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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Políticos iguales y no tan iguales

Especial

Para El Litoral

Todos los políticos son iguales”, despotrica el ciudadano tipo frente a la impotencia de no sentirse representado por los que gobiernan, sin advertir que presidentes, gobernadores e intendentes llegan al poder como consecuencia de un veredicto electoral donde impera la autonomía de la voluntad. Es decir, la decisión íntima de cada votante, la convicción crucial de elegir a un candidato en el cuarto oscuro, en ejercicio pleno de las potestades democráticas.

Los políticos no nacen de repollos, sino de procesos sociológicos que los forjan a medida que se despierta en ellos el interés por lo público. Son personas como cualquier otra que, por algún motivo detonante que encontraremos en su núcleo familiar, en su entorno estudiantil o en su círculo laboral, un buen día deciden adentrarse en los mecanismos institucionales orientados a la gran meta del desarrollo comunitario para una vida mejor.

¿Una vida mejor para la gente o para ellos? Vale decir que ambos tópicos se entremezclan en las finalidades del político. Nadie decide sumergirse en una actividad social por mero amor al prójimo. Siempre habrá un interés individual como disparador de las acciones desplegadas por un referente que persigue un espacio de representación pública. Y está bien que así sea. Sin el afán intrínseco de proporcionar una buena calidad de vida a los propios y a sí mismo, el político difícilmente consagraría su vida a la constante puja de vanidades que representa crecer y consolidarse en las hostilidades tácitas de la jungla comiteril.

Los políticos pueden ser buenos o malos. Como los abogados, como los periodistas, como los médicos. Como todos. Y también pueden tener aciertos al mismo tiempo que cometen errores. Son falibles; muchas veces son débiles frente a las tentaciones, pero otras tantas son leales a sus convicciones. Quizás la única diferencia real entre ellos y los que equivocadamente se autodefinen “apolíticos” es que los políticos han sabido desarrollar una extraordinaria habilidad para la concertación. Son capaces de sumar en un mar de diferencias, de encontrar un eje de coincidencia en el disenso. Y de ese modo construyen alianzas con las que llegan al poder.

A todo esto, el ciudadano tipo mira por televisión (y ahora por las redes) la actuación de los políticos. Es naturalmente distante, habita en una realidad paralela, desentendido de las decisiones cotidianas de un gobernante. Un decreto, un proyecto de ley, un acuerdo regional, un retoque del tipo de cambio y así, miles de medidas adoptadas por un funcionario pasan inadvertidas para la inmensa mayoría, hasta que…

Hasta que el rumbo de un gobierno trastoca el ritmo de vida de una sociedad. Recién entonces la mayoría, enfrascada en sus actividades y con todo derecho concentrada en el objetivo primordial de obtener el propio sustento, adopta una actitud reactiva. Objeta, critica, condena, se expresa con tono reprobatorio, esgrime las cacerolas y simplifica al estilo Orwell: como los cerdos de la granja, los políticos constituyen una casta privilegiada que engatusa a los otros animales  para darse la gran vida.

El punto es qué hace esa mayoría para cambiar su percepción escéptica de la actividad pública. La realidad simbólica choca con la realidad fenoménica cuando la inflación corroe la capacidad de consumo. 

Como sucede ahora en la Argentina. De pronto, ese símbolo de la indolencia contenido en la palabra “apolítico” se diluye en la realidad de un debate obligado, impuesto por la fuerza de los acontecimientos. Y de esa forma, en un abrir y cerrar de ojos, el ciudadano tipo se convierte en político.

Así como el hincha de fútbol se erige en director técnico desde las orillas del campo de juego, el ciudadano tipo olvida su pretendida condición de apolítico y toma posición en lo alto de las cazuelas, desde donde señala con el índice a los culpables de la misciadura generalizada. Ese rapto de compromiso cívico aflora, por lo general, demasiado tarde. Ya no cuando las papas quemaban, sino cuando se carbonizaron en la hoguera burocrática.

