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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Aprovechen ahora

Por José Luis Zampa

Aprovechen ahora que la sociedad está aguantando, dijo el ministro de Economía de la Nación, Luis Caputo, al núcleo de empresarios más poderosos del país en un cónclave celebrado para dilucidar estrategias que el segmento más rico de la Argentina necesita aprehender para decidir si vuelca (o no) las famosas inversiones privadas que la administración Milei define como la plataforma de lanzamiento de un nuevo país.

Ese nuevo país quizás sea más rico, más eficiente en el cierre de los balances y más adecuado al gusto de los meritócratas que todo lo miden con la escala de la eficiencia, el éxito económico y la productividad, pero posiblemente no devenga tan feliz, ni tan diverso, ni tan integrador y ni tan equitativo. 

¿Está bien que así sea? Si todo se redujera al superávit de un ejercicio económico estaría muy bien, pero en un Estado tal como entendemos la organización cívica moderna, además del poder y el territorio, existe un tercer elemento esencial llamado población, un conglomerado de seres humanos repartidos en distintos niveles del escalonamiento social con una expectativa que les permite proyectarse al futuro sobre una pista motivacional llamada esperanza.

Esa mirada orientada hacia un mañana mejor, de constante evolución en el plano personal y colectivo, con una certeza introyectada por los abuelos que luchaban a brazo partido a sabiendas de que la cosecha se traduciría en un estado de bienestar de consolidación lenta y sostenida, gradual pero palpable, está en peligro. Existe el claro riesgo de que a las actuales generaciones les toque vivir en peores condiciones que las transitadas por sus ancestros. Volvemos entonces a la pregunta recurrente: ¿Está bien que así sea?

Si está bien o mal, si es justo o injusto, depende de la escala de valores de cada uno. Se trata de un dilema perteneciente al plano de la subjetividad, al fuero íntimo donde las pasiones y los sentimientos dictan a través de la voz de la conciencia cuál es el lado correcto, con la tremenda dificultad que implica alcanzar el punto de equilibrio en una realidad cada vez más fracturada por desigualdades promovidas desde la cabeza gubernamental.

Vamos al punto: saber o, por lo menos intentar saber, si una nación puede desarrollarse hasta alcanzar las más exigentes metas en el concierto internacional, que no es otra cosa que el liderazgo en las más competitivas áreas de la tecnología, la producción de alimentos y la generación de energía sustentable, tiene un sentido práctico íntimamente relacionado con el estado de ánimo de sus habitantes.

Solamente si cada uno de los nacidos o migrados a este suelo conosureño dirige la autonomía de sus respectivas voluntades hacia la virtud del autodesafío personal, la conexidad entre los distintos logros individuales se integrará de forma tal que el triunfo de uno se concatene con el triunfo del otro, y del otro y del otro. Y así sucesivamente hasta tejer el conglomerado demográfico de una sociedad coparticipada por las mieles de un triunfo general, cualquiera sea el estatus social donde cada ciudadano se halle al momento de disfrutar tales frutos y degustar tales gustos.

De la abundancia hipotética se trata. Porque el germen malthusiano está presente en la mundialmente aceptada doctrina según la cual los recursos siempre serán limitados y las demandas siempre serán infinitas. Porque el derrame no es más que una utopía declamada por las teorías capitalistas que promueven el libre mercado con el argumento de que las llamadas fuerzas “invisibles” de la economía se encargarán de proporcionar a cada uno lo suyo, como decía Ulpiano.

El problema es que aquel antiguo concepto de justicia (el dar a cada uno lo suyo) carece de parámetros de referencia y los dueños del capital sienten que todo lo ganado les pertenece, sin evaluar la incidencia que en la ecuación final han tenido las musculaturas aportadas por otro gran colectivo: los trabajadores.

¿Hubiera podido el más potente productor de aceites y oleaginosas de General Deheza exportar volúmenes siderales de su mercadería y obtener la más preciada divisa internacional sin el aporte de operarios, administrativos, choferes, maquinistas y colaboradores varios? Desde luego que no. ¿Cuánto vale cada hora de vida consumida por esas personas en las tareas desplegadas para completar el ciclo productivo cuyos elixires se reparten al mundo en los barcos mercantes?

