Miércoles 24de Abril de 2024CORRIENTES22°Pronóstico Extendido

Dolar Compra:$852,5

Dolar Venta:$892,5

Miércoles 24de Abril de 2024CORRIENTES22°Pronóstico Extendido

Dolar Compra:$852,5

Dolar Venta:$892,5

/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Autodestrucción patriótica

Por Emilio Zola

Especial para El Litoral

Qué somos los argentinos? ¿Un conjunto de emociones temperamentales que caminan con cadencia incorregible hacia la autodestrucción, pero sin alcanzarla nunca? ¿Qué nos salva del destino maldito que tantas veces anticipan los pronósticos más racionalistas? Si estas preguntas se entrelazan con la verdad existencial que define a este país de apenas dos siglos, mezcla de indios masacrados e inmigrantes pobres, el paralelismo de la vida maradoniana y sus escandalosas exequias completa el Tetris de un retrato surrealista que nos enmarca a todos, con los claroscuros de este confín hemisférico del sur.

Esta columna no viene a decir nada nuevo, pero sí es un intento de profundizar en la relación que unirá para siempre a la Nación de San Martín y Belgrano con el jugador de fútbol que se encargó de hacer con una pelota número 5 lo que nadie podrá repetir jamás: suprimir diferencias de toda laya para celebrar en un abrazo unánime aquel vindicante gol a los ingleses que, cuatro años después de Malvinas, rindió épico tributo a las víctimas de una guerra injusta. 

Está claro que Diego Armando Maradona representó a los argentinos en sus mejores y también en sus peores momentos, con el brillo de su talento, el peso de su carácter y la oscuridad de sus errores. Pero transcurridos algunos días de su solitario final biológico afloran elementos subyacentes que permiten abordar un fenómeno que trasciende lo deportivo, lo político y lo social. Se trata de una extraña pulsión psicológica que nos compele a conservar una íntima convicción de que por más calamitoso que resulte el actual estado de las cosas, cinco segundos antes del epílogo algo saldrá bien por eso que alguna vez dijo cierto patrón del conurbano: “La Argentina es un país condenado al éxito”.

Consustanciado o no con el temple arrollador del 10, admirador o crítico de sus inacabables versiones, el argentino tipo avanza hacia sus objetivos con un optimismo maradoniano en el que se mezclan la temeridad de la gloria con el genuino afán de llevar a los suyos el sosiego de una vida mejor. Diego lo hizo en el campo de juego y, aunque alguna vez le cortaron las piernas por la efedrina, siempre volvió para hacerse cargo del lugar que le asignó el destino: el de un guerrero que en nombre de sus ideales (acertados o no) era capaz de vencer a los persas en las Termópilas él solo, con la camiseta albiceleste y el pecho inflado del más visceral patriotismo.

El problema de la tempestividad irreverente que el gran capitán contagió a sus connacionales es que se expresa en sentidos tan contradictorios que lo que para algunos es motivación para otros es una invitación a la rebeldía inmotivada, al extremo de que todo eso que el jueves pudo haber sido una ceremonia de despedida ejemplar acabó en el ridículo de escaramuzas entre barras bravas, policías y desquiciados variopintos que vulneraron el patio de las Palmeras hasta tumbar el busto del presidente Hipólito Yrigoyen.

Algunos dirán que el ídolo, inerte protagonista de la previsible trifulca, no merecía el papelón histórico de un velorio desatinado, pero pensándolo bien: ¿acaso Diego no tenía esas explosiones descontroladas que lo llevaban a dedicar frases tan corrosivas como ocurrentes a sus enemigos de turno? ¿Acaso el Pelusa no era el pibe villero que aún vestido de etiqueta tomaba champán del pico frente a dignatarios y nobles, con el desenfado de una personalidad indomable? Los barras atravesando vallados, los fanáticos que derribaban a patadas a motociclistas de la Federal y los padres imprudentes con sus hijos aupados en medio de gases lacrimógenos también resumen al Maradona políticamente incorrecto al que millones le perdonamos sus errores por el simple hecho de que las alegrías que prodigó fueron, en la balanza de la historia, infinitamente mayores que las equivocaciones.

