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La ilusión de las redes: ahora somos enjambre

Byung Chul Han es un filósofo coreano que se atrevió a abordar desde una óptica universalista el fenómeno de la tecnología digital. Su trabajo más conocido, plasmado en el libro En el enjambre, advierte sobre las consecuencias que para la humanidad han deparado los instrumentos de comunicación multilaterales, horizontalizados y superficializados por la inmediatez de una extraordinaria explosión informativa, una suerte de big bang de la información cuyo resultado es de cumplimiento fatal: viene a dar muerte al periodismo como fue conocido hasta principios de siglo.

A partir de las redes sociales ya no hay emisores que produzcan contenidos para receptores pasivos, sino que todos, absolutamente todos los habitantes del orbe, se han transformado en emisores y receptores al mismo tiempo. Esa generación instantánea y autónoma de contenidos, independiente del sustrato que antes era patrimonio exclusivo de los medios de comunicación tradicionales, generó una sensación de libertad que la abrumadora mayoría de internautas utiliza para expresar opinión, gustos personales, críticas y sobre todo, indignación.

Según Chul Han la indignación es un resultado directo de la sociedad digital. Si bien antes había espacios de discusión donde afloraban las expresiones de disconformidad general, como pudieron haber sido en su momento los partidos políticos, los gremios e incluso las sociedades secretas entre las que podemos destacar la Logia Lautaro de José de San Martín, nunca como ahora se alcanzó el paroxismo de una catarata crítica como las que padecen algunas víctimas del llamado “linchamiento digital”.

Figuras públicas, referentes de la política e incluso comerciantes o empresas son atacados por la jauría de opinadores en un proceso de contagio viral, a partir de simples detonantes como pueden ser las primeras tres o cuatro expresiones de desautorización por parte de los iniciadores de estos verdaderos aludes de insultos y acusaciones incomprobables. Aquí conocido como escrache, este descenso a las profundidades del deshonor es definido en los países angloparlantes como “shitstorm” (literalmente tormenta de mierda) y el pensador coreano lo advierte claramente: es una de las consecuencias más lesivas de la disolución de los límites inhibitorios que se produce al momento de abrir fuego desde el teclado.

Estamos en una nueva era de comunicación absoluta, constante, portadora de su propio germen multiplicador. Cada ser humano munido de un teléfono inteligente puede sentirse “alguien” y de alguna manera ser “alguien” que ataca al poder político, económico o gubernamental. Esa sensación de justicia inmediata que proporciona el posteo o el comentario crítico debajo de una publicación ajena alimenta las endorfinas del indignado y, al cabo de un tiempo, lo calma, lo dociliza y lo distrae del objetivo primigenio por el mismo efecto mareante de las noticias hiperdinamizadas en el incesante de devenir datos, fotos y videos que lo irán conduciendo hacia otros confines.

¿Qué ocurre cuando finaliza la escalada cáustica de un escrache en las redes? El atacado se silencia por un tiempo, el asunto se olvida y la muchedumbre que en su momento salió a vituperar en nombre de alguna causa supuestamente justa, regresa a su posición original: cada individuo vuelve a moverse como si estuviera dentro de un compartimiento estanco, en soledad, llevado por la ola del o los temas del día, para volver al ruedo como un Quijote sin motivaciones fundamentales, sin Dulcinea.

El homus digitalis (que eso somos hoy en día) simplemente hace catarsis, pero no logra cambiar nada de lo que objeta. ¿Por qué? Byung Chul Han sostiene –acertadamente- que el espejo negro que es la pantalla del dispositivo (sea smartphone, o laptop, o tablet) entrega una visión distorsionada de la verdadera realidad que afrontan las personas. Inocula placebos de felicidad fugaces, momentáneos e inmediatos, que si bien se agotan al poco tiempo, se recrean como nuevas ilusiones de realización personal en la siguiente controversia.

La razón de esta incapacidad de ir al hueso para lograr verdaderos cambios en las condiciones de vida propias o de los miembros de la comunidad es la ausencia de ideologías y de organizaciones que en otros tiempos catalizaban el clamor popular para traducirlo en una estrategia conjunta que se expresara a través de una marcha, una propuesta política o (incluso) una solicitada en el diario más leído.

Dice Chul Han: antes había masas con capacidad para organizarse. Hoy no hay masas, hoy hay un enjambre que, a su modo, intenta cuestionar al poder pero con escasas, sino nulas, posibilidades de torcerle el brazo. Y el punto crucial es que hasta la irrupción de las redes sociales el ámbito para volcar ideas y formar la propia opinión eran los espacios partidarios, los ateneos culturales, los sindicatos, las universidades y por qué no, el diario de papel con su silenciosa predisposición a la lectura reflexiva, café mediante.

Hoy la opinión se forma (si cabe el verbo formar) en el escepticismo contagioso del de al lado. Basta con leer un par de títulos, dos o tres líneas escritas con los codos por el preopinante, para que las demás voluntades del enjambre se dejen narcotizar hasta caer en extremos peligrosos como el odio de clase, el racismo, la explotación laboral, el bullying y todo tipo de fenómenos disvaliosos propios de una generación que ya no vive pendiente del ser, sino del parecer.

Lo grave del caso es que en medio de la ilusión que las redes entregan a sus millones de suscriptores (esa sensación de ser escuchado y de que la queja propia alcance dimensiones virales), las multitudes de conectados pasan por alto su verdadera condición: no son críticos del sistema ni miembros de alguna corriente de pensamiento, sino simples consumidores de todo aquello que el verdadero poder establecido en las corporaciones multinacionales de comunicación algorítmica (léase, los dueños de la inteligencia artificial que todo lo calcula para vender más y más de lo que fuere) produce y reproduce a la velocidad de la luz para crear una nueva dimensión humana, distópica, acrítica, jibarizada por lo superfluo.

Ni los gobiernos se salvan de esta ola que arrasa el pensamiento. Los saberes reflexivos de naturaleza crítica que han dado lugar a la maduración intelectual de los más respetados líderes democráticos están en franca decadencia frente a la cultura del enjambre tan crudamente descripta por Byung Chul Han. La democracia representativa peligra frente a la oportunidad de inducir a los electores hacia propuestas dislocadas como la eliminación del Estado.

A todo esto, ¿cuántos lectores creen ustedes que tendrá esta columna una vez publicada? Muy pocos sin dudas. Pero en ellos reside la única esperanza de no caer en el abismo de la dominación digital. Hay una manera y es apelar a los antiguos preceptos del acto virtuoso, en pos de la prudencia, de los puntos medios. En definitiva, reflotar, difundir y practicar la teoría aristotélica de la virtud, según la cual el ser humano alcanza la felicidad cuando adquiere el hábito de hacer lo correcto. Y quizás, hacer lo correcto en el mundo digital sea militar a través de contenidos de calidad, ejemplificadores y, de alguna manera, tan luminosos como para señalar un verdadero camino de convivencia.

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