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Cáscara negra

Por El Litoral

Domingo, 27 de febrero de 2022 a las 01:00

Por Ernestina Perrens
Especial para El Litoral

El fuego se había iniciado frente a lo de don Tito o en la curva del Gauchito Gil. Ella no conseguía ubicar el terreno, ni el origen del fuego.  No había un punto fijo en esa tierra que funcionara como norte, porque quizás no había un norte. El territorio era para ella un punto móvil, sin coordenadas. Manuel, sí sabía. Don Tito vendía bebidas, algún día el padre de ella lo había acusado de robar un toro. Pasó tres días en el calabozo. Eso sí, ella lo sabía.
 Y ahora el fuego era allí, frente a lo de don Tito. Ella pidió otros puntos de referencia pero no los había, o más bien los desconocía. Medía los espacios en números, en kilómetros pero vivir con precisión no evita el fuego. Apretó el acelerador con la ilusión de llegar más rápido a ningún lugar, antes de que el fuego lo abarque todo.
En su infancia si ella juntaba los dedos de las manos formaba un rectángulo en el que podía enmarcar lo que miraba, como los fotógrafos.  Aquella vez  su hermano había prendido fuego a la colcha del cuarto a la hora de la siesta. El olor a quemado se expandía por la casa y de pronto el humo la cubrió entera. Luego de que su madre apagara el incendio con una palangana, ella se había trepado al alféizar de la ventana y desde ahí había podido enmarcar la quemazón. 
 Un agujero negro abierto en la tela turquesa. Imaginaba que podía extender aquella tela  y el hueco se transformaría en un lago. El fuego, la violencia, los gritos de su madre desaparecían en el rectángulo de sus manos. La vida era rescatada. Con solo un marco, la infancia puesta a salvo. 
Si pudiese ahora enmarcar el fuego y ubicar un territorio posible hacía donde ir.  
Aparecen llamas en el horizonte, un humo negro se eleva como  cortina de espirales en el cielo. Esquivó pozos y una familia que llevaba un lavarropas en una moto.  Miró el fuego con esperanza, así, encendida, podía ubicarse en la tierra. El fuego era un norte. La moto pasó de largo atravesando el humo. 
Manuel la esperaba en la tranquera. Los bomberos en camino. Reconoció el rancho de don Tito y la curva del Gauchito Gil. Imaginó un toro embravecido, un calabozo y la voz de su padre. 
Las llamas se desperdigaban por todo el campo. La tierra negra ya arrasada, un humo espeso cubría el aire. Costaba respirar. La ferocidad de un sitio muerto, la naturaleza que se desploma. Una tierra deshabitada. Escuchaba la voz de Manuel a través del aire, lo único vivo allí. 
Los bomberos llegaron en una camioneta vieja y destartalada. El pelado y sus dos hijas con unas mochilas de agua. Cuarenta y dos grados en el celular. Pide refuerzos al pueblo vecino. El pelado desaparece entre las llamas. Las hijas hablan por walkie talkie, al mejor estilo Daktari. Llega gente de los parajes vecinos, con bidones, tacuaras, trapos mojados. Entran y se desperdigan por el monte. Ella debe encontrar las coordenadas, dirigir la acción.
  Está en el centro del peligro. El viento desperdiga el fuego a su merced. Una tierra baldía y calcinada la rodea. Los pajonales arden y despojan el suelo de lo que lo protege. Llamativamente tiene miedo pero no entra en pánico.  La voz de su padre áspera como la paja que arde, el ruido de la cerradura del calabozo, los pasos cansados sobre el cemento mal terminado. El tono nuboso de un recuerdo quemado. Vuelve a llamar a los bomberos del pueblo vecino. 
 José intenta alejar los animales que corren hacia el monte. Hace girar un palo con un pañuelo en la punta ahuyentando el ganado. Hay una valentía ancestral en él que conoce las crueldades del viento que levanta las llamas. No hay compasión ni dolor en sus gestos. Algunos animales lo esquivan y se  retuercen en el fuego. 
 Ella permanece sola sin tacuara para aplastar las llamas. Las hijas del pelado se han  perdido entre la bruma y el ahogo. El ruido del fuego apaga las voces. No escucha la voz de Manuel. El rincón más secreto de la memoria la sostiene allí en el centro de esa tierra sin espejos de agua donde mirarse. Solo el olor a tierra calcinada.
El horizonte se ha tragado el mundo. El pelado le ha dicho que el problema son las bostas de los animales, que dentro de la mierda queda brasa encendida. Hay que vigilar que la bosta no vuelva a encenderse. Que lo que parece calmo no vuelva a arder.
Condenados al calor y al viento. A las llamas que se resisten. 
Ahora conoce esa tierra, todo aquello que permaneció oculto lo vomita el fuego. Las coordenadas dejan de ser móviles. Busca alguna huella en la negrura del suelo y camina hacia lo de don Tito, intenta no pisar la bosta. Don Lito vende bebidas, le ha dicho Manuel. Abre la tranquera y cruza la ruta. La suela de las alpargatas se le pega en el asfalto. La incertidumbre de avanzar no puede detenerla ahí. Un toro ñaró, toro cambá y algo del coraje guaraní. Un toro embravecido dentro de un calabozo. 
La voz de su padre dando la orden de encontrar al toro. Un hombre detrás de la reja. Unas llaves que cierran sin abrir. Una infancia que no recuerda, soterrada detrás del silencio sin chamamé. 
A lo lejos bailan las tiras de plástico de colores del almacén. Agua para nuestra gente, eso es lo que va a pedir. Lito sabe de toros y calabozos. Frente al fuego no hay bordes que limiten un terreno de otro. Los toros no tienen dueño.
 Quizás lo que se incendia sea el presagio de una extinción.
Entra al rancho y aplaude. Nadie contesta. Vuelve a aplaudir y grita. Lo hace con la furia del toro, del fuego, de las llamas que no se extinguen, de la libertad coartada, de los gritos de venganza, de toda una tierra arrasada.

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