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Réquiem para Alberto

Sabado, 09 de diciembre de 2023 a las 17:47

Asume el menos pensado. Un presidente con estética de rockstar apoyado ciegamente por las nuevas generaciones, pero enrolado en un tronco ideológico que cuestiona todas aquellas consignas sagradas que la Argentina abrazó durante un siglo y que ahora, con 40 años de democracia ininterrumpida, vienen a ser modificadas ante un incontrastable justificativo: la bitácora nacional fue de mal en peor hasta encallar en la escollera albertiana, una trampa de romanticismo hippie con la que “el loco de la guitarra”, como el presidente saliente se autodefinió, logró que el 55 por ciento de los argentinos se convenciera que la salida no es con todos adentro, sino por la tangente de las soluciones individuales, el mérito propio y las reglas de un capitalismo sin contralor institucional.
Este réquiem para Alberto Fernández se escribe mientras la principal empresa de transporte urbano de Corrientes se retira de la concesión capitalina ante el inminente “sinceramiento” de precios y tarifas anunciado por el presidente Javier Milei, quien asume hoy el mando para llevar a cabo el plan de ajuste más riguroso de la historia. El sistema colapsa como consecuencia de una batería de medidas que incluye subsidios cero, posible privatización del sistema previsional, recorte de fondos a las provincias, devaluación instantánea con un dólar oficial que podría bordear los 700 pesos, drástica pérdida del poder adquisitivo de la masa de consumidores y muchas otras definiciones de corte economicista que mañana a primera hora serán anunciadas por el resucitado “Messi de las finanzas”, el ahora titular de la Hacienda nacional Luis Caputo.
¿Era un destino inexorable para el país este apagón simultáneo de las políticas públicas que mantenían en funcionamiento una economía agónica, pero con billetes recién impresos para garantizar la sofocante normalidad de vivir el día a día en contexto de inflación? Quizás no. Es posible que si hubiera ganado Sergio Massa su propuesta transicional de sostener la emisión, apoyarse en las muletas de los yuanes chinos y esperar la liquidación de una de las mejores cosechas cerealeras de los últimos años hubiera permitido un descenso del gasto público por las escaleras y no por el tobogán, con menos sufrimiento de los sectores vulnerables, asalariados y pequeños industriales. Pero una amplia mayoría de ciudadanos eligió otra cosa, harta de los fracasos seriales de un jefe de Estado que no pudo, no quiso o ni siquiera lo intentó.
Un demacrado Alberto dejó la Residencia de Olivos hace dos días. La mudanza fue silenciosa y gris. Sin más muebles que algunas pertenencias personales y la duda de si su “querida Fabiola”, a la que intentó atribuir las culpas del cumpleaños prohibido, lo acompañará en lo que pareciera ser el retiro definitivo de las lides políticas, con una salida por la puerta trasera de la historia en razón de los pésimos indicadores con que se despidió del poder (los peores después de la híper de 1989). Entre ellos, basta mencionar un 150 por ciento de inflación, un 45 por ciento de pobreza y un 10 por ciento de indigencia, además de un dólar que saltó de 60 a 1000 pesos en cuatro años. Como consecuencia de los factores mencionados, la caída del salario real fue estrepitosa y (con Juntos por el Cambio fuera de juego) terminó de volcar la intención de voto a favor de Milei.
Lo dijo un trabajador de manos tan francas como encallecidas, alguien que después de abrir pozos negros con palas y picos asiste a la Facultad de Derecho para “hacer algo por uno mismo”. En diálogo con este cronista, admitió que cambió su voto a último momento, cuando un grupo de militantes peronistas se le acercó en la vereda para entregarle boletas y advertirle que “si usted vota por Milei perderá todo lo que tiene”. El obrero se despidió de la troupe massista y meditó mientras miraba a su alrededor: “Ví mi casita alquilada, las patas infladas de mi mesa de caño y mi bicicleta vieja atada al poste. Y me dije ¿Qué pa lo que estoy por perder si no tengo nada? Y le voté al loco para que haya un cambio”. Como el suyo, hubo miles de casos a lo largo y a lo ancho de la Argentina.
