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De la Rúa inocente: el daño irremediable

Domingo, 18 de agosto de 2024 a las 01:10

n El error de Fernando de la Rúa fue conservar la convertibilidad porque así se había comprometido ante el electorado que lo ungió presidente en 1999. El último presidente radical que se conozca hasta el momento llegó al poder como una alternativa de cambio en cuestiones de forma, especialmente en el plano de la ética y a partir de una gestualidad que prometía detener la farandulización de la política, pero enancado en un modelo económico de espíritu continuista, en la convicción de que la sociedad quería fervientemente mantener la paridad peso/dólar establecida por el menemismo 8 años antes.
“Conmigo un peso, un dólar”, repetía el candidato de la Alianza UCR-Frepaso camino a las elecciones en las que derrotaría al bonaerense Eduardo Duhalde, factótum de una estrategia que, desde la provincia de Buenos Aires, y dos años más tarde, limó la legitimidad popular con la que había asumido el nuevo gobierno aquel 10 de diciembre que le decía adiós a la década privatizadora y libremercadista de Carlos Menem.
¿Cómo hicieron los peronistas para desgastar a De la Rúa tan rápido? Les resultó fácil: bastó una denuncia alimentada por un “arrepentido” que detonó un escándalo por supuesto pago de sobornos a legisladores. Era el famoso caso de la Banelco, así llamado porque -en teoría- se habían utilizado tarjetas de débito para transferir fondos ilegales a cambio del voto favorable a la Ley de Reforma Laboral.
Sin embargo, la cuestión de fondo era el bolsillo de la gente. Es probable que, aun con las acusaciones por presuntos hechos de corrupción, el gobierno de la Alianza se hubiese mantenido incólume se si no fuera porque la economía había comenzado a caer en picada. De la Rúa recibió una matriz productiva sumida en profundidades comatosas por la desaparición de miles de pymes, con lo cual no le quedaba más camino que el endeudamiento para sostener el uno a uno que la argentinidad defendía como piedra angular de la estabilidad monetaria.
El cuadro económico era grave. La hacienda nacional entró en emergencia a poco de que la Alianza desembarcara en la Casa Rosada con un salvavidas de plomo puesto al cuello. Ese contrapeso era la convertibilidad, que había demostrado sus lados flacos a partir del llamado “Efecto Tequila” de 1995, cuando la devaluación de la moneda mexicana produjo un efecto dominó que debilitó el sistema bancario argentino y sembró la desconfianza en los inversores. El flujo de depósitos internacionales (entiéndase de dólares), se cortó.
De todos modos, el presidente que había construido su prestigio sobre la base de la palabra empeñada (virtud de la que hizo gala como primer jefe de Gobierno de la entonces novel Ciudad Autónoma de Buenos Aires) persistió con la receta de su antecesor cuando podía haber tomado atajos como el que proponían algunos economistas, que advertían sobre el peligro de la masa de dólares depositados que no podrían reintegrare a los ahorristas en caso de una corrida. Una alternativa al estallido social que se produjo en diciembre de 2001 pudo haber sido una devaluación controlada mediante intervención estatal de consuno con una flotación cambiaria relativa, anclada a un nuevo valor del peso, más realista y más acorde con las necesidades exportadoras.
Pero De la Rúa hizo lo que dijo que iba a hacer. Mantuvo la paridad entre la moneda nacional y la divisa norteamericana porque confiaba en que el endeudamiento contraído con el Fondo Monetario Internacional le daría oxígeno político a través del famoso “Blindaje”, un sistema de protecciones contra los vencimientos más urgentes que, a cambio, exigía más ajuste y más impuestos. Parte de ese programa de liberalización de las garantías sociales y laborales fue la ley cuya aprobación inició el declive definitivo de la gestión delarruista, arrastrada también por la renuncia del vicepresidente Chacho Alvarez, peronista de izquierda enrolado en el Frepaso.
Fernando De la Rúa se tuvo que ir en helicóptero en medio de una cruenta represión que terminó con una treintena de muertos. Entregó el poder sin devaluar, asido a su promesa de conservar el peso convertible a como diera lugar. Y nada menos que con Domingo Felipe Cavallo al frente del Ministerio de Economía, una decisión postrera con la que buscó ganar tiempo mientras el padre de la convertibilidad buscaba darle una sobrevida al plan mediante el congelamiento de los ahorros, incautados a través de un dispositivo confiscatorio llamado “Corralito”.
