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Palmados detrás de sus bienes

Domingo, 13 de julio de 2025 a las 01:44

Por Enrique Eduardo Galiana
Moglia Ediciones
Del libro “Aparecidos, tesoros 
y leyendas”
“Homenaje a la memoria urbana”
Octava parte

 

Un 11 de junio de 1865 en la desembocadura del Riachuelo las fuerzas paraguayas navales atacaron a la flota brasilera, algunos argentinos participaron en ella. Lo que tenía que ser una sorpresa contra los aliados, es decir emboscarlos de noche, abordarlos, liquidarlos como hicieron en Corrientes en abril del mismo año, se frustró porque uno de los buques paraguayos a calderas se descompuso, el problema fue que arrastraba lanchones o chatas con soldados y armamentos. 
El comandante paraguayo no desistió de su acción, siguió adelante con la empresa guerrera encomendada, heroica o suicida su conducta que viene de lejos por su condición de mestizo español con indios, lanzó el ataque contra la flota brasilera frente a la desembocadura del Riachuelo.
Los gritos de alerta, peligro más las campanas y pitos pusieron de pie a los tripulantes de la flota acometida. Se batieron con fiereza los contendientes, el intento de abordaje de los encorazados brasileños, fue rechazado con muchos muertos de ambos bandos, fue extremadamente sangrienta, los buques de hierro de la alianza con sus proas embistieron a los barcos de madera de los guaraníes, gritos de dolor y muerte ocuparon el espacio del encuentro, los moribundos llamaban a sus madres, esposas, se les escapaba la vida por las heridas recibidas, la muerte bailoteaba festejando una cosecha extraordinaria, cuántas almas llevará ni se imagina, ha perdido la cuenta con tanta barahúnda. 
Fueron cientos los muertos, entre ellos el comandante paraguayo, que auxiliado médicamente por sus captores se arrancó las vendas, murió como un grande o un cobarde, sabía bien que un pelotón de fusilamiento lo esperaba en su tierra, el demente de su jefe castigaba a los que fallaban, no sólo a él sino a la familia, de ese modo al menos salvaba a los segundos. 
Flotaban los cadáveres paraguayos, brasileños, argentinos en el río Paraná, tumba obligada de quienes perdieron la vida, se marcharon sin un rezo, ni una caricia, nada, sus almas flotando en el espacio no encontraban el camino para el otro portal.
Les costó recuperarse de la sorpresa a los aliados, los sobrevivientes paraguayos huyeron como pudieron, los aliados tenían miedo de seguirlos por si les preparaban una emboscada, sus muertos irían al paraíso como les prometió el Cherubichá.
Las costas correntinas hacia el suroeste,reservaban espacios para los fallecidos en combate, muchos eran esperados en canoas, a lo largo del río.
En Empedrado sacaban los cuerpos, los despojaban de sus ropas, sus pequeños o grandes bienes terrenales, especialmente a los brasileros que tenían libras esterlinas,
anillos, pulseras etc., si se trataba de algún oficial.
Es cierto que les daban cristiana sepultura en un lugar apartado de la ciudad, con lápidas de chapas donde consignaban NN, que quiere decir: “Sólo por Dios conocido”.
El saqueo no era la conducta adecuada, menos en esas circunstancias, pero a lo largo de la historia los carroñeros existieron, existen y existirán, no se confundan
Los pescadores de cadáveres afirmaban: “Está prohibido por la ley, enterrar a los muertos con valores, para evitar los saqueos a las tumbas”, sin embargo esas nunca fueron tocadas porque los muertos estaban desnudos. 
Circulaban por el pueblo joyas, monedas de oro, botones, casacas, pantalones de diversas calidades, ni los
dientes de oro respetaron, con tenazas los arrancaban.
Algunos pobladores no querían saber nada con las monedas ni las joyas, otros más osados aceptaban, era un gran negocio
Almas piadosas hicieron hacer misas por los difuntos desconocidos, preveían las apariciones de las ánimas en penas en busca de sus bienes.
