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Maduro y Milei, o Robespierre y Luis XVI

Domingo, 04 de agosto de 2024 a las 00:54

n Los extremos se juntan en este redondo mundo que la especie humana adoptó como propio hace tantos siglos. Así como Cristóbal Colón concluyó que podría llegar a las Indias con proa rumbo al oeste por eso de que la esfera planetaria le permitiría alcanzar el objetivo por el flanco inverso, el pensamiento político ha demostrado a lo largo de la historia que también posee ciclos circulares según los cuales, a medida que se radicalizan, alcanzan resultados equivalentes.
Pasó con la revolución francesa y con las dictaduras contemporáneas del siglo XX y sucede hoy con Nicolás Maduro y su principal contrafigura continental, nada más y nada menos que el presidente argentino Javier Milei. ¿De qué escapaban los venezolanos que protagonizaron la diáspora más multitudinaria de la historia? De una administración que comenzó legitimada por el voto pero desembocó en índices de pobreza astronómicos, inflación descontrolada y, actualmente, una dolarización fáctica. ¿De qué intentan escapar los argentinos que primero lo votaron y ahora comienzan a dudar de la pericia de Milei para corregir los desastres económicos heredados? De lo mismo.
Un 14 de julio de 1789 los franceses empobrecidos por la administración de Luis XVI atacaron la Bastilla, una fortificación emblemática de la monarquía absolutista que cayó como consecuencia de un clamor generalizado contra la insensibilidad del rey que había dilapidado recursos en el financiamiento de la independencia de Estados Unidos. Creía quien sería derrocado poco tiempo después que debilitar a Inglaterra era el camino para consolidarse como potencia global, pero la burguesía pudo más y lo desplazó del poder un par de años después de la Constitución de Filadelfia, principio de la emancipación americana.
Comenzaba la era de la ilustración, sobre la base del pensamiento de grandes filósofos de como Rousseau y Montesquieu, pero ejecutada por quien se presentó como un demócrata capaz de resolver las asimetrías sociales de una Francia desarticulada por la desigualdad: el brillante jurista Maximilien Robespierre, presidente de la asamblea parlamentaria y líder de la línea dura de las jacobinos, autodenominado árbitro de la pureza del pensamiento libertario que defendió con su carácter despiadado hasta caer en las prácticas que decía combatir: persecución, sojuzgamiento y ejecución en la plaza pública de todo aquel que fuera sospechado de no suscribir las máximas revolucionarias.
¿A cuántos franceses mandó guillotinar Robespierre? A miles. Muchos más que aquellos que habían caído víctimas del absolutismo monárquico. ¿Cómo terminó? Con un disparo en la boca y bajo la misma guillotina que tantas veces utilizó para acallar a los sectores moderados que advertían sobre el peligro del fundamentalismo ciego cuyas consecuencias, algunas décadas más tarde, darían lugar a la aparición de otro conquistador con veleidades imperiales llamado Napoleón Bonaparte. De un régimen de terror, a otro régimen de terror.
Catapultados a los tiempos actuales por razones de agilidad lectora, cabe preguntarse por el advenimiento del mileismo como doctrina libertaria capaz de reformular los cimientos del Estado a partir de una teoría que descree de la utilidad del mismo.
En especial por que el verdadero origen del actual presidente en tanto cuadro político elegible no se explica en su condición de celebrity del panelismo televisivo (donde solamente adquirió fama pero no soporte político), sino en la enroscada idea de un tal Sergio Massa que, así como quiso hacer Luis XVI con Inglaterra, creyó que debilitar a la alianza Juntos por el Cambio mediante la asignación de estructura territorial a La Libertad Avanza lo afianzaría como ese superministro predestinado a la Presidencia de la Nación que creía ser.