Hay al menos dos escalas para medir ese valor. Una surge de la perspectiva del empleador, generalmente reduccionista y limitada (en el mejor de los casos) a lo que se pudo haber negociado en convenios paritarios con los sindicatos. Y la otra es la que íntimamente el trabajador evalúa que vale su contribución a un aparato corporativo capaz de ganar millones de dólares, en la convicción de que su remuneración debería mantener una relación de proporcionalidad con las utilidades obtenidas por la empresa de la cual forma parte.

Lo bueno es que puede haber una tercera escala. Muy difícil de compatibilizar porque comprende las posiciones de los distintos costados del prisma. Es la del justo medio, la que incluye en una misma conjugación el afán mercantilista del empresario, el anhelo salarial del operario, la necesidad de financiamiento del sindicato y la función recaudatoria del Estado. Para conceptualizar ese concurso ideal de coincidencias podría aplicarse un silogismo que diga algo así como “en tanto la más amplia ventaja lograda por el empleador sea compatible con el más generoso sueldo posible para el empleado, el nivel de tensión tenderá a cero”.

Mientras -como dijo el ministro Caputo- el pueblo tolere, está todo bien con los números de un país que, al menos en apariencia, se decanta por el ordenamiento fiscal a través de una drástica amputación del gasto público, sin conmiseraciones para con los caídos en esta cruzada contra la inflación y el Estado paternalista que el presidente Javier Milei condena con el apelativo “empobrecedor”.

Es discutible que un Estado con vocación inclusiva y firmeza arbitral sea disparador de la pobreza, pero vamos a darle por esta vez la diestra al presidente, a través de un razonamiento antiperonista que condena las políticas de asistencia social como factor de mal acostumbramiento de las masas. El problema hoy es otro. El quid de la cuestión consiste en que el reset al sistema sociopolítico que repartía roles y beneficios en la Argentina ha sido alterado de modo tal que la verdadera casta (los dueños de las más grandes fortunas generadas a partir de las benignísimas condiciones naturales de un país favorecido por una exuberancia innata) multiplica exponencialmente sus rentas en un contexto de libertades que nadie había imaginado.

La llamada Ley Bases (un nombre demasiado imponente para una norma que inclina la balanza con asimetrías manifiestas) elimina la indemnización por despidos, suprime la moratoria previsional, consiente el empleo en negro y eleva la edad jubilatoria para las mujeres al mismo tiempo que disminuye la carga impositiva para los autos de lujo y permite que en un plazo de tres años los inversores puedan evacuar sus dólares al exterior sin límites. Queda claro hacia dónde apunta el cimiento normativo que necesita Milei para construir su nuevo modelo de país: una economía primarizada que le devuelva a la Argentina el rótulo de “granero del mundo”, de la cual se obtendrán los granos en bruto para que otros fabriquen el pochoclo, el litio a granel para que otros fabriquen las baterías y el cobre en lingotes para que otros fabriquen los cables.

Sin valor agregado, con una reforma laboral que propone institucionalizar la precarización, las opciones para el ciudadano de a pie que carece de capital y solamente tiene para ofrecer su propia fuerza vital a cambio de un haber aplastado por la nueva lógica de minimizar el riesgo empresario para maximizar las ganancias sin equidad distributiva, lo más probable es que la alegría dominical del argentino tipo troque por un estado depresivo crónico que lo sumerja en el sopor de la mediocridad.

¿Con qué aliciente un trabajador daría lo mejor de sí ante un nuevo orden que concentra dividendos sin ofrecer garantías de salud, educación, vivienda y jubilación? Si los más eficientes hombres y mujeres de hoy son empujados hacia abajo por un esquema que acepta y naturaliza la pobreza del 60 por ciento de la población, los que mejor desempeño habían logrado en sus respectivos roles posiblemente disminuyan inconscientemente sus performances hasta emparejarse con los que menos saben hacer lo que hay que hacer.

Conclusión: parafraseando al ministro Caputo, así como hay que aprovechar que el pueblo aguanta para alterar el paradigma distributivo de todo un país, también es tiempo de aprovechar que todavía hay universidad pública para defenderla, hay que aprovechar que todavía hay hospitales estatales para cuidarlos y hay que aprovechar que todavía existe un Estado con alguna idea proteccionista como la aplicada por el mismo jefe de la cartera económica a las prepagas para reclamar el mismo criterio en otros rubros sensibles del contrato social. De lo contrario, más temprano que tarde, la democracia mutará en oligarquía.

 

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