Por Enrique Eduardo Galiana
Moglia Ediciones
Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”
Mucho se habla de la Guerra del Paraguay o Guerra de la Triple Alianza o Guerra Guazú, poco se ha tratado de los fantasmas y aparecidos que de ella han emergido, sin embargo, autores como Ceballos y Whigham no ponen en duda su existencia y yo tampoco.
Una de las mujeres que fue al Paraguay fue Toribia de los Santos de Sosa, cuando las tropas paraguayas sufrían derrotas tras derrotas y la suerte de la invasión estaba echada.
Toribia vivía a una cuadra y un cuarto del Convento de la Merced por la calle Tucumán entre 25 de Mayo y Quintana, hoy sede del Colegio de Abogados de Corrientes.
Su vida comenzó un poco atraillada por la desdicha. Se enamoró de un joven militar, Desiderio Sosa, un excluido social en una sociedad cerrada por la oscuridad colonial de su conformación retrógrada, estratificada, anquilosada e ignorante, por falta de maestros y ciencias, que jamás admitiría entre los suyos, los patriarcales, al hijo de una madre soltera, hijo natural ndayé. Vaya escarnio, hijo natural, de padre desconocido y criado por su tía en su hermoso San Cosme.
A pesar de la oposición de la familia, Toribia de los Santos agregó orgullosa a su apellido “de Sosa”, para la desdicha de su cuna que se oponía a la relación. El romance y matrimonio comenzaron muy bien, pero el tiempo pasa y Desiderio, volcado a la política y frecuentes viajes por razones de su oficio, fue apagando el fuego que ardía en las entrañas de la pareja. Nada más penoso, afirmaba Toribia, que admitir que sus padres tenían razón, pensaba. Desiderio no era el marido ideal, su actividad política y guerrera lo consumían. Lo más triste fue el abandono que hizo de ella y sus hijas, cuando so pretexto de juntar tropas para resistir, la dejó abandonada a su suerte, a merced del invasor en ese nefasto 1865.
Entre abril de 1865 y la fecha de su partida al Paraguay debió convivir con los invasores, con su bonita presencia, concurriendo a fiestas, reuniones, bailes y todo tipo celebraciones, porque era obligatorio, casada o no había que asistir, bailar y reírse aunque el alma grite de espanto.
A ello se sumó el desastre de la invasión de Paunero, que entró a sangre y fuego en la ciudad saqueándola el 25 de mayo de 1865, violando a muchas de sus mujeres en una desenfrenada ordalía que siguió toda la noche en que se marcharon los presuntos patriotas con más de doscientas familias. A ella por supuesto no la llevaron, no daba el calce de “patricia” por su matrimonio con el desdichado Desiderio, valiente y patriota, pero que cometió el error de abandonarla a su suerte. Probablemente fue abusada en esa noche fatídica en la que los enceguecidos brasileros, uruguayos y argentinos hicieron historia por su conducta ignominiosa.
Con los desastres del Riachuelo y derrotas paraguayas en la costa del Uruguay, los invasores comenzaron a retornar a su territorio acompañados por sus amigos y seguidores, entre ellos, es presumible que estuviera incluida Toribia. Ya en el Paraguay, vivió durante la guerra todas las peripecias que ello supone, pero cerca de las familias paraguayas y con ellas, que eran aliadas del cherubichá López, las otras eran las renegadas, castigadas y vivían en cercos o poblados distantes, mejor dicho campos de concentración. Su vida era la de toda mujer paraguaya residenta, tenía que producir para mantener el ejército en pie. En el territorio paraguayo continuó con la obligación de reír y prohibición de llorar, debía concurrir a los bailes con los soldados y atenderlos de sus heridas de batalla o peste que eran muy comunes.
Nunca se supo si se enamoró o no de otro hombre, pero sí que su marido ausente le enviaba cosas a donde vivía, tenían comunicación como las otras que partieron con ella. Probablemente antes de la debacle producida con la caída de Humaitá, logró cruzar al Chaco paraguayo y convivir con otros que huyeron del destino final. No se animó a volver a Corrientes, tenía miedo de que su marido y la sociedad a la cual no pertenecía, la crucificarían por haberse marchado a tierras enemigas, además Desiderio conoció de primera mano la desdicha de su esposa a través de la correspondencia que mantenía con ella.
En resumidas cuentas, nunca sabremos la verdad de su existencia terrenal. De lo que estamos seguros es que sus restos descansan en tierras lejanas, en paz, y que su espíritu ronda en noches por la ciudad que la vio nacer.