Algunos más ambiciosos, crueles, se aventuraron a recorrer las costas hasta el Riachuelo, sacando los cadáveres, despojándolos de sus bienes terrenales, a veces los ente-
rraban, otras dejaban que los peces y los pájaros carroñeros se encargaran de los mismos. 
No pasó mucho tiempo, cuando entre los pescadores carroñeros que estaban marcados en el pueblo, incluyendo al sacerdote del lugar que recriminó esa conducta, comenzaron a escuchar quejas, lamentos, maldiciones, gemidos en ciertos hogares.
No podían dormir en paz, sombras horribles los perseguían, más de uno enloqueció, como se dice, bien taú (loco). Un tal Paulino –el más ávido de todos–, cuando le arrancaba el anillo a un joven oficial brasilero cortándole el dedo, jura que lo vio abrir los ojos y le apretó la mano. Lo contaba en sus fiestas de alcohol y bohemia en un boliche del pueblo, algunos disparaban de él, no aceptaban ni por broma el trago que convidaba. “Sabían lo que se venía”, dijo una anciana conocedora de estos temas. 
Otros desesperados quemaron las ropas de los difuntos, los más arrepentidos fueron a las fosas a devolver las prendas, las enterraban en las sepulturas cualquiera fuera, “tumba es tumba chamigo ellos sabrán de quién es”, afirmó uno que tenía alcohol hasta en las orejas. Con referencia a las joyas y el oro no podían encargarse, porque un comerciante de Corrientes sin ningún tipo de conciencia, compró a buen precio todo lo que se le
ofrecía.
Los pecadores tardaron mucho en recuperar algo de calma, prodigando misas a sus víctimas, otros taú iteva (locos de verdad) como el Paulino andaba repitiendo: “Me agarró la mano, me miró, me sentenció”, decía mientras lloraba a mares. Una noche de luna brillante amaneció ahorcado, los que vieron su cuerpo en el amanecer, afirman que un joven elegante de uniforme como los que fueron quitados a los muertos, estaba parado frente a él mirándolo.
El comerciante es otro caso, como veremos. 
Tenía un boliche de compraventa de ropas usadas, más de todo cuanto se le ofreciera barato, frente al mercado de ese entonces, –la actual plaza Juan de Vera–, su fin no fue manso y menos tranquilo, murió ahorcándose de un árbol de la calle con un saco lleno de medallas de la guerra de la Triple Alianza, de cobre, de bronce, de oro, fue el fruto de su avidez y rapiña.
Bailaba su cuerpo con el viento frente a su negocio, como una farola suelta, mirándolo se encontraban desconocidos luminosos, con ojos metálicos refulgentes, eran los muertos propietarios de los elementos que exhibía como lo afirmó un vecino: “Son los dueños que vinieron por sus cosas, hace tiempo que le venían reclamando”.
La familia testifica que a la noche discutía con sombras que venían a exigirle sus bienes, él se negaba a los gritos, casi cercano a la locura, hasta que una noche des-
pués de muchas varias sin dormir, acosado por los espíritus, se colgó delante de todos, a pesar de los gritos de su pobre mujer y sus infelices hijos, recién antes de partir volvió a sonreír ante la presencia espectral que narramos.
La mujer dejó esos objetos en la calle, que los llevara cualquiera, no le interesaban. Un hombre vestido de negro, con sombrero que le tapaba la cara, capote tenebroso con una bolsa recogió las cosas abandonadas por la viuda, aparecieron sobre las tumbas de los enterrados en Empedrado, “Cada cual con lo suyo”, decía un pequeño escrito con tinta roja como la sangre.
Uno de los arrepentidos pescadores de cadáveres, fue enterrando los objetos y ropas en cada lugar que encontró distribuidos, no hacía preguntas, sabía que San la Muerte era el vocero de los infelices que perdieron la vida trágicamente.
Cuidado chamigo con las cosas mal habidas, los muertos suelen seguir a sus cosas, especialmente cuando mueren violentamente, no tienen paz, no pueden despedirse de nadie, o envían a San la Muerte a que los represente

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