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El fin de la grieta, una promesa fallida

Por El Litoral

Martes, 15 de septiembre de 2020 a las 01:04

La grieta se terminó para siempre y la venganza también”, fue la frase acuñada por Alberto Fernández la noche del 11 de agosto del año último tras haberse confirmado su triunfo electoral en las Paso.
“El día que termine la pandemia habrá un ‘banderazo’ de los argentinos de bien”, dijo el Presidente a voz en cuello durante una reunión virtual titulada “Frentetodismo al palo”, que compartió recientemente con otros dirigentes justicialistas.
¿Qué cambió en los 12 meses que transcurrieron entre aquellos comicios y ese encuentro partidario para que quien se mostraba como gran componedor sea ahora el que divide a los argentinos entre buenos y malos? Básicamente ha sucedido lo esperable: han salido a la luz tanto el genio del peronismo en el gobierno como su esencia en la historia del país. El “ellos” versus el “nosotros”, los amigos frente a los enemigos, esos que -según Juan Perón- ni justicia merecen.
Para el peronismo no hay una Constitución que nos cobije a todos: hay una Constitución hecha a medida, la que mejor responda a los intereses de los gobernantes partidarios. Perón tuvo la del 49; Carlos Menem, la del 94, y Cristina Kirchner no tuvo la suya, pero iba camino de consagrar a la “Cristina eterna” que tan bien y socarronamente definió la dirigente Diana Conti y que ayudó a sepultar Sergio Massa antes de volver al redil cristinista. Seguramente, el año próximo, de conseguir los votos necesarios en la renovación parlamentaria para convocar a una reforma, la actual vicepresidenta redoble su apuesta tendiente a imponer una Constitución de corte chavista.
Históricamente, el peronismo ha buscado armar su propia Constitución, ha forzado y fuerza las leyes que necesita para gobernar o para resultar penalmente impune, les cierra el micrófono a los opositores, hace oídos sordos a los reglamentos, destruye la seguridad jurídica, ataca la propiedad privada y avanza sobre los tres poderes del Estado. Se autodefine democrático, pero su falsa democracia funciona solo para un grupo determinado. 
La grieta no nació de un comentario periodístico en un programa de televisión hace pocos años: la grieta es el punto de partida y el fin último de muchos de sus más encumbrados dirigentes. El peronismo reina donde hay división. Y si no la hay, hay que crearla; un antagonismo administrado en palabras de Ernesto Laclau.
La llegada del kirchnerismo no hizo más que profundizar esa herida en la sociedad. El uso de un lenguaje público ofensivo para referirse al adversario político; el escrache como metolodogía para señalar al que no piensa igual y el desprecio por la palabra ajena, entre otras nefastas estrategias llevadas al extremo en los anteriores gobiernos de esa fracción política, han pretendido y pretenden institucionalizar la violencia verbal, cuando no la física.
El culto al pobrismo es igualmente violento, denigrante. Para el peronismo, el pobre enaltece al pueblo, tiene superioridad moral. Acaso por eso, ese movimiento no se ha ocupado nunca con firme intención y voluntad, durante los numerosos gobiernos que ha gestionado, de rescatar a tantos conciudadanos de la pobreza. Contrariamente, ha hecho de ella un culto y su razón de ser. No hay en el peronismo un mea culpa al respecto porque queda claro que no se reniega de lo que se necesita.
“Nosotros estamos aquí para combatir la pobreza, no para combatir la riqueza”, decía el líder socialdemócrata sueco Olof Palme. El actual oficialismo va en sentido contrario. Para una vasta porción de sus dirigentes, los únicos ricos meritorios son los que se enriquecen del saqueo a las arcas públicas. El resto es aborrecible. Hay que darle pelea. Denuestan la meritocracia, subvaloran el esfuerzo y socavan la ética del trabajo, carente para ellos de valor humano o social (...)
(...) Alberto Fernández no podrá nunca decirle a cada grupo lo que quiere escuchar, porque entonces estará cavando más grietas como la que acaba de profundizar con su referencia a “los argentinos de bien”.
Una Argentina justa no es una Argentina pobre ni refractaria al progreso. Quien gobierna lo hace para todos. La alternancia en el poder no solo no es mala palabra, sino que, además de ser lo deseable, es lo que corresponde en una república que considera a todos sus ciudadanos como gente de bien. En definitiva, la gente de bien es la que hace el bien y la que exige que, desde el poder, también se hagan las cosas bien.

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