Por Enrique Eduardo Galiana
Moglia Ediciones
Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”
El Gringo, parado en la esquina de Brasil y Rivadavia, pegando gritos le preguntó a doña Esperanza dónde estaba Antonio, que debía jugar el domingo a la mañana un partido de fútbol con los jóvenes del barrio, en la que entonces se denominaba cancha de San Pablo. No era más que un gran potrero que bordeaba una laguna alrededor de la cual se iba gestando un nuevo barrio a la vera de las vías del tren Urquiza que agreste pasaba por ese lugar haciendo sonar sus bocinas avisando de antemano a los que transitaban por la avenida Maipú el cruce del portento de hierro. La mujer contestó: “Se fue a Itatí con unos amigos a comer un asado, pero vuelve a la noche”.
El calor se hacía sentir en la media mañana de la localidad de Itatí, el grupo que integraba Antonio se reunió en la bajada de una antigua carpintería donde se fabricaban, en ese entonces, canoas marineras de madera, muy apreciadas para esa época. También el lugar cubierto de árboles daba sombra a una entrada del río protegida por una punta de piedras, en la cual se aventuraban los aguateros con sus carros tirados por caballos y llenaban a mano, a baldazos limpios, grandes toneles de madera con los cuales repartían a módico precio el agua en el pueblo de calles de arena y casas de galería, no había agua corriente.
El sol caía casi a pique, el calor resultaba inaguantable pero los muchachos haciendo caso omiso de uno y otro jugaban alegremente a la pelota, esperando el momento en que el asado sobre la parrilla se cocinara un poco más. Los tres elementos: el sol, el calor y el aroma del asado, convertían al lugar en un sitio paradisíaco, nadie pensaba en una desgracia.
En un momento dado, la pelota va al río, la corriente la arrastra, Antonio excelente nadador, se lanza tras ella, zambullirse y desaparecer de la superficie ocurrieron al mismo instante.
Ante la desesperación de sus compañeros que observaban aterrados la escena, unos sostenían que se zambulló y que iba a aparecer más adelante, otros, conociendo la seriedad del nadador aventuraban lo peor. El hombre encargado de la fábrica de canoas se lanzó al agua, se zambulló reiteradas veces, no encontró nada. Otros avisaron al puesto de Prefectura Nacional que se encontraba a dos cuadras aproximadamente del lugar, enseguida apareció la lancha prefecturiana y comenzó el drama. Gritos y llantos formaban un círculo de dolor y horror, todo sucedió en un instante. Se sumaron, como siempre ocurre en estos casos en que el río que no tiene ramas cobra a sus víctimas, pescadores y algunos vecinos con lanchas más modernas.
Peinaban el río arrastrando patejas, instrumento usado por los pescadores de sábalos cuando éstos correteaban casi sobre la superficie del río en su eterno transitar. La noche fue cayendo, las sombras se posaron sobre el río, quedaban pocos que ayudados por la luz de la lancha de la prefectura no cesaban en la búsqueda. Llegaron los padres y hermanos, escenas de terrible dolor y espanto se dibujaban en las sombras de la noche, los antiguos fantasmas del río danzaban en el lugar.
En la ciudad de Corrientes se estableció, como siempre ocurría ante la posibilidad de un ahogado, un lugar de encuentro común en la calle Rivadavia y Vélez Sarfield, a una cuadra de la capilla Santa Rosa, los asistentes contaban historias, urdían posibilidades, que salió en otro lugar y perdió la memoria, que lo alzaron y lo llevaron, y que va a aparecer y tantas otras que se dicen cuando no aparece el cuerpo, la ausencia del cadáver impide el duelo, que la persona desaparecida puede ser desagregada de la sociedad a la cual pertenecía. Llanto pero vacío, el de los familiares, porque siempre queda la esperanza que alguna aparición milagrosa, aunque tardía, ocurra.
Pasaron dos o tres días, en ese lapso de tiempo fueron mermando las embarcaciones, los primeros en aparecer fueron los curas, quienes trataban de conciliar lo trágico con la fe, si no había milagro, no había conciliación; adivinos y aventureros merodeaban y probaban sus quehaceres de distintos modos, unos hablaban con el río como si éste les escuchara, otros apelaban a fuerzas imaginarias de cuya existencia siempre se duda, sin embargo el cadáver no aparecía.
Al tercer día, en Corrientes capital iba cayendo la tarde recostándose sobre los sauzales de la casa en la que vivía el Gringo, éste se iba a bañar, en la humilde construcción destinada al efecto, cuando de pronto escuchó claramente: “Gali”, como lo llamaba Antonio, puso en duda hasta su propia cordura. ¿Era el grito de Antonio? Lo más sorprendente es que su hermano menor, que estaba estudiando a unos diez metros del lugar, vino hacia él con una cara de susto que se advertía a lo lejos. “¿Escuchaste?”, preguntó. “Sí”, contestó el Gringo, “fue Antonio”. Era un aviso que venía desde el más allá. Inmediatamente fueron hasta donde estaba su madre, sentada en la vereda mirando la calle con la misma tristeza que todas las madres del barrio, y escuchó el relato de sus hijos. Serenamente les dijo: “Lo encontraron, estoy casi segura”.
Después de los intentos de los que hemos hablado anteriormente, en Itatí había aparecido una anciana, de ropas humildes pero dignas, no dijo una palabra, ni siquiera miraba a las personas que se hallaban en el lugar, simplemente se acercó a la costa del río, metió sus manos en una bolsa de tela y sacó migas de pan, sola sin escuchar a nadie comenzó como ella dijo a alimentar al río, “devuelve lo que no es tuyo, come el pan”. Al instante los peces del río luchaban entre ellos por las migas que flotaban, separándose, hundiéndose y volviendo a aparecer, pasaron unos minutos, la mujer repitió la operación ante la mirada curiosa de los allí presentes cuando lenta y tranquilamente en el mismo lugar en que se había hundido el cuerpo, flotó exhibiendo el aspecto impactante y aterrador del cadáver de un ahogado.
La mujer se fue alejando sin que nadie supiera de su existencia, los hombres y mujeres con los canoeros ayudaron a retirar el cuerpo, quién aparecía bañado por la luna como un espectro. Un griterío y llantos acompañaron el momento, terminaba el largo suplicio de los familiares y amigos de quien en vida fuera Antonio.