Viene aquí la pregunta de por qué el Gobierno nacional, que tanto quiso honrarlo con un funeral apoteótico, no previó las desventajas y riesgos de una ceremonia multitudinaria en un recinto cerrado y en plena pandemia. Con todo derecho, los miles de ciudadanos comunes que fueron privados de despedir a los suyos como la tradición manda, elevaron sus voces contra la decisión oficial de abrir la Casa Rosada a las muchedumbres desesperadas por honrar al héroe de los mundiales de Japón, México y Alemania. Para los abuelos que murieron solos por covid, la cremación indigna; para el astro deportivo, una concentración masiva de altísimo riesgo sanitario.

Para quien esto escribe, Maradona merecía un último adiós a la altura de su leyenda, pero el drama del coronavirus abrió una vez más la grieta entre quienes prefirieron poner en riesgo la salud colectiva con tal de homenajearlo y quienes cuestionaron la doble vara de un presidente tan futbolero como improvisado. Alberto Fernández se dejó llevar por el hincha que habita en su fuero íntimo con la intención de recrear las escenas del velorio de Eva Perón y Néstor Kirchner, pero sin planificación. 

Maradona fue, a escala planetaria, más que Evita y Néstor, más que Perón y Gardel. Solo Fangio con sus cinco títulos mundiales, Favaloro con su by pass y el papa Francisco con su prédica ecuménica podrían ser parangonados con el altísimo grado de conocimiento y reconocimiento alcanzado por el líder de la selección argentina en seis mundiales (uno de ellos Sub-20 y otro como DT) por lo que estaba escrito que tan solo 9 horas de apertura pública de la capilla ardiente instalada en el edificio gubernamental serían insuficientes para permitir que los miles de admiradores que se agolparon en los alrededores pudieran dar su último adiós al Diego yaciente.

Los antecedentes históricos son contundentes: Eva fue velada por dos semanas luego de que su cuerpo fuera preservado por el anatomista Pedro Ara. Néstor Kirchner fue velado a cajón cerrado durante 4 días durante los cuales incesantes filas de dolientes seguidores pasaron por los corredores de la Rosada para llorarlo. ¿Acaso no pudo alguno de los tantos asesores del Gobierno haber imaginado el desborde en las honras fúnebres al más grande futbolista de todos los tiempos?

El hecho de que se haya elegido la Casa Rosada como escenario de la ceremonia póstuma puede no ser compartido por los más escépticos, pero hay un razonamiento justificante: la sede del Gobierno argentino abrió sus puertas a Maradona en sus momentos triunfales. Los balcones de Balcarce 50 le pertenecieron al 10 cuando el combinado nacional regresó de México en 1986 y de Italia en 1990, motivo por el cual no estaba de más ceder el mismo sitial para rendir homenaje a sus restos mortales. De hecho, con otro número uno indiscutido del deporte argentino como fue Juan Manuel Fangio, fallecido en 1995, el entonces presidente Carlos Menem tuvo el mismo gesto.

Lo que marca la diferencia entre los casos precitados y el descontrol profano del pasado jueves es que durante los velorios célebres del pasado no asolaba una plaga global capaz de matar personas con un estornudo. En ese aspecto la contradicción del Gobierno fue una desmesurada paradoja, pues si la excusa era el oxímoron de organizar un desmán que de todos modos se iba a producir como consecuencia de la fama infinita de la “Mano de Dios”, bien pudieron haber elegido un espacio abierto como el que ofrecen las canchas de fútbol, ámbitos naturalmente identificados con las proezas del campeón extinto.

Otra opción posible pudo ser la de una caravana, tal como Estados Unidos hizo luego del asesinato del presidente Abraham Lincoln, cuyo cuerpo fue transportado en un tren funerario por varios estados hasta su morada definitiva, en Illinois, para que durante el camino la gente pudiera manifestar su congoja.

Pudo más el desconcertante optimismo maradoniano. La creencia secular según la cual, en el minuto final, de la zurda implacable del argentino más famoso saldría el pelotazo perfecto para evitar una catástrofe. Con ese mismo autoconvencimiento positivista, el Gobierno nacional permitió tan accidentado réquiem sin evaluar las consecuencias, que están por verse.

 

¿Te gustó la nota?

Ocurrió un error