De la Rúa fue objeto de todo tipo de burlas y padeció la degradación pública en el programa de Marcelo Tinelli, donde confundió el nombre de la esposa del animador y fue increpado físicamente por un activista que se infiltró en el estudio televisivo para tomarlo del cuello en vivo y en directo. Estaba claro que había un plan para destrozar su imagen de gobernante probo hasta convertirlo en una especie de Joe Biden, aunque en los hechos nunca perdió la lucidez ni la determinación de avanzar en un campo minado que terminó por estallar aquel fin de año de cacerolazos, palos y muerte.
¿Qué hubiera pasado si el presidente se corría del eje de campaña? Aunque contrafáctico, vale el ejemplo de lo que logró el propio Duhalde dos años más tarde, cuando devaluó y comenzó a ordenar la economía mediante un programa de asistencia a los más desesperados conocido como “Plan Trabajar”.
De todos los presidentes que vinieron después de Raúl Alfonsín, Fernando De la Rúa fue el único que buscó honrar su compromiso electoral. Antes de él, Menem prometió un salariazo y una revolución productiva que nunca se cumplieron. Luego vino Duhalde, cuya famosa frase “quien depositó pesos recibirá pesos y quien depositó dólares recibirá dólares” cayó prontamente en saco roto. Después fue el turno de Néstor Kirchner, quien hizo gala de una honestidad pueblerina que no era tal; lo mismo que Cristina, una abanderada de los humildes con cartera Louis Vuitton, trenes estampillados, rutas fantasmas y bolsos de dólares en un convento. Macri, a su turno, dio por sentado que resolver el problema de la inflación era cosa fácil y así le fue. De Alberto no hace falta decir nada, pues debe ser el más embustero de todos. Y finalmente tenemos a Javier Milei, quien se cansó de anunciar que “el ajuste lo paga la casta” y ahora licua jubilaciones para contentar al Fondo.
El error de De la Rúa fue conservar la convertibilidad. Es decir, se equivocó al cumplir aquello que había prometido. A juzgar por las comparaciones, los otros presidentes hicieron lo contrario, pues ninguno de ellos llevó a la práctica el programa enunciado previamente sino al revés. Ya en la soledad del deshonor que sufrió por haber terminado su gobierno antes de tiempo, fue sometido a una causa penal por cohecho. Batalló hasta su muerte contra esas acusaciones que finalmente fueron derribadas por la Cámara de Casación Penal, cuyo reciente pronunciamiento ratificó la inocencia del ex presidente y ordenó investigar al arrepentido Mario Pontaquarto por el posible delito de falso testimonio.
La sentencia libera de toda responsabilidad al doctor De la Rúa, pero llega demasiado tarde. El ex mandatario murió el 9 de julio de 2019. No pudo enterarse de que, finalmente, la Justicia le otorgó la razón mediante un fallo que desnuda el irreparable daño infligido a la democracia republicana por una causa política que interrumpió el ciclo virtuoso del bipartidismo. A partir de la ignominia a la que fue condenado el último presidente que llevó su signo, la Unión Cívica Radical se diluyó como opción de poder y fue marginada a la condición de escolta de posteriores alianzas donde su doctrina humanista y solidaria fue reemplazada por un modelo que hoy se presenta como pragmático, voluble y hasta chabacano.
Para que quede claro: el ex presidente Fernando De la Rúa murió cancelado injustamente por eso que condenaba el jurista italiano Francesco Carrara cuando advertía acerca de la manipulación espuria de los procesos judiciales. “Cuando la política entra por la puerta de tribunales, la justicia escapa por la ventana”, aseguraba el gran penalista del siglo XIX.
¿Dónde se publicó este sobreseimiento? Solamente en esta columna, en las redes sociales del abogado y profesor de derecho constitucional Armando Aquino Britos y en dos o tres portales. No hay de qué sorprenderse, pues ya se sabe que justicia tardía no es justicia, sino un mero consuelo. El regocijo íntimo que se saborea cuando otro confirma la inocencia que uno siempre alegó, aunque la verdad no merezca los titulares catástrofe que hace dos décadas ayudaron a construir el libelo.

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