeado de sombras y aullidos que lo aterraron; espíritus sombríos le reclamaban explicaciones. Sentía en sus carnes un dolor insoportable, de repente escuchó desde las entrañas mismas de la tierra voces que le anoticiaban que estaba enfermo y pagaría sufriendo en vida los asesinatos cometidos. 
Volvió a España como pudo, apenas llegó se reunió con sus cofrades a los que encontró mustios y absortos. Preguntó el motivo de sus malas caras a lo que adujeron, macilentos: “tenemos lepra y nos llevarán a todos al leprosario, andaremos por la vida con la campana que anuncia al apestoso”. Felipe recordó las palabras de los espectros y se observó la piel advirtiendo la presencia de la enfermedad. Las maldiciones de los pobres indios los habían alcanzado, la campana les recordaría con cada tañer los asesinatos cometidos por codicia. 
Todos decidieron quemar el plano. Como se puede apreciar la inmensa riqueza no cura enfermedades. Así desapareció la banda de forajidos que mataron por avaricia. 
Pasaron los años, siglos, y como lo prometido es deuda en la familia del narrador el sobre de viejo cuero, el plano que nadie entendía de qué se trataba, pasaba de mano en mano. Así fue a parar a la posesión del narrador que me prometía el oro y el moro para ayudarle a buscar la oculta fortuna. 
Le agradecí sinceramente la confianza que depositaba en mí, pero rechacé la oferta y le mandé a criar gallinas ya que dicen que en el Entre Ríos se desarrollan bien. 
No obstante la respuesta categórica, el hombre insiste por teléfono. Ya no respondo, prefiero escuchar las campanas que llaman a los ángeles y no a los demonios. No vaya a resultar que en estos tiempos el maligno utilice celular para comunicarse. El sello de la maldición lo tiene el pobre hombre por su parentesco con quien murió entre llagas y lamentos. 
Me pregunto a cuántos habrá invitado en su larga vida a emprender la aventura de encontrar el tesoro, si existiera. 
Que gran cantidad de buscadores profesionales andarán merodeando el Bañado Norte, tratando de encontrar el ansiado tesoro. No cabe dudas, el seminario viejo estaba lleno de excavaciones, y los que posteriormente compraron en loteo los terrenos, se sorprendieron con los pozos abiertos. 
A todos los buscadores les sugeriría que existen en él muchas construcciones nuevas y debajo de cualquiera puede estar o no. O bien que pregunten si existe algún lugar de los que llaman malditos, a los que no se acerca nadie. Si ven danzas de espíritus lamentándose de su suerte, porque dicen que donde hubo sangre derramada los espectros hacen su festín. Muchos anduvieron cerca ya lo sé, pero el tesoro tiene de custodios sus espíritus furiosos, chaque chamigo.

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