Por Alberto Medina Mendez
Especial para El Litoral
Desde hace bastante tiempo que el imaginario popular debate sobre este asunto. Es que muchos afirman que quien conduce el gobierno no concluirá el período para el cual fue electo. No hay evidencia empírica suficiente que respalde esta visión; sin embargo, los fantasmas no se alejan.
Tal vez eso tenga que ver con aquellas épocas en las que los militares, con un contundente apoyo civil, irrumpían desplazando a los líderes elegidos en las urnas. Ese pésimo hábito ocurría ante la más mínima pérdida de respaldo popular, ese que generaba el clamor por el recambio anticipado.
Esa cultura ha atravesado por décadas a estas comunidades, pero esa dinámica se fue atenuando paulatinamente hace casi 40 años. Esa mecánica además de inmoral era comprobadamente ineficaz y afortunadamente ya no es ahora parte del paisaje cotidiano.
Sin embargo, a comienzos de este siglo aquella crisis primero económica y luego política desembocó en el famoso episodio de los 5 presidentes argentinos. Una historia repleta de ribetes dramáticos que modificó la realidad abruptamente, aunque siempre dentro del marco constitucional y apelando a los resortes previstos por la legislación vigente. Ese complejo momento fue superado para luego volver a la normalidad con mandatos secuenciales de 4 años como prevé el sistema y es deseable que suceda.
Hoy, ante una instancia con aristas muy particulares son muchos los que se preguntan si el actual mandatario está en condiciones de entregar el mando en el plazo previsto para que la renovación ocurra con naturalidad.
Es innegable que la situación económica actual es desesperante. Una inflación elevada y el riesgo de una escalada mayor, dificultades en el mercado de divisas y sus múltiples cotizaciones, una carga impositiva completamente insoportable, regulaciones por doquier para el comercio exterior, son solo una muestra parcial de la gravedad del presente
La pobreza, la desocupación, la inequidad y las injusticias están a la orden del día, y nadie debiera hacerse el distraído ante tantos inconvenientes. A estas alturas intentar minimizar lo que pasa solo demuestra insensibilidad.
En ese contexto, las disputas internas del oficialismo ya son indisimulables. Se trata de una fractura expuesta que nadie intenta esconder. Claramente eso debilita al poder y no ayuda para nada a estabilizar el escenario y transmitir confianza sobre el porvenir.
Abundan razones para dudar sobre la mansa continuidad lineal de este esquema. Es imposible predecir el futuro y todo puede acontecer. A pesar de eso, así como existen visiones negativas de este proceso valdría la pena detenerse en las otras señales que permiten ser un poco más optimistas.
Habrá que decir que la división interna del oficialismo no deja de ser una tensión dentro del poder. Ni unos ni otros están dispuestos a renunciar a sus espacios. Es un enfrentamiento feroz, pero que no tiene previsto una embestida letal. Sus diferencias son discursivas, se reflejan en los medios de comunicación, a veces con sutilezas y en ciertos casos con más vehemencia, pero nunca con tanta fuerza como para quebrar el equilibrio.
El sector que gobierna, el que tiene la lapicera, a pesar de su baja popularidad y de su escasa legitimidad no piensa en pasar la posta a sus aliados cuestionadores. Están preparados para resistir hasta el final e inclusive sueñan con una alquimia que les permita buscar la reelección bajo el mismo paraguas que les posibilitó llegar a la cima.
Los detractores cercanos del presidente, esos grupos más radicalizados que piden un cambio de rumbo mientras ocupan sus cargos dentro del gobierno, no demandan una renuncia que los obligue a completar el mandato actual. Los aterroriza esa posibilidad. Se sienten cómodos desde su tribuna crítica jugando a ser oposición y oficialismo simultáneamente. Sus quejas no tienen una finalidad “destituyente”, sino más bien de disconformidad.
Mientras tanto, los opositores se ocupan de marcar los errores pero sin consensuar un plan consistente para salir de este laberinto. No han conseguido un acuerdo suficientemente amplio, ya no para ofrecer una opción electoral atractiva, sino para implementar políticas públicas que conformen a todos sus integrantes. Sus discrepancias ideológicas son elocuentes. No están listos para gobernar y, por lo tanto, que el actual proceso sufra un traspié les trae más complicaciones que soluciones.
Bajo ese paradigma, no se visualizan interesados en modificar “el status quo”. Evidentemente aún hay suficiente plafón para que esto continúe de este modo, sin grandes mutaciones, con parches permanentes que permitan administrar el caos y llegar hasta las elecciones como se pueda.
Será difícil soportar semejante momento, repleto de complicaciones y con mucha gente sufriendo las consecuencias de la inacción y la especulación partidaria, pero la política no tiene motivos propios muy sólidos para que algo diferente pueda suceder en el tortuoso trayecto hacia el icónico 2023.
La gente ha aprendido que interrumpir mandatos no es una buena idea, y que además es imprescindible hacerse cargo de las decisiones cívicas que se han tomado en el pasado. Este gobierno ha sido elegido democráticamente, y por lo tanto, corresponde que haga su gestión, mientras la paciencia ciudadana espera que culmine con su misión para juzgar luego su labor dando el veredicto en los comicios.