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La poliédrica Cristina y la Argentina incombustible

Por El Litoral

Domingo, 10 de julio de 2022 a las 01:00

Por Emilio Zola
Especial
Para El Litoral

La renuncia de un ministro de Economía corona la crisis. La desnuda, la sincera y la atribuye a sus respectivos responsables. Ese es el lado positivo de la partida de un técnico de comprobada solvencia académica pero mediocres aptitudes políticas como Martín Guzmán, convertido en el gran fusible de la disputa interna que empuja al Gobierno Nacional a un vórtice de apatía donde se desmoronan los cimientos de un país cuyo presidente adorna fachadas.
Guzmán se fue por Twitter, justo cuando la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner lo ponía a la altura ideológica del liberal ortodoxo Carlos Melconián. Su renuncia fue la confirmación de que Alberto Fernández no tiene autoridad real, sino un subpoder placebario según el cual las decisiones de Estado son fruto de su relación friccional con una jefa política que ahora, además de todo esto, es directora técnica de los malabares que ensayará la recién llegada Silvina Batakis.
La dos veces presidenta volvió a ingeniárselas para provocar un cambio estratégico en el gabinete (ya lo había hecho con el desplazamiento de Santiago Cafiero a la Cancillería y la expulsión de Matías Kulfas) sin abandonar la hibridez de un rol poliédrico. Como el hombre de las mil caras, troca de rictus a mueca en la medida que necesita activar determinados resortes. 
Cristina protagoniza. En ocasiones lo hace como Buster Keaton pero en otras como Catita, en un constante eclecticismo estilístico que garantiza su centralidad. Si hacemos memoria, se mantuvo un largo período en modo silencio hasta que el 2 de junio (cuando mandó a su coequiper a usar la lapicera) volvió a la dinámica oratoria para exacerbar la pulseada interna, atacar a los movimientos sociales y reprochar la fuga de dólares.
Camaleónica, CFK se parapeta en un limbo donde arroja tanto dardos como lisonjas según su propia conveniencia. A veces conductora y a veces opositora, admite diferencias con su compañero de fórmula, obstaculiza medidas necesarias para cumplir con las metas impuestas por el Fondo Monetario (el caso de la segmentación tarifaria) y desde su sitial de El Calafate aventa la expectativa de todo el arco periodístico para despacharse con sincericidios tales como “quédense tranquilos que hoy no voy a revolear ningún ministro”.
El viernes habló una vez más como le gusta, sin que nadie la interrumpa, sin repreguntas, para calificar la dimisión de Guzmán como una irresponsabilidad desestabilizadora, pasando por alto las cáscaras de banana arrojadas en el camino del exministro por los funcionarios de La Cámpora, la organización que conduce su hijo Máximo y que sigue ocupando cargos clave en el Ejecutivo.
Tanto polifacetismo político de la vicepresidenta esconde una razón inconfesable: su plan en este mar de leche derramada es bailar entre las hornallas sin quemarse, alejarse o acercarse a la figura presidencial según los resultados que logre la nueva ministra de Economía en la que sin dudas será la última oportunidad gubernamental de recuperar alguna chance de continuidad en las elecciones 2023.
Si todo sale mal, será Alberto Fernández el culpable de un colosal desbarajuste inflacionario y cambiario cuyos principales efectos irían desde la paralización del aparato productivo hasta una catástrofe social con miles de nuevos pobres. Pero si algo sale bien en un hipotético ordenamiento económico a través de las políticas fiscales que Batakis intentará aplicar para cumplir con el FMI sin descuidar a los caídos del sistema, incluido un acuerdo de precios que calme la marea inflacionaria, la arquitecta del éxito será Cristina.
De sus alocuciones públicas más recientes se desprende que está en campaña, con la misma tónica de su raid proselitista de 2019, cuando se presentaba en distintos escenarios a caballo de su libro “Sinceramente”. Esta vez no cuenta con el soporte literario, pero tampoco lo necesita. Tiene algo más importante que es el poder real, lo que se percibe en la previa de sus presentaciones, capaces de generar más ansiedades que el match Bonavena-Alí.
Como en vísperas de un superclásico, miles de espectadores se alistan para seguir sus apariciones públicas a la espera de nuevos brulotes contra el jefe de Estado, de definiciones centrifugadoras de funcionarios y de raptos verbales tanto para fabricar titulares taquilleros en los medios como para descifrar el rumbo que tomará el país.
Pero… ¿Tiene chances la vicepresidenta de encabezar la fórmula del peronismo el año que viene? En teoría no, porque las encuestas la muestran con un piso alto (del orden del 30 por ciento) pero con un techo bajo, con lo cual se supone que no puede crecer en la oferta electoral porque el 70 por ciento de los votantes preferirían no votarla, pero siempre hay un pero.
Cuando el desorden político y el estrago económico son tan brutales como estos que padecen los argentinos, del río revuelto puede emerger cualquier alternativa, hasta la menos esperada. Máxime en un país con la capacidad de recuperación que históricamente ha demostrado la Argentina, con su prodigiosa musculatura agroindustrial, su riqueza energética (desaprovechada por falta de obras de infraestructura) y su matriz institucional tan embebida en los principios de solidaridad e inclusión. 
Suele decir Pepe Mujica, ese gran maestro de la simpleza filosófica que gobernó Uruguay después de haber sido preso político durante 12 años, que la Argentina es tan resiliente y seductora que hasta podría vender viento, con lo cual cabe contemplar la posibilidad de que ordenándose nada más que un par de variables económicas (inflación y tipo de cambio) la sociedad recupere el optimismo sin que importe demasiado el signo político o la ideología de quien gobierna.
Después de todo, esta Patria conformada al ritmo de sangrientas guerras civiles, masacres indígenas y golpes militares, logró convertirse en un país donde el Estado (aun con todos sus vicios) funciona para proteger al vulnerable e incentivar al emprendedor.
Con Cristina o sin Cristina, con peronismo en el poder o sin él, sobran ejemplos como el de aquel desesperado padre asunceño que sin un cobre viajó hace 20 años desde Paraguay al Hospital Garrahan para que operaran a su hija de 12 años, gravemente enferma.
Ese padre es desde hace dos décadas taxista en Buenos Aires y conoce la gran ciudad como la palma de su mano. Ismael se llama, conduce un Logan prolijo y perfumado en cuyo asiento posterior viaja un cronista. El autorradio sintoniza noticias sobre el último mensaje de El Calafate y la charla se presta. “¿Qué le parece? ¿Le creen todavía a Cristina?”, pregunta el periodista.
“No sé amigo, pero no importa si le creen o no, lo que sí importa es que este es un gran país. El que se queja de la Argentina no sabe lo que tiene”, cierra Ismael, que porta escarapela y ayer nomás, 9 de julio, comió locro en la casa de su hija y su yerno, con sus tres nietos argentinos.

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