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El muerto arañado

Domingo, 29 de agosto de 2021 a las 01:00

Por Enrique Eduardo Galiana
Moglia Ediciones
Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”

En varios pueblos de la provincia existen historias, porque lo son, de personas que aparentemente murieron y fueron enterradas, pero estaban vivas, bien vivas. 
Ocurrió en Esquina, San Luis y tantos otros que es imposible enumerar. 
La argumentación es similar, gemidos en la noche lúgubre de los cementerios, ruidos de rasguñaduras en madera, golpes, quejidos y aullidos perdidos en las tumbas. Estas almas jamás descansan en paz, deambulan por los lugares donde sufrieron el atroz espanto de estar encerrado en un cajón de muerto, estando vivos y conscientes del final horripilante que los esperaba, mirando de frente a la dama de la muerte, que le hace muecas groseras y lanza risas provenientes del más allá con reflejos luminosos que pintan un cuadro tenebroso ante los ojos moribundos, privándole de al menos una muerte buena o rápida, ella goza con su sufrimiento e impide que el alma escape del cuerpo imposibilitando a su vez el ingreso de los espíritus naturales que lo ayuden a partir hacia su destino final.
Dicho esto me concentro en un farmacéutico de San Luis del Palmar, que tuvo ese trágico fin.
En su vida diaria no puede afirmarse que fuera una buena persona, era implacable con sus productos y el precio de ellos, no lo conmovían lamentos ni situaciones de extrema necesidad o dolor. Él afirmaba que era recto en su proceder. 
Una antigua pobladora se acercó a la farmacia y le rogó que le fiara un remedio para su hijo enfermo, él la conocía de hacía mucho tiempo pero se negó. Cruzó la calle esta pobre mujer y solicitó al panadero de enfrente un préstamo, explicándole su problema, el buen hombre metió su mano en el bolsillo y extrajo de su billetera los billetes necesarios para solucionar el problema, la mujer ofreció firmar un pagaré, este le contestó que con su palabra bastaba. 
Con una furia desconocida en ella por ser una mujer piadosa, antigua maestra jubilada, aterrorizada miró la iglesia frente a la plaza, como pidiendo perdón por ello, pero no pudo contenerse, entró a la farmacia y le pidió al boticario el remedio, este dudando le pidió el dinero primero, ella en un arrebato desconocido en su ser compelida por una fuerza extraña expresó con una voz que no le pertenecía: “- Este dinero lleva para ti una mala muerte”. El destinatario se rió y le espetó: “-¡Vieja bruja!”
La aludida al salir no podía explicarse qué le había pasado, ¿por qué había obrado así?, una persona generosa la ayudó y otra le mostró su maldad, pero ella ¿por qué dijo esas palabras?, pidió perdón, de lejos, a las torres de la antigua iglesia del pueblo en señal de arrepentimiento. 
Transcurrieron unos meses y el farmacéutico fue encontrado en su negocio tirado y frío. Los médicos que lo atendieron lo revisaron, utilizaron los medios disponibles para comprobar su pulso, espejo frente a sus narices, latidos del corazón etc., pero nada. Estaba presuntamente muerto. Como era una muerte dudosa inmediatamente intervino la policía, el médico legista llegó a la misma conclusión, no había heridas de ningún tipo, le extrajeron sangre y saliva hicieron análisis para comprobar sustancias extrañas, no daban ningún resultado que hiciera presumir una muerte provocada.
Su esposa e hijos se hicieron cargo del velorio. Mucha gente concurrió al mismo, no por simpatía sino por cumplir y otros por curiosidad, para ver si estaba muerto realmente.
En sus instrucciones a la familia, testamento de por medio que su esposa conocía, pidió que pusieran una campana fuera del cajón, con un hilo que estuviera en sus manos conectado a la campana que colgaría de un gancho en el panteón familiar. Había leído que en el cementerio de la Recoleta un tal Chávez había hecho lo mismo. Los deudos cumplieron su voluntad y colocaron una pequeña campana de bronce, tal como pidiera el occiso.
Entre otros datos llamativos y por costumbre, contrataron lloronas que cumplieron su rol las 24 horas de velorio, entre galletitas y anís que se servían entre los contertulios, teniendo en consideración que nadie lo lloraba mucho salvo algunos amagues forzados por compromiso. El enterratorio fue acompañado por los deudos y algunos contratados al efecto con la promesa de vino, monedas y empanadas a la vuelta, como se estilaba en estos casos en que el muerto no era muy simpático. Se colocó el cajón con los honores de estilo acompañado de alguno que otro discurso breve, palabras circunstanciales y llantos de despedida. 
