Por el Dr. Juan José Ramón Laprovitta
Cuando los horizontes se achatan y los manantiales se secan no caminamos sobre la tierra con admiración. La modernidad nos condenó a la pérdida de lo sublime, de la elevación, de la admiración, de la reverencia. Todo es relativo y por tanto nuestras profundidades sagradas se trastocan en el sincretismo que oscurece y aplasta la bondad de la ternura divina. Cada día es una historia secreta elaborada alrededor de un alma sedienta de admirar y reverenciar las maravillas que nos rodean. Por esto, al dejar pasar que los días caigan como cáscaras vacías, perdemos los tesoros que necesitamos desesperadamente para recuperar nuestra capacidad de elevación y trascendencia. Y en este tren fatal del modernismo nos dejamos atraer por pensamientos y teorías deshumanizantes con ropaje muy “humano” y renunciamos a alimentarnos con la Luz y el Agua de la transparencia interior de lo divino, porque hemos elegido olvidar los valores ancestrales y permanentes del sabio magisterio del orden natural y sobrenatural, que hoy como nunca tienen tanta actualidad para recuperar la Verdad, la Justicia y la Dignidad del hombre. Y ser humano es pertenecer. Pertenecer es la vida y presencia apasionada del alma que siempre aspira a trascender.
Es triste palpar cómo fechas tan caras y necesarias a nuestra pertenencia se diluyen en el olvido. Una de ellas es la Asunción. Pues desde los primeros años del cristianismo se sostuvo, porque se creyó, que la Virgen María fue asunta en cuerpo y alma a los cielos. Los Padres de la Iglesia y la Tradición así lo sostenían y siempre se celebró el 15 de agosto. En 1892 se realizó una investigación con expertos que vinieron de Europa, según indicaban las visiones de la Beata Ana Catalina Emmerich y las declaraciones de los últimos descendientes de los cristianos de Efeso, Turquía, que mantenían de generación en generación una tradición secular desde la época en que María Santísima vivía junto con el apóstol Juan en una casa ubicada sobre el monte Bulbuldag en Efeso, donde todos los años iban a celebrar el 15 de agosto La Dormición de la Virgen María en una ermita denominada Panaya Kapulu, que en griego y turco significa “Casa de la Virgen Santísima”. Se realizaron las excavaciones y estudios arqueológicos sobre el lugar y encontraron con total exactitud las ruinas de lo que Ana Catalina Emmerich, en sus visiones, describió como el lugar donde vivió la Virgen María hasta su Asunción en cuerpo y alma a los cielos. Tener en cuenta que la Beata Ana Catalina Emmerich vivió entre 1774 y 1824 y nunca salió de su país. Es muy importante, también, tener en cuenta que desde el siglo III, se erigió la primera gran Iglesia dedicada a la Virgen María en Efeso, y que según los cánones de aquella época sólo se podía edificar Iglesias sobre los lugares ilustrados por la vida o la muerte de los santos a quienes se quería honrar. Además en esa Iglesia se reunió el Concilio Ecuménico en el año 431 para declarar el Dogma de la Maternidad Divina de María Santísima, al que se denomina Concilio de Efeso.
Los eminentes doctores escolásticos: Santo Tomás de Aquino, San Alberto Magno, San Buenaventura han sostenido teológicamente la Asunción de la Virgen María. Y siempre hubieron peticiones al Papa para que proclamara el Dogma de la Asunción. En 1870 durante el Concilio Vaticano I, los Padres Conciliares solicitaron al Beato Pio IX la proclamación del Dogma. En 1929 todos los Obispos de España y Latinoamérica hicieron lo mismo al Papa Pio XI.
Los Papas León XIII, San Pio X y el Venerable Pio XII, el Papa de la Asunción, alababan y aprobaban las numerosas peregrinaciones que se realizaban para honrar a la Virgen en su Casa de Panaya Kapulu. El 13 de agosto de 1961 San Juan XXIII acordó indulgencia plenaria “in perpetuum” a todos los que rezan y se confiesan con devoción en ese lugar. El 26 de julio de 1967 el Beato Paulo VI visitó Panaya Kapulu y reconoció el lugar como la Casa de la Virgen Santísima. El 30 de noviembre de 1979 San Juan Pablo II junto a Cardenales y Obispos ofició la Santa Misa en el Santuario de Panaya Kapulu.
En 1939 fue elegido Papa el Cardenal Eugenio Pacelli con el nombre de Pio XII y uno de sus grandes anhelos era proclamar el Dogma de la Asunción. Antes de 1950 los estudios e investigaciones habían concluido sobre el tema. Sin embargo algunos teólogos de la parte Norte de Europa se oponían. Entonces Pio XII rogó al Señor una prueba, un signo.
Gilles Bouhours nació el 27 de noviembre de 1944 en el Sur de Francia. Cuando tenía un año fue curado milagrosamente por intercesión de Santa Teresita del Niño Jesús. A los tres años le dijo a su padre que tenía que dar un recado al Papa mandado por la Virgen María. Su padre primero no le dio importancia, pero ante la insistencia de Gilles y asombrado, le preguntaba qué recado era ese, a lo que el niño contestaba siempre que sólo se lo tenía que decir al Papa. Un día le dice su padre que le diga a la Virgen María que no tenía dinero para viajar a Roma. Así lo hizo Gilles y contestó a su padre: “La Santísima Virgen María me ha dicho que sí tienes dinero para el viaje y no te preocupes por lo demás, todo se solucionará”. Así decidieron ir a Roma.
Se hospedaron en un Colegio Mayor donde nada le cobraron por la estancia. Fueron recibidos por el Papa Pio XII el 1 de mayo de 1950. En la audiencia sólo participó Gilles con el Santo Padre. Al terminar la misma, Pio XII aún emocionado, dijo lo que el niño Gilles le había comunicado de parte de la Santísima Virgen María: “Dile al Papa que estoy en el cielo con el cuerpo y el alma”. El Santo Padre había recibido el signo que rogaba a Dios.
Y así, Su Santidad Pio XII el 1 de noviembre de 1950 proclamó con honda alegría el Dogma de la Asunción de la Virgen María en cuerpo y alma a los cielos.
El 24 de febrero de 1960 Gilles cae enfermo de una misteriosa dolencia que ningún médico logró diagnosticar. Al cabo de 48 horas y luego de recibir los últimos sacramentos, siendo un adolescente de 15 años, entregó santamente su alma al Señor.
Sobre su tumba que está en el cementerio de la aldea Seilhan en el departamento de Alto Garona Montréjeau, se encuentran grabadas estas palabras que él mismo pronunció: “Amad a Dios y a la Santísima Virgen. Ofrecedles todos vuestros sufrimientos. Y así recobraréis la paz del alma. Gilles”.
Que esta historia nos ayude a recultivar nuestras raíces y a crecer en el barro de nuestras vidas, porque no podemos seguir adelante como hasta ahora. Hoy como nunca se sufre un agobio, un cansancio, un hastío, un vacío que se revela en la angustia y el no saber qué pasará mañana. Todos los días nos sorprenden medidas, conductas, dichos, acciones que hace incomprensible la realidad y nos llevan a una tristeza, a una depresión social.¡No se proclama la Verdad! Se la oculta, se la pisotea, se la anula. Nada se reconoce como definitivo. Todo es relativo. Se imponen los antivalores contra los valores permanentes y es muy evidente que la consecuencia es el enfriamiento y el trastocamiento del Amor con desaparición de la Justicia. ¡Esta grave crisis terminal se resolvería sólo si se pusiera a Dios en el centro! ¡Y esto sólo se logra en la mística de una militancia testimonial!