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Abrazo fuerte

Uno busca cobijo. Alguien para sostenernos. Tomarnos enfrentados porque juntos somos más. Es la síntesis más cabal de apoyo compartido.

Domingo, 13 de marzo de 2022 a las 01:00

Por Adalberto Balduino
Especial para El Litoral

Cuán grande es. Son dos fuerzas en pugna, lanzadas hacia adelante dispuestas a entablar el estrecho espacio, donde dos corazones laten uno junto al otro. Es la simbología misma de lo que constituye el reencuentro, esa acción sumatoria de peso y voluntad. Es más, significa deponer actitudes mezquinas por la unidad del bien pensado. El que está de vuelta, que repensó una y mil veces en la pérdida de tiempo, en el traspié de una fractura que insumió tiempo, que da mil vueltas en vez de utilizar toda esa energía perdida en algo positivo que activa y normaliza, retomando el camino real de hacer las paces con uno mismo, y con todos a la vez.
A este país le hace falta un abrazo ejemplar, grande, tan grande “hasta el cielo”, como decíamos cuando chicos para expresar el amor a nuestros padres. Las ideas no son discutidas, son tomadas por unos y criticadas por los otros, porque cuando “las papas queman” y la mayoría cambió de rumbo, la historia del facilismo se hace empinada, entonces recién comprendemos la necesidad, la urgencia de consensuar un futuro. Ese abrazo que nos falta. El espontáneo. No el conveniente por interés. Ese que, abriéndose paso, como las semillas en su grado primero de germinación, rompe la tierra, sorteando terrones, para mirar a cara descubierta el cielo. Ese cielo regado de soles y lluvias, de rocíos, límpido y libre, ocupando toda la extensión de la mirada. 
Los abrazos son diversos. Los hay de todo tipo. Cálidos. Emocionados. Enérgicos. Nostálgicos. Guardando distancia. Acercando posiciones. Silenciosos. Estentóreos, acompañando la acción con la palabra que pugna por hacerse más extensiva. El que después se detiene tratando de prolongar el afecto porque el estar separados nos impide volver, y la satisfacción lograda no tiene nombre porque el reencuentro siempre es feliz. También el que toca y se va. Los hay de todo, claro que sí. Pero todos son hijos de la misma necesidad y obligación —diríamos—, de extender el afecto como una reafirmación que marca terreno, y nos permite comprender que hay costumbres que se han ido dejado de lado con pandemia o sin pandemia, producto del desamor. De no darle mayor importancia, porque a veces hay quienes creen se trata de una debilidad. Porque el acto se ve como un afloje, y sin embargo estamos ratificando, con un poco de pudor, la grandeza de detenernos en cuantificar y ponderar, la urgente necesidad de ser nosotros. Nosotros mismos. Dejando correr la emoción y tomándola como tal, que es benéfica, reordena los valores, pone en su lugar las cosas, haciendo y diciendo a la vez tal como son. El fecundo periodista y poeta uruguayo Eduardo Galeano, le ha dedicado un libro al reconfortante acto de reencontrarnos con seres que queremos; ha sintetizado el poder del abrazo, titulándolo justamente: “El libro de los abrazos”. Algunos de sus breves pero demostrativos cuentitos con mucho de poesía, pero el que me gusta porque reafirma eso de la llama interior y su correlato, el abrazo en todo su esplendor, es “Un mar de fueguitos”. Con palabras simples ahonda sin temor, trayendo anécdotas, hechos, como consejos de vida dichos junto al fuego: “Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo. / Y a la vuelta, contó. / Dijo que había contemplado, desde allá arriba, / la vida humana., / Y dijo que somos un mar de fueguitos. / El mundo es eso —reveló—. / Un montón de gente, un mar de fueguitos. / Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. / No hay dos fuegos iguales. / Hay fuegos grandes y fuegos chicos / y fuegos de todos los colores. / Hay gente de fuego sereno que ni se entera del viento, / y gente de fuego loco que llena el aire de chispas. / Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbra ni queman; / pero otros, otros arden la vida con tantas ganas / que no se puede mirarlos sin parpadear, / y quien se acerca, se enciende”. 
También los abrazos permiten remitirse a distancia, capaz de cruzar los cielos porque el deseo es grande y la gratitud ensancha el horizonte facilitando su vuelo. Cuando miro, consulto información, recorro diarios, veo los de España y cotejo con los nuestros, amplío con todos los medios al alcance de la curiosidad, ya que la impresión es muy grande, cómo deseo abrazar a esos pueblos oprimidos en guerra hasta el sadismo de bombardear contra civiles. Lo de Ucrania rompe el molde, potencias maniatadas, porque hacerle fintas a Putin es dar riendas sueltas a una tercera guerra mundial. Cuerpos desolados, frío que cala hasta los huesos, escape de ser posible o contenerse en refugios hasta que Dios diga basta. Tanto sufrimiento, tanta despreocupación por la vida, se merece como paliativo un gran abrazo a gente que lo está necesitando, y si sobra algo de él dejémosle al oponente invasor, para que revea lo que los líderes mandan hacer por política, siempre lejos de allí, cómodamente en búnkers calefaccionados. Muchas personas lo merecen, abrazos que ahoguen por apretar agradecidos, abrazos consoladores de tantas “malarias” juntas. Las disputas cotidianas, los desencuentros a que nos lleva la mala política. La pandemia. La pobreza que respira y marcha solamente con subsidios, porque de otra forma es imposible hacerlo en segundos cuando la costumbre es un hábito mal habido. Los acuerdos que no llegan, porque no concilian, por ver el país de manera diferente. Unos que se creen en otros tiempos del pasado, porque vivimos mirando para atrás cuando deberíamos, en realidad, observar cómo se desarrolla la vida por delante, previendo o anticipando lo que jamás imaginamos hasta convertirse en una dolorosa realidad. Nos debemos miles de abrazos para contentar a gente que la yuga sin ver mejoras. Un abrazo sería en estas circunstancias como un podio premiando tantas cosas, y para eso hay que ser campeones. ¿Campeones de qué? Tenemos la suerte —lo que en realidad es la suma de desgracias—, de que cada cuatro años repetimos como un rito todas las equivocaciones. Todos los caprichos. La melange de los autoritarismos jugándonos la mala pasada de hacernos creer lo que la ignorancia, la obsecuencia, el fanatismo y la soberbia lograron en estos años para unos pocos que lo disfrutan. El abrazo debe ser contundente, en principio para calmar; segundo, para hacerlos sentir acompañados, que la soledad ante sus urgencias es interminable y triste. Todos tienen derecho a que lo quieran. Un abrazo mitiga, reconforta, nos hace sentir fuertes por unos momentos. Pero esos segundos apenas que duran los abrazos, permiten seguir viviendo. De otra manera, sin ellos, los abrazos no tendrían tanta significación. Es más, mucho más que entrechocar las manos, porque esa entrega mutua está más allá de todo. Es corporal total. Es pedir perdón y perdonarnos por tanta ingratitud. Es reintegrarnos y, de alguna manera, perdonarnos, por eso toda la energía dispuesta en ese abrazo cruzando buena parte de nuestro cuerpo, tomando la del otro. Abrazarnos no es achicarnos, es crecer, alargar nuestros brazos en toda su extensión, cobijarnos, protegernos. Extendernos pródigos. Es sentirnos vivos otra vez.
Un abrazo fuerte y contenedor es afecto merecido.

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