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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

La grieta

Por David Dos Santos

Senador provincial

Especial para El Litoral        

América latina nace por el encuentro más o menos traumático de dos culturas distintas y distantes, donde la invasora termina por imponerse a la invadida. Nuestro país sigue linealmente este proceso de instalación de una organización social foránea sobre la propia de este territorio, y esto se realiza generalmente de acuerdo a los métodos de la época, es decir, a veces turbulentos.  

En los siguientes tres siglos, convulsionados, esta nueva civilización busca, con encuentros y desencuentros, primero la independencia, en un contexto bélico y luego la institucionalización, que llega a concretarse en los años 50 del siglo XIX, al lograr la Constitución. Allí había aparecido la política, que no siempre está presente en nuestra convivencia. Pero quedaron subyacentes, semillas de discordias, diferencias sociales, culturales e identitarias, que no regresan si nadie las llamara.

Pero la historia de la humanidad sigue al mismo ritmo de siempre, y hay grandes cambios e invasiones, no todas ya, apoyadas en la violencia física y las armas; son muy otras las formas. La globalización, que provocó grandes modificaciones en la vida de la mayoría de los países del mundo, la revolución tecnológica, que viene a establecer dos categorías laborales, la que la adopta, que puede acceder a tareas mejor remuneradas, y la que, por alguna razón no accede y se tiene que conformar con salarios menores. 

También debemos mencionar el negocio financiero, las bitcoins, las criptomonedas, y los nuevos trabajos, que aparecerán de la mano de estas transformaciones, disrupciones éstas que pueden generar desigualdades.

Todos estos son los insumos que deben ser asimilados por nuestra sociedad y pueden generar desequilibrios que necesariamente deben ser remediados por acción de la política, de modo que no se conviertan en nuevos factores de quiebre de la sociedad hacia el futuro.

Pero no es esto lo que ocurre cuando la dirigencia política confunde o, intencionalmente, distorsiona el rol que le compete, busca socavar en las diferencias, maximizándolas entre un grupo y otro, hasta llegar a la intolerancia mutua. Todo esto en beneficio propio. Para ello puede valerse de cuanto medio esté a su alcance, incluso del pasado, del presente o del futuro. En cada uno de estos momentos encuentra un motivo para atizar las discrepancias. 

“El que no es de mi clase o mi grupo, no cuenta, no vale o no sirve” es la consigna. Como si fuera posible someter a los que piensan diferente o convertirlos a sus ideas y creencias ignorando la esencia de la condición humana que es el ser “diferentes”, o lisa y llanamente, desconocerlos.

La grieta suele ser una de las herramientas fundamentales para instalar y sostener los populismos de izquierda y de derecha, bajo la promesa de una democratización que incorpora a los excluidos, para desembocar en gobiernos autoritarios, donde lo único que prevalece es la relación entre el líder y el favorecido, en una ecuación traumática para una parte importante de la sociedad, con el deterioro de casi todas las áreas de la actividad privada y la pública.  

La grieta, en Argentina y en cualquier país del mundo, es siempre nociva. Su consecuencia es la consolidación de dos núcleos duros que luchan por sus intereses y en el medio queda congelada la ciudadanía con sus sueños y aspiraciones.

La novel democracia argentina necesita de la buena política, la que busca armonizar los intereses y anhelos de los ciudadanos, en búsqueda del bien común.

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