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Cómo me afectó la hiperinflación

Por Rodrigo Zeidan 

Profesor en la Universidad de Nueva York. 

Publicado en New York Times.

Cuando tenía 10 años, en la década de los ochenta en Brasil, mi trabajo consistía en correr por los pasillos del supermercado para rebasar a unos adultos que, armados con máquinas etiquetadoras tan grandes que daban risa, deambulaban por todo el lugar dedicados a subir los precios a lo largo del día. Como era bueno para las matemáticas, mi mamá me daba el dinero que podíamos gastar en las compras de la despensa cada mes y yo corría por todo el supermercado para llenar el carrito. Como no tenía que detenerme a teclear los precios en una calculadora, ahorraba tiempo valioso para evadir a los etiquetadores.

Este ciclo se repetía el día 5 de todos los meses, la fecha en la que la mayoría de los brasileños que tenían un trabajo fijo recibían su sueldo mensual. Los empleados públicos gozaban de más privilegios y recibían pagos quincenales, así que los envidiábamos porque podían comprar cuando los supermercados no estaban abarrotados de familias ansiosas.

Quizás por ello no fue una gran sorpresa que haya decidido ser economista: desde entonces, debía elegir suficientes alimentos para todo el mes con un presupuesto reducido. Debía pelear con mis dos hermanos por los mejores productos -como el bote de dos litros de helado o la botella de refresco- que desaparecían casi de inmediato al llegar a casa. Ese era el escenario recurrente hasta que Brasil finalmente superó la hiperinflación en 1994.

Ahora que Venezuela se hunde en la hiperinflación se han visto fotografías que muestran cómo la gente paga provisiones simples con pilas enormes de dinero. Las reacciones al plan reciente del gobierno de eliminar cinco ceros de la moneda variaron desde la burla hasta el desconcierto. Teníamos la idea de que la hiperinflación era una especie de enfermedad exótica que casi había desaparecido; pero, al parecer, en algunas ocasiones los gobiernos hacen todo lo posible para empeorar la vida de sus ciudadanos. Se ha especulado mucho sobre el efecto emocional a largo plazo de los venezolanos a la represión política y el derrumbe de las instituciones. Pero es fácil ignorar los efectos de un aspecto más abstracto, como la hiperinflación. Sin embargo, el legado de la hiperinflación actúa con sigilo y sus efectos penetrantes dejan huellas profundas.

La hiperinflación que sufrió Brasil en las décadas de los ochenta y los noventa se diferencia de la que Venezuela experimenta en este momento en ciertos aspectos fundamentales. En Brasil, vivíamos muy mal y la situación se mantuvo así hasta que se solucionó el problema. La hiperinflación (al igual que la enorme desigualdad en los ingresos, un problema que por desgracia todavía persiste) fue el resultado de errores de administración terribles, pero no se combinó con un régimen de opresión tiránica. Brasil ahora es sólo otro país corrupto y mal administrado, cautivo en la trampa de los ingresos medios, pero nunca estuvo al borde del colapso ni los brasileños emigraron en masa para huir de la hambruna.

De cualquier forma, la experiencia de Brasil con la hiperinflación puede darnos algunas lecciones valiosas. Me refería antes al abuso físico y emocional de la hiperinflación, además de sus repercusiones para la salud mental. Se podría añadir el trauma económico. Factores como la pobreza, la hiperinflación y la desigualdad en los ingresos producen comportamientos poco saludables a la larga.

Una investigación reveló que los niños que viven en condiciones de pobreza corren más riesgo de tener dificultades con la autorregulación y otras funciones ejecutivas, como falta de atención, impulsividad, una actitud desafiante y malas relaciones con sus pares. Una sociedad tarda varias generaciones en sanar por completo tras períodos de profunda inestabilidad. Un estudio realizado al inicio de la década de 2010 demostró que a los habitantes de Alemania -un país en el que hace casi cien años terminó un período de hiperinflación- les preocupaba más la inflación que contraer una enfermedad mortal como el cáncer.

A mí, pese a que soy un académico especializado en finanzas, todavía me cuesta mucho hacer planes para la jubilación.

Por lo general, la hiperinflación conduce a dos tipos de comportamiento miope: el cortoplacismo y el ultraconservadurismo.

Cuando los precios suben más del 10 por ciento cada mes, si no gastas el dinero que tienes en el bolsillo, lo pierdes. Ahora me alegra encontrar un billete arrugado y olvidado en unos pantalones, pero cuando vivía en la hiperinflación me habría dado de golpes por no haberlo gastado. Incluso, todavía hoy gasto de inmediato la mayor parte de mis ingresos. Mis hermanos adoptaron la actitud opuesta. Comenzaron a ahorrar en cuanto ganaron su primer sueldo, mucho más de lo aconsejable; su trauma se debió a la incertidumbre ocasionada por la volatilidad de los precios y los ingresos, y a las mudanzas constantes a causa de las fluctuaciones salvajes en las rentas.

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