Por Adalberto Balduino
Especial para El Litoral
El ilustrador correntino Pablo Buratti, en su reciente libro editado en España —lugar de su residencia—, “Storyboarding Almodóvar”, nos recuerda lo dicho por ese grande del cine neoyorquino, Martin Scorsese, a propósito de la técnica de narrar gráficamente en la previa al rodaje: “Los guiones gráficos no son el único medio de comunicación para lo que imagino, pero son el punto desde donde comienzo”. Siempre falta una idea que motive para que una historia inicie. Desgraciadamente, las guerras no prevén un tiempo necesario y suficiente para dibujarlas previamente, porque la acción las supera. Hoy día son como una chispa que, movida por los vientos de guerra, de pronto se transforma en incendios imparables e inatajables, como los que hemos tenido lamentablemente que sufrir. Las guerras son así de combustibles, se sabe cuándo comienzan pero no cuándo terminarán.
Basta recordar que hace 31 años, más precisamente durante la madrugada del 17 de enero 1991, cuando los norteamericanos pusieron en movimiento a sus fuerzas para llevar adelante la campaña “Tormenta del Desierto”, con motivo de que Sadam Husein había invadido Kuwait, dando inicio a un conflicto bélico que duró 43 días. Fue durante la presidencia de los Estados Unidos de América, de George Bush padre, cuando el mundo a través de la cadena CNN y con sus relatores John Holliman, Bernard Shaw y Peter Arnett, apostados en la habitación 906 del hotel Al-Rashid, en Bagdad, transmitieron por primera vez en directo por televisión todas las contingencias, evocando la primera imagen que era de color verde con visión infrarroja por ser de noche. Hoy, el mundo está otra vez de guerra, y nuevamente desde el propio living de la casa de cualquier mortal, las imágenes procedentes de Ucrania ingresan a los televisores como un espectáculo bélico, tétrico y espeluznante, en directo. Las narrativas de las guerras son diversas: pueden ser textuales (audio) como imágenes (video), ambas son un cóctel explosivo, cuyo carácter obedece a las intenciones: objetivas, explosivas, mentirosas, exageradas, porque las comunicaciones son tan letales como las propias armas: cada cual con su objetivo trazado.
Es como la misma vida, donde convergen todas las especies, conforme al interés y conveniencia de cada parte.
Los tiempos para una cobertura de índole guerrera se caracteriza por su prisa, por los nervios crispados, por la síntesis del comentario que se transforma en información breve pero fehaciente, y que pasa en principio del productor al director, los camarógrafos y los periodistas que se la juegan; una secuencia de voluntades y especialidades de estar cada cual en lo suyo.
Discrepando del tempo normal de una nota desde estudios, donde se da la conversación en forma ralentada, discurriendo con pausas y toma de razonamientos que uno formula sin prisa. Es más, he asistido a conversaciones en que se mezclan inexplicablemente los dos tiempos, oponiendo al informe veraz, central, nervioso del corresponsal sobre el propio terreno, con el desparpajo de preguntas que distan quitándole el verdadero y natural clima.
Creo, como decía anteriormente, es como la narrativa que escuchamos a diario en los flashes cotidianos dibujando la guerra, donde también se pronuncian arbitrariedades que discrepan con el criterio de cada uno.
No olvidemos que en una guerra las comunicaciones juegan un papel tan importante como los pertrechos. Una guerra, un conflicto armado enseña —cuentan esos profesionales hoy retirados— que, hasta entonces la truculencia a veces era acentuada con primerísimos planos, poniendo su rostro más letal para que el clima cobre más protagonismo, pero registrados de la realidad.
El solo hecho de no tener a mano toda la tecnología de hoy era carecer entonces de esa inmediatez, que la imagen lo cubre y expresa todo. Sin embargo, su advenimiento permitió lograrlo, como una serie televisiva de acción a la hora de la cena. Hoy, la urgencia de un tiempo que no admite atrasos, felizmente ha sacado de circulación toda especulación periodística que le reste contundencia, pero más que nada certeza ante la competencia feroz de las cadenas televisivas, todas por lo mismo junto al campo de batalla.
