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Disrupción sinalagmática: ¿la gran opción?

Por El Litoral

Martes, 21 de junio de 2022 a las 01:00

Por Emilio Zola
Especial
Para El Litoral

Hartos ya de estar hartos, los argentinos miran en lontananza como quien espera el epílogo de una película predecible, de final anunciado, con la diferencia de que no son espectadores sino protagonistas (¿víctimas?) del desventurado ciclo institucional que se inició a fines de 2019 con la incumplida promesa de corregir los desequilibrios sociales y económicos de la administración anterior.
Alberto y Cristina, el dúo que supo ganar pero no gobernar, representan el desencanto del fracaso anticipado. Con un año y medio de mandato por cumplir, son parte de un episodio político terminado que sólo se mantiene en pie por esa gran virtud nacional de respetar la institucionalidad aun cuando los gobernantes de turno han perdido toda legitimidad. 
Símbolo de madurez que distingue a la argentinidad como un conglomerado idiosincrático dispuesto a tolerar (o soportar) con tal de no caer en el terror setentista ni en la inestabilidad paroxística de 2001, la paciencia ciudadana se respira frente a las estanterías de supermercados, surtidores de nafta y vidrieras de indumentaria. En todos esos casos los precios en alza golpean las economías domésticas sin que la autoridad vigente tome decisiones eficaces para morigerar el impacto inflacionario.
La gente sobrevive con la mirada puesta en las elecciones de 2023, apoyada en una decisión irreductible: desalojar al Frente de Todos del poder e instalar por la vía democrática una alternativa más convincente, menos lábil y razonablemente idónea para aplicar las políticas económica, monetaria y cambiaria que pongan freno a la suba generalizada de precios sin afectar la calidad de vida de asalariados, cuentapropistas y emprendedores desguarnecidos. 
Esas tres categorías engloban al 80 por ciento más castigado de la ciudadanía, convencido de la necesidad de un cambio en el orden político pero al mismo tiempo escéptico frente al futuro, pues claro está que el electorado nacional agotó la paleta de opciones en lo que a modelos económicos se refiere. El argentino de las últimas décadas fue neoliberal, pragmático, transversal, peronista de izquierda, peronista de derecha, centrista, radical, libremercadista y podríamos seguir.
En todos los casos la orientación del voto fue motivada por distintos factores de cadencia cíclica. Frente a la hiper del 89, la convertibilidad de los 90; frente al corralito de 2001, la devaluación duhaldista, seguida por la redistribución social del primer kirchnerismo; frente a la guerra del campo y la corrupción cristinista, el capitalismo de mercado cambiemista. Y así hasta el desgobierno de esta alianza amorfa cuyo problema central es el mismo: no supo (como tampoco supieron los gobiernos anteriores) encontrar un camino sostenido hacia el desarrollo humano. Esto es, calidad de vida en ininterrumpida consolidación sobre la base de ideales consagrados como la estabilidad, la confianza y el pleno empleo.
Las distintas recetas económicas que a lo largo de la historia fueron concebidas por la civilización humana todavía dan lugar al dilema de cómo hacer para mejorar el poder adquisitivo de la sociedad sin causar inflación, y cómo hacer para evitar la concentración desmedida de riquezas sin aplicar políticas de justicia distributiva como aquel “New Deal” que rescató a la economía norteamericana después del crack de Wall Street, en 1929.
Keynesianos y capitalistas, así como en su momento fueron los mercantilistas y los fisiócratas, plantean distintas estrategias con resultados más o menos eficaces, pero nunca integrales, siempre imperfectos. 
Por un lado, el pensamiento pro Estado propone la quimera de distribuir bienes y servicios a granel para rescatar a los vulnerables sin mirar las consecuencias nocivas del déficit fiscal crónico. Por el otro, las políticas libremercadistas siguen insistiendo con una prescripción agotada, según la cual la salida a las crecientes desigualdades sociales se alcanzará mediante la libertad en las relaciones económicas con un mínimo de reglas, la aceptación de la actual distribución de ingresos y la increíblemente vigente teoría del derrame.