Lo que difícilmente reflexione el ciudadano tipo es que, con mayor o menor grado de intensidad, todos somos políticos. La política es la ciencia concebida en Grecia a partir de la necesidad de resolver problemas comunes que obstaculizaban la gran aspiración de una existencia virtuosa. Resolver las inquietudes y satisfacer las demandas de la polis; para eso nació la política, hasta convertirse con el correr de los siglos en una providencial herramienta de cambios sobre la base de valores supremos como la libertad y la igualdad.

Los pueblos, históricamente pero en especial desde la Revolución Francesa, han confiado a los políticos la misión de equilibrar factores inescindibles de la interacción humana. El impacto de los poderes económicos en los sectores más vulnerables, la distribución de la riqueza y la relación entre los dueños del capital y el proletariado fueron, son y serán fenómenos a intervenir con criterios de equidad que sólo pueden ser aplicados desde la política.

¿Se preguntaron cómo sería el mundo sin política? Los poderes económicos controlarían prácticamente todo, sin límites como los establecidos por los constitucionalistas y los legisladores, sin reglas de juego que preserven el principio de igualdad proporcional y garanticen oportunidades, cualquiera sea el contexto social en el que se desenvuelva una persona para proyectarse al futuro con la ilusión de prosperar.

En el caso de Corrientes, ¿cuál sería la suerte de los trabajadores del comercio, de los empleados públicos, de los obreros de la madera o de los peones rurales si en vez de un gobernador ungido por el voto popular los destinos provinciales dependieran del arbitrio de una corporación multinacional? ¿Sería un CEO del mundo empresario más confiable, más justo y más empático que Gustavo Valdés? Sin dudas que no, pues los principios de un jefe corporativo y de un líder político son abismalmente diferentes.

Un empresario, como es su naturaleza, tenderá a multiplicar utilidades sin atisbar en el lado social. Así pasó en la revolución industrial, causante de la aparición de la doctrina marxista y sus derivaciones. 

Así pasó con el advenimiento del fordismo, la producción en serie que redujo el espectro de especialización de los operarios hasta dejarlos inermes frente al crack de 1929. Y así podría volver a pasar si la política no ejerciera un mínimo control de convencionalidad en un mundo ciertamente desigual, pero sin dudas más ecuánime que en la Edad Media.

La comodidad del pequeño burgués, en la mayoría de los casos, impide profundizar en el tronco de la organización político-normativa que a lo largo de siglos el hombre ha edificado para darse gobierno. 

El ciudadano tipo se queja pero no lee, pues leer representa esfuerzo. Informarse para tomar decisiones implica dedicar tiempo a un texto, en la convicción de que no basta con los bocadillos premasticados que entregan los noticieros a las 8 de la noche. Informarse para formarse, sería la consigna.

Tomar debida nota de los sucesos pasados, presentes y futuros es el principio del propio cambio. Ejercitar la musculatura cívica comienza por indagar con espíritu crítico hasta encontrar el camino hacia la participación que cada ciudadano disconforme debería intentar si de mejorar se trata. Involucrarse, aunque haya que restarle horas al ocio, es la única alternativa para producir transformaciones como las que celebró Corrientes con la paridad de género y el voto joven.

No es casual que Valdes, gestor de esos cambios paradigmáticos, haya preparado un sitial exclusivo para que Facundo Manes se presentara ante la correntinidad con su línea interna “Empatía”. El neurocientífico representa a ese ciudadano tipo que un día decidió dejar de contemplar para pasar a protagonizar. 

Tampoco es casual que Manes haya definido a su anfitrión como “el líder político que quiero”. Congéneres, radicales y ubicados en un nuevo modelo idiosincrático, son la evidencia que contradice a George Orwell y su “Rebelión en la granja”, pues claro está: no todos los políticos son iguales.

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