La antigua casa natal de Toribia fue donada al Colegio de Abogados de Corrientes, ubicada por la calle Tucumán, donde actualmente se encuentra, donación de un prestigioso abogado correntino. La casa tenía una habitación nueva al costado norte, bastante chica y construida con esfuerzo de los socios del colegio libre y voluntario. Los restos de la antigua construcción del Siglo XIX se mantenían vivos, paredes derrumbadas a medias, pisos remendados y hasta el fondo entre esos restos, la vegetación invadía lentamente el terreno. Las necesidades fisiológicas se satisfacían cruzando la pared antigua de ladrillones, donde quedaba el espacio que ocupó antes una antigua puerta, detrás de la pared vieja se solucionaban las cosas. Entre el yuyal y árboles que crecían se mandó a limpiar un espacio donde se realizaban asados entre los asociados que se extendían hasta entrada la noche. Las reuniones también se realizaban después de las veinte horas en un espacio reducido del Colegio. Una de esas noches de frío intenso, uno de los socios se dirigió hacia el fondo cruzando la vieja pared para satisfacer su necesidad de orinar, ante su sorpresa, una mujer vestida con ropas raídas y a la usanza paraguaya se le acercó a menos de un metro, le habló entre castellano y guaraní. El colega quedó helado por el frío reinante y por el tremendo julepe que tenía al ver a este ser extraño y casi brillante, sin que la luz llegara a ella. Le dijo con un sonido de tristeza profundo: “Yo soy Toribia, te ruego chamigo que digas a mis parientes que viví bien y que volví a casa espiritualmente hace tiempo, que no se preocupen por mí porque descanso en paz”. El atribulado abogado no tenía idea de quién se trataba, quién era la mujer que le hablaba con serenidad y una tristeza que sonaba como letanía. Quedó plantado ante ella sin poder moverse, se le erizaron los pelos, la figura espectral se metió entre los yuyos y árboles y desapareció. Cuando ingresó al pequeño recinto de la reunión, en la que se debatía un tema candente, todos quedaron sorprendidos por el aspecto del asociado: venía blanco, le temblaban las manos, con el pelo revuelto, no podía articular una palabra. Lo hicieron sentar hasta que se calmó un poco. Expresaba: “No se preocupen, ya me voy a recuperar”. Unos pedían llamar un médico, otros utilizaron el método directo de un trago de whisky que al efecto siempre había. Un poco repuesto contó su experiencia, como siempre unos lo miraron con sorna y otros lo tomaron en serio. “Será una broma -expresó alguien-, otros te asustaron chamigo”. Casi todos porque algunos no se animaron, fueron al fondo provistos de las linternas que sacaron de sus autos, más por curiosidad que por valentía, penetraron en el fondo cruzando el hueco de la vieja puerta con la luz artificial, alumbrando por todas partes sin hallar ningún rastro. Ninguno de los presentes entendía nada de lo que había dicho el socio sobre la mujer que vio.
La próxima reunión tuvo una consecuencia clara: ninguno fue al fondo, al menos solo. De a dos o tres se animaban por la necesidad. No ocurría nada, pero el suspenso latía en el ambiente.
Otro día, en el mismo lugar, algunos estaban sentados sobre un tronco en el espacio que se limpió entre los arbustos y árboles, otros sobre los restos de un muro de antiguos ladrillones de la vieja casona preparando un asado y cambiando chanzas entre ellos. De pronto, un viento no previsto comenzó a mover el follaje, la luna brillaba con mayor fulgor y el frío apretaba, por lo que el fuego era un buen compañero. Don Hernán y Tono estaban sobre el tronco y de pronto ante todos apareció la mujer y expresó lo mismo que le había dicho al colega, pero esta vez tenía una sonrisa que nos transmitía tranquilidad, al unísono saludaron más por el desasosiego que por educación, la aparición saludó cortésmente. No se recuerda quién le preguntó: “¿Usted vive o vivió en este lugar, señora?” Ella respondió desde lo profundo del más allá: “Sí, lo hice hace mucho tiempo, ahora ocupo otro espacio para estar con los míos. Agradecería que transmitieran mi mensaje”. Dicho esto se metió en el follaje y desapareció. Todos se quedaron mirándose entre ellos, en un silencio atronador. Pasado el momento, se comió sin mayores problemas. Por mayoría, se designó a un miembro que enseñaba historia la tarea de averiguar quién era la mujer que visitaba la finca, pues seguían pensando que era una broma y que la casa tenía comunicación con algún vecino.
El designado averiguó con Jorge, el hijo del donante de la casa, quien aclaró las dudas. Dijo Jorge: “Esta casa perteneció a la familia de los Santos y su hija fue una de las mujeres que se marchó al Paraguay, voluntaria o involuntariamente”. A partir de allí comenzó la búsqueda histórica del asunto y en la reunión siguiente informó sobre el particular el miembro de la comisión al que se le encomendara la tarea, que decidió comunicarse con algún descendiente de esta mujer. Encontraron muchos, pero se eligió a un pariente que conocían como descendiente de Desiderio Sosa, de baja exposición, don Nicolás Tolentino Sosa y sus hermanos, a los cuales se les informó lo que decía Toribia. Éstos miraron con resquemor al comienzo y luego agradecieron más por formalidad que por otra cosa. No querían hablar del tema, pero prometieron transmitir la información, a quienes corresponda.
Pasaron días y años, se construyó en el lugar un nuevo edificio moderno, el único inconveniente que advierten es que en ciertas noches ven pasar a una mujer fulgurante que nadie conoce cantando en castellano y guaraní melodías dulces y encantadoras por el patio del Colegio de Abogados y se pierde entre las paredes; otras, cantando una canción de cuna con un chico en brazos.