No quita que la toma de conciencia de la idea fuerza del mensaje, asuma la objetividad como meta común, reforzada por su repetición que dan los “breaking flashes”, reiterando tantas veces como fuera necesario en cada tramo de los canales de noticias. La dureza de la comunicación es explícita y ya no se despoja ni agrega nada para fortalecer su elocuencia; de por sí su contenido es elocuente.
Lo que tiene el ser humano es que su poder imaginativo lo lleva a balances solapados siempre positivos para sí, por el carácter triunfalista de cada bando, y que cuando los hechos desvelan la verdad, no puede menos que deprimirse ante la dura realidad. Cuando el conflicto de Malvinas, todos arengábamos amenazando al “Principito” a que venga. Pasaron aproximadamente 30 días de euforia, cuando tuvimos noticias de que el convoy inglés se venía nomás habiéndose tomado ese tiempo para preparar armamentos.
Fuimos, entonces, más cautos. Hasta que se produjo el primer encontronazo y los primeros caídos en batalla. La realidad iba tomando cuerpo, si bien la entrega de nuestros soldados que, en inferioridad de condiciones, arremetieron y lucharon incansablemente. A pesar del mensaje alentador de los medios, como es natural, el ánimo fue tomando conciencia de que en una guerra se pierde la vida y la ilusión, reina la muerte, y son las angustias peleando por tratar de comprender la violencia descontrolada.
La narrativa local, todos los días cambiaba su mensaje. Bueno, esa realidad es lo que hoy asusta, porque más que nunca, con el advenimiento de la tecnología, vamos teniendo al instante todas las amenazas, todas las bajas, la inconciencia salvaje que por cumplir un objetivo, no importa en absoluto la pérdida de vidas.
Como lo expresó Putin: que estaba conforme con lo hecho porque se cumplió el objetivo sobre Ucrania. Si bien la perfección de la inmediatez donde nada queda librado a la imaginación, es la verdad mostrando su verdadero rostro, lo que asusta a la comunidad mundial como a los anónimos periodistas que se juegan la vida tratando de contar lo mejor posible la saña del odio enfrentado.
Es como me dijo un amigo mío alguna vez: el hombre desde que nace se esfuerza por aniquilar a su hermano de especie, y para ello apela a todo lo que tiene a su alcance o lo inventa. Dice Putin: “Ante una pelea inevitable, pegar la primera trompada vaticina una victoria”. Como vemos, la realidad supera todo lo imaginado, comprendiendo que conlleva a todo lo horroroso, pérdida de familia, de vivienda, de patria, de país.
Allí la narrativa es una sola. Todos los adjetivos caen por ser exiguos, una sola palabra es capaz de reemplazarlos: guerra. Y es cuando la narrativa periodística toma su verdadero cariz, porque ya no cabe ninguna especulación, palabra o gesto. Sino un mensaje claro, sinceramente honesto.
Me motiva cerrar tomando los versos más significativos, rompiendo su orden natural, para exaltar así el dramatismo de la guerra, que expone el tango que refleja la Primera Guerra Mundial (1914-1918) entre los países beligerantes: Imperio Austrohúngaro, Imperio Alemán, el Imperio Otomano y el Reino de Bulgaria, contra Francia, Imperio Británico, Imperio Ruso y Reino de Italia, a los cuales se les aliaron otros. Se trata de la canción de Gardel y Lepera, “Silencio”, que fuera banda sonora de la película “Melodía de arrabal”, filmada en Joinville, París, Francia, y estrenada el 5 de abril de 1933: “Silencio en la noche / Ya todo está en calma / El músculo duerme / La ambición descansa / Un clarín se oye / Peligra la Patria / Y al grito de guerra / Los hombres se matan / Silencio en la noche / Silencio en las almas”.