Si con esos pergaminos la actual gestión esperaba ganar las elecciones, la conclusión es que había comprado todos los boletos para perder desde el primer día. La dupla Fernández-Fernández ni siquiera había asumido en 2019 cuando la vicepresidenta electa le hizo saber a su compañero de fórmula que era un “pelotudo” por ayudar al derrotado Mauricio Macri con aquella famosa enunciación anestesiante que frenó la escalada cambiaria. “El dólar a 60 pesos está bien”, fue la frase que Alberto pronunció después del ballotage y calmó así un torrente devaluatorio que hubiera incendiado lo que quedaba de las cuentas públicas durante el último tramo de la administración saliente.
Cristina quería provocar una hoguera de inquisición popular. Que el macrismo desfalleciera por inanición de manera tal que las hordas de desocupados y hambreados rodearan supermercados y tomaran las calles para pedir la cabeza de los culpables de sus desgracias en las vísperas de un diciembre que –tal sus aspiraciones- debió haberse teñido de sangre para que nunca más un modelo libremercadista y liberal tuviera chances de regresar al poder. Para dejar en claro que las alternativas populistas de solidaridad social bancadas por las arcas de un Estado que (en teoría) todo lo puede debían representar la única alternativa de progreso para las masas empobrecidas por riquezas concentradas en grandes corporaciones que ganan fortunas inconmensurables, pero sin compartir el producto de sus bonanzas con un país cuyos recursos naturales proporcionan condiciones ideales para generar tales abundancias.
Alberto se negó y estuvo bien. Evitó que –fruto de una devaluación estrepitosa- mucha gente amaneciera siendo pobre al día siguiente de la derrota macrista, pero la relación con su mentora quedó deteriorada al punto de que ni se hablaron hasta el día de la asunción, aquel 10 de diciembre cuyo punto culminante fue el primero de una inacabable serie de furcios presidenciales. Cuando quiso exclamar “volvimos mejores” le salió “volvimos mujeres”. Quiso corregir pero ya era tarde. El subconsciente albertiano desnudó que en su psiquis predominaba un sentimiento de subordinación a la jefa del espacio que lo encumbró en una maniobra maestra para ganar la elección pero pésima para gobernar.
Alberto se va sin haber usado la lapicera. Clausura su mandato con el sabor amargo de no haberse emancipado de Cristina aquel día en que los ministros de La Cámpora le presentaron sus renuncias. Deja la Casa Rosada luego de pagar el costo político de un intento de estatizar la aceitera Vicentín (una jugada que pudo haberle salido redonda en el contexto de guerra Rusia-Ucrania que se desató tiempo después). Se arrepintió de la que quizás hubiera sido la medida más corajuda de su administración, con la que pudo haber marcado un rumbo ideológico que demostrara la existencia de un plan de acción en un sentido, con rumbo definido hacia las ideas que defienden el rol arbitral y equilibrador del Estado en un sistema capitalista que jamás sentirá empatía por los desvalidos sino todo lo contrario, pues sabido es que cuando las regulaciones desaparecen la tendencia creciente pasa por aumentar la renta a cambio de reducir el costo salarial.
En economía hay dos recetas para todo. Los keynesianos o colectivistas, que proponen crecer de abajo hacia arriba, y los smithianos o individualistas, que confían ciegamente en la virtud autorregulatoria del mercado con la consigna de que no existe la solidaridad social en un carnicero que vende más barato, sino un afán de satisfacer su propio interés de vender más para obtener una rentabilidad mayor. Alberto se presentaba como exponente de la primera corriente, pero no hizo nada para demostrarlo. La cagó hasta en la pandemia, cuando batía el parche de “mejor en casa” mientras recibía clandestinamente a los amigos de la primera dama para soplar velitas. Al mismo tiempo, consentía acomodos en la vacunación con la famosa Sputnik rusa, mientras el ex gobernador socialista de Santa Fe, Miguel Lifschitz, se moría de Covid-19 un mes antes de que le tocara el turno para su primera dosis.
Alberto, por si hace falta repetirlo y aunque nunca te dicten esta humilde columna: no lo hiciste bien. Todo lo contrario. Por eso hoy asume el presidente Javier Milei, cuya fórmula para curar la economía argentina se traduce como el infierno tan temido por miles de argentinos que no podrán pagar por su propia comida; el pavor de miles de trabajadores que perderán sus empleos con la caída del esquema de subsidios. Frente a lo pésimo, ante la ineptitud y contra la pereza de tu gobierno, la Argentina votó lo desconocido.
El “loco de la guitarra” le entrega el poder al “loco de la motosierra” y no queda más que respetar el pronunciamiento cívico. Esto es democracia.
 

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