Por Enrique Eduardo Galiana
Moglia Ediciones Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”
La vetusta casa de la esquina de Salta y Mayo crujía bajo los martillazos y golpes que anunciaban la caída de un tesoro arquitectónico, sin respeto alguno por sus años y su vecindad con la antigua Catedral de Corrientes, que desde fines del siglo XIX albergaba la actual Casa de Gobierno.
Viejos ladrillones de más de 45 cm de largo caían estrepitosamente junto a los tirantes de madera dura que fueron sacados a hachazos de los bosques correntinos y chaqueños, noble madera que escuchó tantas conversaciones en el derrumbado edificio. El capataz de la obra, un tal Balim, daba órdenes a los gritos, los grupos de obreros en ocasiones se estorbaban entre ellos, había que avanzar, la lluvia amenazaba parar la obra. Se colocaron faros de potente luz para que la tarea continúe hasta entrada la noche. Conos de sombra dibujaban las sobrevivientes paredes que esperaban su turno para morir ante la piqueta destructora del hombre.
Apareció Cambá Castillo, corriendo, sudoroso, nervioso, casi al borde de la desesperación. “¡Señor Balim!”, gritó. “¿Qué querés, Cambá?”, preguntó. “Tengo que hablar con vos ya”, dijo el morocho. “Andá a trabajar y no molestes -replicó Balim- mirá que se viene la lluvia”. Sin embargo, Cambá como pudo, saltando escombros llegó hasta Balim. “Vení pue, che patrón, a ver lo que encontramos”. Lo miró de reojo y vio codicia, miedo, susto y tantas otras sensaciones. Justo en ese momento se largó la lluvia, los grupos de trabajo comenzaron desordenadamente a dispersarse, juntando sus calchas se dirigían en grupos hacia la salida, el agua pegaba fuerte, el grupo de Cambá no se movía del lugar, era como si estuvieran adorando a un Dios. Balim se acercó chapaleando barro y ante sus ojos rodeado de doce de sus hombres, aparecía una parte de lo que parecía ser un arcón grande. Inmediatamente puso orden: “Cuatro vigilan la entrada, dejan algún leal”. Como casi todos eran medio parientes, en rápida deliberación eligieron los guardias. “No apaguen las luces”, gritó el jefe, “un obrero está debajo de una madera, los demás váyanse, volvemos mañana”, afirmó.
Con gran cuidado y meta pico y pala liberaron esa gran caja de antigua data, tenía tres cerraduras. A los golpes y piedrazos reventaron los zunchos y la madera corroída por el tiempo, ante sus ojos, bajo la luz artificial y la de los rayos y centellas, apareció el oro, un gran tesoro.
Tomó la posta Balim: “Nadie habla,” gritó, “esto va a quedar entre nosotros, una parte vamos a entregar para no empacharnos, pero nadie habla”. La lluvia seguía pegando fuerte. En hilera abrían sus pañuelos y de a puñados caían doblones españoles, mexicanos, libras esterlinas y otros objetos de oro, cuando la porción estaba completa, el beneficiado daba un paso atrás y quedaba de guardia y así siguieron hasta completar los doce, el mandamás llevó una bolsa con casi la mitad de lo que quedaba, acomodaron las monedas restantes con las manos, ordenó a uno que lo acompañe y otro llevó su pañuelo enrollado y la bolsa del jefe. Avisaron a un funcionario de la casa de gobierno, ante su presencia se hizo formal entrega del resto del tesoro, que por supuesto nadie nunca supo a donde fue a parar.
El correntino es un hombre trabajador y leal, pero cuando está caú se pone belicoso y hablador. Al lado de la Central de Policía, en donde estaba una casa colonial, funcionaba el almacén en el cual era obligatorio comprar toda la mercadería que se necesitaba con los vales de la provincia, los precios eran caros y los empleados públicos eran prisioneros de ese monopolio monetario. Entró el Tiburcio, cinco días después y con un grito que nunca daba, porque estaba acostumbrado a recibir los gritos, ordenó: “Mirá, che patrón, una botella de buena caña para cada uno de mis amigos”, el almacenero lo miró con desconfianza, como diciéndole de dónde saliste vos, ante el interrogante, el Tiburcio peló de su bolsillo un doblón de oro español. “Con esto alcanza”, sostuvo. El comerciante rápidamente empezó a bajar las botellas y contestó: “Esperá, che Tiburcio, que tengo damajuanas en el fondo”, disparando hacia adentro. Los contertulios acollarados en sus sillas o en las rejas de la casa colonial se chuparon lo que venía, el comerciante se acomodó junto al Tiburcio. “¿De dónde pa’ sacaste esta pieza, Tiburcio?”, le preguntó. “No, pue”, respondió Tiburcio, “es que está linda para comprar otra”, siguió el pulpero y el peón en su terrible borrachera peló otro doblón y gritó como sintiéndose un prócer: “Hoy chupamos todo lo que venga”. Luego de eso, Tiburcio soltó la lengua, de allí a la policía pasaron pocos minutos, una buena paliza y cantó todos los nombres menos el del señor Balim, porque sabía que el italiano no era lerdo con la navaja y prefería la garroteada antes que verse con su patrón. Los doce compañeros suyos fueron desfilando por la central y entregando lo que les quedaba, tal como lo hacían, se hacía la repartija entre los dueños del poder.
Balim de capataz pasó a ser empresario, siempre prudente. Uno de sus hijos murió en un accidente chocando con un auto, otro perdió una pierna con una moto, él y su esposa murieron de una rara enfermedad que ningún médico pudo saber de qué se trataba. La maldición del tesoro cayó sobre propios y extraños, porque dicen que los muertos reclaman la vida de los vivos cuando hallan sus pertenencias.