Ni el rey de Francia pudo conservar la corona ayudando a las rebeldes colonias británicas ni Massa logró llegar al poder alimentando un espacio partidario que, sin su ayuda logística, probablemente jamás hubiera pisado la Casa Rosada. Ambos cayeron atrapados por sus propias trampas, producto de la lógica triangular de una estrategia que se detuvo en la fotografía de realidades dinámicas, tan cambiantes como impredecibles, cuyas infinitas mutaciones pueden alterar los planes de cualquiera que se perciba omnímodo, como en algún momento podría ocurrir con el dictador venezolano Nicolás Maduro, otro que se pasó de listo con negociados transnacionales sin mirar que su pueblo era obligado a descender a los infiernos de una existencia paupérrima.
Ahora la oposición venezolana levanta la cabeza con las garantías proporcionadas por el concierto de naciones que exige la publicación de actas electorales probatorias del supuesto triunfo chavista. Maduro se arrogó la victoria sin exhibir los números electorales y, por primera vez, quedó al desnudo frente al ala moderada de sus aliados continentales. Entre esos moderados el primero en negarle respaldo fue el presidente chileno Gabriel Boric, seguido por demostraciones de duda que -cada uno con su tono- ejercitaron el mexicano AMLO, el colombiano Petro y el brasileño Lula Da Silva, quien además intermedió para proteger la embajada argentina y permitir un salvoconducto de salida a los diplomáticos allí sitiados.
A todo esto, hasta la más apreciada amiga de la revolución chavista, la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner, sacó los pies del plato madurista. Primero con un silencio estrepitoso. Y en las últimas horas mediante una firme exhortación: “Por el legado de Chávez, les pido a los autoridades de Venezuela que presenten las actas electorales”, dijo en sintonía con López Obrador, Petro y Lula.
Es la primera vez que el régimen encabezado por Maduro enfrenta una ausencia tan marcada de legitimidad internacional. Y es la primera vez que la palabra fraude se instala en el proceso electoral venezolano con visos de incontrastable certidumbre, pues era evidente (hasta el día de las elecciones) que la oferta opositora liderada por la proscripta Corina Machado contaba con un masivo respaldo popular producto de los desatinos políticos y económicos de quien gobierna la república bolivariana desde la muerte del carismático Hugo Chávez.
Solamente las fuerzas armadas de Venezuela, además de los sectores más beneficiados por los cotos de privilegio que obsequia el Estado a sus adictos más fieles, integran el bloque soporte que sostiene a Maduro en el poder, pero atención: esto sucede después de varios años en los que el todavía presidente se las arregló para hipnotizar a una franja poblacional asida a la ilusión de la soberanía, el antiimperialismo y la desvirtuada idea de la patria grande latinoamericana cuando, en realidad, cerraba tratos de toda laya con las corporaciones que extraen petróleo sin cumplir con el compromiso sagrado de toda economía rentista: financiar la exploración de nuevos yacimientos para mantener con vida a la gallina de los huevos de oro. Es decir, a la hoy destartalada PDVSA.
¿En nombre de qué valores e ideales logró Maduro mantenerse en el poder con el respaldo social que hoy lo abandona? La libertad, la autodeterminación soberana y la promesa de mejorar la vida de los venezolanos a fuerza de sacrificios presentes que redundaran en beneficios futuros. ¿A qué les suena parecida tal construcción semántica? A las promesas de un presidente que, como Javier Milei, exclama en los principales auditorios internacionales que deplora el comunismo y detesta las regulaciones estatales, mientras puertas adentro financia con 100 mil millones de fondos reservados a la SIDE encargada de espiar a sus adversarios, se vale de un ejército de odiadores digitales y liquida reservas nacionales con tal de mantener a raya el tipo de cambio.
Maduro, líder de la ultraizquierda latinoamericana, produjo cambios involutivos que hundieron en la pobreza a la mitad de su país. Milei, líder de la ultraderecha latinoamericana, generó inconsistencias económicas que desembocaron en el mismo cuadro de situación. Como Robespierre, que logró convencer a toda Francia de matar al rey Luis XVI y a su esposa, la bella reina María Antonieta, para terminar con los vejámenes que él mismo cometería poco tiempo después, en nombre de la libertad.

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