¿Cuál es el camino entonces, si es que lo hay? Puede que sea algo llamado economía social de mercado.
Quien esto escribe leyó hace algunas semanas las explicaciones proporcionadas por el multifacético filántropo Enrique Piñeyro, actor, realizador cinematográfico, cheff de alta cocina, empresario aeronáutico y, gracias a todo eso, multimillonario. Le preguntaron quién pagaba el combustible y los costos operativos de su Boeing 787 en los numerosos viajes que emprendió a Ucrania para rescatar refugiados. “Todo corre por mi cuenta, porque llega un momento en que juntar dinero hasta enriquecerse sin límites pierde sentido, deja de ser gratificante. Entonces la solución que encontré es hacer capitalismo disruptivo”, respondió.
¿Qué es capitalismo disruptivo? Lo mismo que economía social de mercado. Significa romper con los cánones establecidos por las leyes tradicionales del mercado, en una nueva dimensión de relaciones socioeconómicas donde la oferta y la demanda dejan de ser el eje de las estrategias comerciales para ser reemplazadas por un nuevo paradigma: la universalidad de los bienes y servicios producidos en el mundo desde una concepción basada en el corpus de recomendaciones morales que desde fines del siglo XIX conocemos como Doctrina Social de la Iglesia.
La posición de la iglesia católica fue, a partir de la encíclica Rerum Novarum de 1891, una cantera de propuestas humanizadoras en constante renovación, ya que a lo largo del siglo pasado se conocieron diversos pronunciamientos del Vaticano sobre el peligro de la concentración desmedida del capital. Esta posición se ratificó a través de la encíclica Caritas Veritae, en la que se cuestiona el principio primordial de la economía según el cual la finalidad sagrada de toda inversión, transacción o intercambio comercial debe ser la satisfacción del capitalista, a partir de una regla inamovible: obtener la mayor rentabilidad posible a cambio del menor costo posible.
Esa teoría de eficiencia económica, aceptada con naturalidad desde hace siglos, conlleva los efectos colaterales propios de la desproporcionalidad distributiva. Con un capital que engorda en manos de una minoría, sostenida por escalas salariales que tienden al estancamiento, la consecuencia es una pobreza que se multiplica a niveles exponenciales, con naciones superdesarrolladas cuyo estándar de vida supera por años luz la precariedad de otros países condenados a la miseria.
¿Se puede humanizar a los grupos económicos que perfeccionaron la capacidad de obtener ganancias sin medir el sacrificio humano que la generación de esa riqueza demanda? Sin necesidad de aplicar dogmas religiosos, la respuesta es sí. Europa muestra con éxito ejemplos como el de Elobau, una empresa de tecnología electrónica que por decisión de sus dueños dejó de pertenecer a la familia fundadora para convertirse en una compañía de propiedad responsable.
Elobau, como otras firmas europeas, pasó a ser dueña de sí misma como una persona jurídica con capacidad de autodeterminación, conducida por un consejo de administración que distribuye dividendos entre todos los trabajadores, según aptitudes, rango, nivel de responsabilidades y nivel de capacitación. “Un día me pregunté si era justo que yo, como heredero de la fábrica, me quedara con la mayor parte de las ganancias en la que 2.000 personas trabajan para lograr estos resultados. Y entendí que no. Que lo mejor era participar a todos del fruto del esfuerzo conjunto”, argumentó el ahora ex propietario de la compañía.
Este concepto de empresa de propiedad responsable (una suerte de cooperativismo posmoderno) encaja a la perfección con el capitalismo disruptivo que propone Piñeyro y pregona la Doctrina Social de la Iglesia, cuya idea de dirigir el poder de la riqueza a un objetivo que no sea la concentración estática sino la inversión dinámica podría ser la clave para una solución sinalagmática que las teorías económicas tradicionales, hasta ahora, nunca pudieron hacer realidad.
 

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