La esposa, temerosa de Dios, comprobó antes de cerrar el cajón que el hilo funcionaba y la campana, toda una novedad en el viejo cementerio, colgaba arriba del cajón. Cerraron las rejas del panteón y probaron el sonido de la campana que se oía bien. En esa época, el cementerio solo estaba rodeado de un alambrado para evitar el ingreso de los animales al igual que el molinete en la entrada.
La noche se encapotó y consumió las luces mortecinas, las negras nubes amenazaban tormenta, después de la cena, a las veintidós horas, apuntó la familia, se largó la lluvia con todo, ráfagas de viento doblaban las palmeras de la plaza principal.
Las pocas casas que en ese entonces estaban cercanas al cementerio, eran ranchos, de gente marginal al pueblo, que con la lluvia se encerraban con las luces de las velas, candiles de aceite o lámparas a kerosén, pocos tenían lámparas llamadas sol de noche. El viento azotaba junto a la lluvia techos y casas, el agua inundaba las calles arenosas de San Luis del Palmar. A eso de la una de la mañana muchos afirman que escucharon una campana lejana, acompañada de gritos aún más distantes, nadie se atrevió a moverse de su casa. La feroz tormenta amainó a las cuatro de la mañana aproximadamente, a partir de allí, el sonido cantarín del carillón se volvió más nítido. Ningún vecino había sido informado del método utilizado por el farmacéutico, el cuidador del cementerio dormía una de las hermosas borracheras de caña que recibiera por su ayuda en el entierro del difunto. Los colindantes al enterratorio se persignaban y conversaban de almas benditas o malditas, espíritus en el lugar que tanto temían. Otros afirmaron oír un llanto o gemido lastimero. 
El sol comenzó lentamente a abrirse paso entre nubes oscuras, lo que permitió que alguno se animara a ver al cuidador, que sobre un catre dormía la embriaguez tranquilamente. Ante esa situación se dirigió al pueblo que queda bastante lejos e informó a la comisaría. Conocedores de la situación, los policías partieron con los de la funeraria y parientes del difunto al cementerio, ni se quedaron a mirar al ebrio dormido, fueron al panteón del boticario. Procedieron a abrir el féretro y el espectáculo era horrible, estaba dado vuelta, arañado, la cara, manos, el brazo, las uñas rotas en carne viva, marcas de esos arañazos tenía el cajón. El hilo de la campaña teñido de sangre, el difunto ahora estaba bien difunto. Gritos y espanto sonaron desde la boca de todos los concurrentes, entre ellos la añosa maestra jubilada que rezaba arrodillaba pidiendo perdón, nadie entendía por qué, solo ella lo sabía. 
Nuevamente los médicos azorados revisaron el cadáver, diagnosticaron catalepsia y cambiaron la hora de la muerte, situando la misma entre las 24 y las 3 de la mañana, síncope cardíaco.
Los corrillos y chimentos circularon por el pueblo a la velocidad del viento a favor.
A partir de entonces, en ciertas noches se escucha con nitidez en el pueblo de San Luis el tañir de una campana que viene de lejos.
La vieja maestra jura que el espíritu del muerto arañado la espera bajo las galerías antiguas de su casa, figura espectral, que gruñe y lanza feroces imprecaciones que vienen de ultratumba, otros habitantes confirman la misma versión. Los vecinos del viejo cementerio de San Luis escuchan la campana y ven pasear una figura transparente, haciendo gestos y lanzando gruñidos, con ojos rojos vivos hacia ellos. Lo extraño del caso es que la campana fue retirada el mismo día que se procedió a la apertura del cajón, nadie sabe dónde fue a parar la misma.
Desde ese entonces cuando cae sol, nadie queda en el cementerio de San Luis del Palmar, el cuidador solo y únicamente cuida su eterna borrachera y bajo solemne palabra y poca lucidez cuenta a todo el mundo que el espíritu del farmacéutico se pasea por el cementerio, lo amenaza todas las noches, él no sale ni medio milímetro pero a veces lo encuentra sentado en la vieja silla dentro de su habitación. Esas noches los vecinos saben que el cuidador ebrio no pega un sapukay sino gritos de horror.

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