Por Emilio Zola
Especial
Para El Litoral
El mejor peor año del último lustro termina con la inyección de alegría gratuita que la selección nacional infundió a los 45 millones de argentinos con el campeonato mundial de fútbol.
Messi, Scaloni, Dibu Martínez y compañía fueron capaces de proporcionar esa felicidad inmaterial que allana fronteras sociales y trasciende las penurias cotidianas para anidar en el orgullo patriótico del colectivo nacional, fenómeno que desencadenó otro muy palpable: el afán de los políticos por mimetizarse con el triunfo deportivo, el intento de capitalizar la buena onda que se respiraba en las calles durante los días posteriores a la final de Qatar.
No lo consiguieron ni lo conseguirán. Y esa es otra buena noticia de este 2022 en retirada, en el que futbolistas e hinchas se comprendieron mutuamente para lograr el acuerdo tácito de la no presencia en la Casa Rosada, de la no foto con los funcionarios de turno, del ascetismo partidario que no fue neutralidad política. Porque los campeones de Lusail hicieron política al optar por la equidistancia.
El frío aplicado a la relación con el poder fue leído como un signo de madurez, un aleccionador llamado a la conciliación sociopolítica en un país hundido en confrontaciones dialécticas motorizadas por las cabezas de dos enormes bandos en pugna cuyas respectivas galimatías internas ahora tienen un camino a seguir para desanudarse: el de la coincidencia objetivada en un nuevo escenario global que sólo podrá ser conquistado por quien reúna cualidades como la responsabilidad, la generosidad y la pericia.
La metaforización futbolera se torna inevitable. Los mismos figurones de la fauna política más recalcitrante utilizaron hasta el hartazgo la cantinela de que “trabajando en equipo se logran cosas como nos ha demostrado la selección”. Lo dijeron a los cuatro vientos, pero sin conmover, sin credibilidad. El ciudadano de a pie interpretó esas expresiones como lo que fueron, meros intentos acomodaticios en medio de la implosión económica de una Argentina que pasó demasiado tiempo sin brújula, gobernada por los extremos.
La selección nacional, desde la convicción por un objetivo compartido, con la confianza que logró inspirar a 45 millones, alcanzó la gloria y marcó el camino de la redención para aquellos referentes del sector público que se atrevan a romper con la lógica de la grieta. En el fútbol ganaron la moderación de Scaloni, la humildad de Messi, la simpleza del Dibu y la certeza mancomunada de que todos debían desempeñar un rol que no empalideciera al de al lado, sino que —por el contrario— lo enriqueciera fortaleciendo sus virtudes y disminuyendo sus debilidades.
El kirchnerismo con su 30 por ciento de adeptos catequizados y Todos por el Cambio, con otro 30 por ciento de convencidos, demuestran que los términos medios han crecido y que un 40 por ciento de la sociedad reclama nuevas alternativas. Como dijo hace pocos días el analista Gabriel Slavinsky, de 2019 a 2021 las fuerzas mayoritarias perdieron 10 millones de personas que decidieron votar otra cosa en las últimas parlamentarias.
Y allí cuaja, echa raíces y germina el mensaje de argentinidad ecuánime transmitido por los jugadores de la tercera estrella. Driblearon con inteligencia las palmadas del poder y se mantuvieron cerca de la gente, con demostraciones didácticas para los que hoy conducen un gobierno vacío, desmantelado por el desgranamiento de sus partes, corroído al punto de la renuncia masiva de funcionarios como la exjefa del Inadi, el extitular de la Oficina Anticorrupción y el exjefe de la Casa de Moneda.
Salvo Sergio Massa, quien hoy por hoy conduce el barco gubernamental en consulta constante con el FMI, los ministros, secretarios y subsecretarios han sido desactivados por el rechazo mutuo en la relación con un presidente que no manda, que vacila y hace el ridículo al recitar frases litonebbianas de los 70, mientras la opinión pública expresada en el universo horizontalizado de las redes sociales lo empuja, inevitablemente, al cadalso de una derrota asegurada.
La vicepresidenta Cristina se mofa al definir a la corriente albertiana como la línea “Amague y Recule”, en referencia a las oscilaciones que el jefe de Estado exhibió en el ejercicio del cargo desde sus comienzos y hasta hoy, con el intento de desobedecer un fallo de la Corte y el consiguiente arrepentimiento esbozado en la idea de reintegrar con bonos la coparticipación birlada a la Ciudad Autónoma.
Intenta la creadora del Leviatán desligarse de su autoría. Retira sus soldados del gabinete, tira cascotes al techo de chapa y manda señales que van de la confusión al absurdo, en tanto se autodefine proscripta luego de haber renunciado a postulaciones futuras. Lo hace desde la inauguración de un polideportivo al que decidió bautizar “Diego Armando Maradona”.
Es su reaparición después de la condena por la Causa Vialidad, a pocos días del mayor logro deportivo del país en los últimos 36 años. Pero en su monserga de hora y media no hace referencia alguna al mundial, ni a la copa, ni a Messi. Punto para Scaloni y sus guerreros, por supuesto.
Si la selección argentina que termina de elevar el orgullo criollo a lo más alto ha sido merecedora de tal indiferencia quiere decir que algo hicieron bien estos muchachos. Recordemos: fue aquel martes de comunión absoluta con el pueblo fanatizado hasta el éxtasis infinito, inconmensurable, estudiado por los sociólogos del mundo como un extraño maridaje entre el descontrol y la pasión, entre la locura y la algarabía.
Nadie exigió nada. Nadie reprochó la ausencia en el balcón. Ni siquiera demandaron explicaciones por la interrupción de la caravana en plena Ricchieri. Los cinco millones de personas teñidas de celeste y blanco simplemente salieron a celebrar, a retribuir la gloria mientras (en una simbiosis perfecta) los jugadores más cotizados del planeta hacían exactamente lo mismo: corresponder tanto cariño, cocinados bajo el sol en cueros, en un colectivo destechado, tomando fernet en botellas cortadas a lo guaso, como en el potrero de Fiorito, como en el Grandoli de Rosario.
La síntesis, tan cristalina como asertiva, se pudo decodificar fácilmente. Ese día los jugadores hablaron sin hablar: nosotros (los campeones) estamos con ustedes (el pueblo) y no con ellos (los burócratas). Y si ellos quieren ser nosotros, tendrán que pasar por este filtro de expiación que es volver al origen, a caminar los barrios, a mojarse con el sudor del laburante que pide explicaciones en la vereda, a sentarse en rondas de mate para discutir con el que opina distinto hasta hilvanar una idea genuina, representativa de todos.
¿Y qué quieren todos para el año nuevo? Una oportunidad para ser felices, llegar a fin de mes, comer rico, dormir tranquilos, ver a los hijos crecer sin miedos, recuperar la dignidad de valerse por sí mismos y sentarse a la mesa en una silla de plástico blanca (como la que usó el Dibu Martínez en Navidad) para brindar en una botella cortada (como la que usó De Paul en el bondi) por un futuro que será mejor no porque así lo dicten la divinidad religiosa o la superstición esotérica, sino porque así lo indiquen las proyecciones de un país con brújula, capaz de proveer de alimentos y energía al mundo, autosuficiente para albergar a todos los hombres y mujeres que decidan habitar en este mágico suelo argentino.