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El Estado, ese gran dilapidador serial

El tema sigue siendo polémico, especialmente entre los dirigentes, y mucho más aun entre los que precisan contar con abultados presupuestos para lograr asignarle más roles a este engendro que jamás hace bien lo que promete.

Domingo, 27 de julio de 2025 a las 12:37

Algunos ingenuos todavía sueñan con lo improbable y siguen apostando por un esquema que alcance una eficacia inusitada sin comprender la naturaleza intrínseca de esta circunstancia que se impone por su propio peso resistiendo cualquier intento en la dirección opuesta.
Es cierto que muchos defensores del “status quo” detestan hablar del asunto y argumentan con consignas sensibles, apelando a la emocionalidad para oponerse a los recortes propuestos. Utilizan justificaciones manipuladoras y sobreactúan planteos para evitar explicar los desatinos cotidianos.
El gran talento de estos depravados ha sido conseguir que un número significativo de ciudadanos transformen los ajustes en el gasto estatal en un sinónimo indiscutible de crueldad, como si lo que derrocharan a diario tuviera algún asidero de razonabilidad.
No quieren revisar cada uno de los rubros involucrados ya que en el desglose minucioso de las cuentas emergen inconfundiblemente todos los disparates que ordenan con absoluta impunidad amparados en la lógica abrumadora de su poder formal, ese que nació durante el proceso electoral y que se consolidó en cada cuestionable decisión operativa.
Justo es reconocer que desenredar esa madeja no es una tarea sencilla, sobre todo teniendo en cuenta la deliberada complejidad que los arquitectos del sistema diseñaron para eludir eventuales embates de corto plazo y la maraña jurídica vinculada a este capítulo central del modelo imperante.
El Estado siempre inexorablemente gasta mucho y mal. No tiene el monopolio de los dislates, pero si es el único actor que le hace pagar la totalidad de los platos rotos a la sociedad de un modo inmoral y perversamente solidario.
Cada peso que un individuo o una empresa privada invierte equivocadamente puede complicar la ecuación puntual de un producto o servicio específico, pero esas locuras las terminan abonando los clientes o en el peor de los casos un grupo de personas afectadas por ese norte.
Cuando el protagonista de esa determinación es un gobierno de cualquier jurisdicción esos contrasentidos los financian todos vía impuestos. No importa el vínculo entre el error cometido y los destinatarios finales, ya que no hay forma de distribuir con equidad esa partida presupuestaria.
El ángulo más lineal para abordar el debate consiste en apuntar a los empleados públicos. Ellos son el paradigma del malgasto. En las plantillas de personal de cualquier institución estatal, sin importar su categoría, las designaciones son arbitrarias y la discrecionalidad impone sus brutales reglas informales. No hay allí prioridades, ni meritocracia. La dinámica esencial está basada en sumar amigos y partidarios. Sólo se trata de desarrollar músculo político, construir estructuras y solventar indirectamente a la política. Salvo excepciones muy peculiares los concursos no son el método seleccionado por excelencia. Más allá de la realidad la percepción cívica es que en la oficina de un organismo siempre hay más personas que las necesarias, que no todos están activos y que se podría obtener resultados idénticos con mucha menos gente que la actualmente registrada.
Ni hablar de la actitud de servicio, la disposición y el espíritu colaborativo. Bajo riesgo de caer en una suerte de generalización improcedente nadie espera de esa dotación buenos tratos, ni vocación resolutiva, sino más bien apego a la burocracia y al trabajo a reglamento.
El despilfarro tiene muchas caras en el Estado. No sólo en el segmento de los empleados radica la problemática. Esa mitología ha servido para invitar a la resignación y también para no revisar el resto de las erogaciones por considerarlas erróneamente de baja relevancia.
La grilla de abusos es casi infinita y abarca todo tipo de aspectos. Desde el uso inapropiado de la energía eléctrica al alquiler inútil de propiedades, desde la adquisición de vehículos a su mantenimiento derivado, desde la inclusión de gastos personales al uso de recursos públicos para la vida particular, son solo una prueba en miniatura de todo lo que forma parte del atropello descarado de los irresponsables de turno.
La corrupción es el gran agujero negro. Sobreprecios, compras opacas, proveedores amigos y hasta parientes, elementos de pésima calidad, licitaciones amañadas y hasta el manejo oscuro de lo financiero donde también medran los oportunistas que suelen ser muy astutos para la implementación de estrategias delictivas, conforman esta nefasta práctica.
Un apartado singular lo constituyen los innumerables privilegios de los que goza la casta política. Detestan ese duro calificativo, pero no renuncian a ninguna de esas prerrogativas al punto de ocultarlas ya que algunos muy pudorosos se avergüenzan de esa excentricidad. Choferes, combustible, automóviles, residencias, celulares, estacionamientos reservados, pases prioritarios, son solo una diminuta muestra de todo ese indecoroso despliegue.
 No existe solución mágica para este eterno dilema. Finalmente hay que luchar con uñas y dientes para amortiguar el impacto del caos inercial. A sabiendas de que no habrá una situación óptima, ni siquiera una cercana, vale la pena minimizar ese absurdo que tantos han alimentado por décadas y que no sólo ha perdurado, sino que se ha agigantado sin barrera alguna.

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